La premonición del capitán y el misterio del oro: el trágico final del SS Principessa Mafalda, el “Titanic de Sudamérica”
Fue el buque más veloz y lujoso que cubría la ruta Genova-Buenos Aires a principios de siglo. La historia de los pasajeros y tripulantes célebres por su heroísmo y cobardía
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Por alguna de esas sensaciones inexplicables de la vida, cuando se despedían en el puerto de Genova, el comandante siciliano del vapor transatlántico SS Principessa Mafalda, Simone Gulì, le dijo a su esposa que le hubiera gustado no hacer este viaje: «Esta vez no quiero irme».
Era un martes 11 de octubre de 1927 y dos semanas después, a 8 mil kilómetros del Mediterráneo, cerca de las costas de Bahía en Brasil, el paquebote doble hélice se iba a pique por popa hacia el fondo del mar, junto con 305 pasajeros, ocho tripulantes y el capitán, que se despidió de la superficie al grito de ¡Viva Italia!
La segunda caldera estalló como una bomba antisubmarina y sacudió los botes salvavidas. Eran las 22.20 del 25 de octubre de 1927 y el naufragio más trágico de la historia sudamericana llegaba a su fin, luego de más de cuatro horas de agonía, tras el desprendimiento de una hélice que provocó una grieta por donde el Mafalda “tomó agua” hasta el colapso.
A pesar del naufragio, nadie temía semejante número de muertos. Los barcos de la zona acudieron pronto al pedido de auxilio cuando el buque comenzó a escorarse y lograron rescatar a 938 náufragos. Podrían haber sido más si no fuera porque a bordo reinaba el desconcierto y el caos, entre disparos suicidas y luchas a cuchillo por un salvavidas.
Una parte de la tripulación estaba en otra cosa, como si la anarquía le fuera ajena. Se concentraba en una misión más importante que la vida y que la muerte: debía salvar el oro que recibiría el gobierno argentino de parte de la Italia fascista de Benito Mussolini.
Los faroles de los buques de auxilio buscaban más sobrevivientes entre el agua revuelta y la oscuridad de la noche. El mar se había tenido de negro. Era la sangre de los mutilados. El banquete de los tiburones fueron un averno náutico que esta vez se ensañó con los inmigrantes que venían a hacerse la América a Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires.
Menos el capitán y ocho de los suyos, la tripulación se salvó toda.
La princesa manca y su marido nazi
Gulì había intentado en vano evitar que el Principessa Mafalda zarpara de Genova, aquel 11 de octubre de 1927 cuando le dijo a su esposa: «Esta vez no quiero irme». Lo hizo con cinco horas de retraso por problemas en las máquinas de propulsión del paquebote. Los mismos problemas se sucedieron cuando hizo la primera escala en el puerto de Barcelona.
Las máquinas estaban agotadas. El transatlántico quedó varado por treinta horas en su última escala africana antes del cruce oceánico, perdiendo toneladas de comida por fallas en los sistemas de refrigeración. Las intoxicaciones alimentarias comenzaron a multiplicarse. El capitán telegrafió a la oficina central del operador, Navigazione Generale Italiana, y pidió cambio de buque. Le dijeron: «Imposible. Siga viaje».
El vapor, que realizaba su travesía número noventa, no estaba bien mantenido ni tenía la juventud de sus años de gloria, tras diecinueve largos e interminables años de servicio, pero nada hacía prever su destino fatal, quizá tan trágico como el que encontraría después la bella princesa de Saboya que le había dado su nombre al buque, cuando, prisionera en el campo de concentración nazi de Buchenwald, durante los años finales de la Segunda Guerra Mundial (1944), fue herida por una bomba aliada; en el hospital le amputaron un brazo, murió tres días después.
Pero en 1927 la historia era otra. Su alteza real Mafalda María Elisabetta Anna Romana di Savoia gozaba de toda plenitud, se había casado con el príncipe de Hesse-Kassel, el alemán Felipe, que en 1930 se convertiría en un ferviente nazi, y todo esto en el marco de una Italia totalitaria que mientras luchaba por retornar a su estatus imperial reducía al mismo tiempo a la monarquía a un inofensivo carácter de ornamento decorativo.
Los armadores del Principessa Mafalda decían que el viaje con 1261 personas a bordo sería su último servicio rumbo a Buenos Aires, antes del desguace. Lo fue. Sus restos yacen en el fondo del mar del Brasil y nadie puede asegurar que el tesoro de monedas de oro destinado al gobierno argentino esté allí también.
SS Principessa Mafalda: el lujoso piróscafo “doble hélice”
El transatlántico Principessa Mafalda había sido bautizado en honor a la segunda hija que tuvo el rey de Italia, Vittorio Emanuele III, con Elena, reina de Montenegro.
