La receta basada en el egoísmo que envenena al mundo
NUEVA YORK.- Esta semana, dos de los principales asesores de Donald Trump, H. R. McMaster y Gary Cohn, escribieron las siguientes palabras en el diario The Wall Street Journal: "El presidente se embarcó en su primer viaje al extranjero con la clara visión de que el mundo no es una «comunidad global», sino una arena donde las naciones, los actores no gubernamentales y los negocios interactúan y compiten en provecho propio".
Esa frase es el epítome del proyecto de Trump: la convicción de que el egoísmo es el único motor de los asuntos humanos. Esa noción se desprende de una visión del mundo según la cual la vida es una competitiva lucha por sacar ventaja. Y deja traslucir la idea de que las instancias de cooperación comunitaria no son más que cortinas de humo hipócritas para tapar el egoísmo subyacente.
Ese texto también explica por qué la gente de Trump sospecha tanto de cualquier acuerdo cooperativo a nivel global, como la OTAN y los numerosos tratados comerciales que tiene Estados Unidos. También ayuda a entender por qué Trump decidió abandonar el Acuerdo de París contra el calentamiento global. Y, además, explica por qué Trump gravita más en torno de líderes como el ruso Vladimir Putin, los príncipes de Arabia Saudita y varios caudillos del mundo: todos ellos comparten su visión de fondo de que la vida es una lucha descarnada por el dinero y el predominio sobre los demás.
El texto de McMaster y Cohn explicita el desacople moral que atraviesa esta presidencia. En esa visión del mundo, la moralidad no tiene el menor espacio ni tiene que ver con nada. El altruismo, la confianza, la cooperación y la virtud son lujos que uno no puede darse en esta lucha de todos contra todos. Lo único que existe es el propio interés.
Por supuesto que esa filosofía ya la hemos visto anteriormente. Los poderosos y egoístas siempre abrazaron ese realismo de mente sucia para justificar su propia mezquindad. El problema es que esa filosofía está basada en un error sobre los seres humanos y en todos los casos conduce a comportamientos autodestructivos.
El error es malentender cuál es el motor de las acciones humanas. Por supuesto que la gente tiene motivaciones egoístas, como alcanzar cierto estatus individual, riqueza y poder. Pero también los mueven otras razones, como la solidaridad, el amor y la realización moral, que son igualmente -o incluso a veces- más poderosas.
Los humanos venimos al mundo con el instinto de cooperación: lejos de ser una banalidad, el deseo de cooperar es la principal ventaja evolutiva que tenemos sobre el resto de los animales.
Las personas tienen un sentido ético y han creado instituciones universales que ayudan a instaurar la armonía entre los pueblos. Los chicos vienen al mundo sabiendo reconocer desde el primer momento el dolor ajeno. No hace falta enseñarle a un chico lo que es justo y lo que no, porque ya lo sabe. No hay sociedad en el mundo que admire a quienes escapan de la batalla o les mienten a sus amigos.
Las personas tienen emociones morales. Se indignan frente a la injusticia, detestan la avaricia, admiran la excelencia, se asombran ante lo sagrado y se elevan frente a la bondad. Anhelan lo que es recto y justo. Quieren sentir que sus vidas tienen un sentido y un propósito, que sus vidas están orientadas hacia el bien.
Los líderes realistas como Trump pretenden desentenderse de ese universo ético. George Marshall, que no era ningún ingenuo idealista, entendió que Estados Unidos amplía su poderío cuando ofrece una mano de ayuda y se ofrece para prestar un servicio común que apunta a los grandes ideales. Los realistas invierten esa fórmula: abrazan el enfrentamiento y al hacerlo desatan una ola de enfrentamientos contra ellos mismos.
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