El día de la botadura, 22 de octubre de 1908, cuando el barco se desplazó estable por las aguas del puerto de Genova, todos respiraron aliviados. Navigazione Generale Italiana había lanzado a su hermano mayor un año antes; el transatlántico, construido en los astilleros Riva Trigoso, con equipamiento de lujo y decorado estilo Luis XVI, se hundió a las pocas horas por problemas en el cálculo del lastre. El majestuoso buque se llamaba Principessa Jolanda por la condesa de Bergolo, primogénita del rey y hermana mayor de Mafalda. Fue un presagio.
Pero al Principessa Mafalda se le auguraba otro destino. El transatlántico llegó a Buenos Aires por primera vez en 1909 con toda la pompa, trayendo entre su pasaje una mayoría de piccoli contadini italianos, profesionales liberales, judíos rusos perseguidos y anarquistas expropiadores.
En su viaje de vuelta hacia el Mediterráneo embarcó en cambio a porteños pudientes que hacían gala de tener “la vaca atada” y “tirar manteca al techo” en un contexto en el que la Argentina se perfilaba como una potencia pujante y Buenos Aires se jactaba de ser la ciudad más europea de América.
Los porteños elegían al vapor de lujo para llegar a Europa no solo por su elegancia imperial y las comodidades a bordo sino también por su veloz desempeño marino. El doble hélice navegaba a 18 nudos y cubría el trayecto interoceánico en solo 14 días, la mitad de un buque convencional.
La nave era imponente. Medía 146 metros de eslora y 17 de manga, podía transportar 1580 pasajeros (180 en primera, 150 en segunda y 950 en tercera) y 300 tripulantes. Era el transatlántico más prestigioso de toda la flota italiana y por sus camarotes pasaron afamados artistas, políticos y empresarios de la época, pero también emprendedores hasta entonces desconocidos como Ruggero Bauli.
Bauli perdió todas sus máquinas de pastelería en el naufragio, con las que pensaba inundar de sus deliciosos panes dulces a toda Sudamérica. En cambio, fue rescatado en alta mar y se salvó, pero debió manejar un taxi durante meses en Brasil para juntar dinero y retornar al oficio en Buenos Aires; una década más tarde, volvió a Italia, y fundó el imperio Bauli.
Héroes náufragos y tripulantes cobardes
El Principessa Mafalda partió de Genova hacia Buenos Aires con 300 toneladas de carga, 700 bolsas de correo y 250.000 liras en oro destinados al gobierno de Marcelo Torcuato de Alvear, de acuerdo con la recopilación histórica de distintos autores como el argentino Ovidio Lagos y los italianos Luciano Garibaldi y Pasquale Guaglianone.
“Las primeras historias hablaban del heroísmo de la tripulación, pero las versiones posteriores no fueron tan caritativas”, cuenta Christopher Ecclestone en El hundimiento de la Princesa Mafalda (2006). Los testimonios en ese sentido abundan. Un migrante árabe contó que estaba en el primer bote de rescate y que de los 42 náufragos a bordo, sólo dos eran pasajeros.
“Este parece ser el bote conducido ‘heroicamente’ por el contador Carlo Longobardi”, cuenta el autor, señalando al hombre encargado de custodiar los valores del buque, cuyo bote salvavidas fue el primero en ser rescatado por el navío francés Formose.
Diferentes versiones sugieren que los botes salvavidas fueron abandonados en altamar porque la tripulación, ya a salvo en otros buques, prefirió no volver al rescate. “Algunos de los pasajeros del Alhena (un carguero de Rotterdam) informaron que mientras lanzaban cuerdas a las personas que se agitaban en el agua y las subían, los tripulantes rescatados del Mafalda se acobardaron a cierta distancia observando los procedimientos. Esta historia fue repetida en varios testimonios”, anotó Ecclestone.
El diario La Vanguardia italiana relató la historia de cuatro oficiales que fueron baleados por haberse colocado los cinturones salvavidas con la intención de abandonar la nave cuando todavía quedaban cientos de personas a bordo. Contó también que el ingeniero jefe Scarabicchi se suicidó con un tiro de pistola en la sien.
Mientras todo esto ocurría, un joven conscripto argentino, que había abordado el Mafalda en Genova luego de enfermar de pulmonía a bordo de la fragata Sarmiento, realizaba actos de heroísmo que fueron relatados por varios testigos.
Se llamaba Anacleto Bernardi y era oriundo de La Paz, provincia de Entre Ríos. Apenas estalló la primera caldera y el barco comenzó a escorarse a unas 70 millas de la costa brasileña, se puso a disposición del capitán, ayudó a embarcar en los botes salvavidas a las mujeres y a los niños primero y le dio su cinturón flotante a un anciano que no sabía nadar.
Bernardi fue uno de los últimas personas en arrojarse al mar, junto con su compañero Juan Santoro, coinciden todos los testimonios, antes de que el vapor se fuera a pique. Santoro se salvó y años después narró en sus memorias que a Bernardi se lo comieron los tiburones mientras intentaba llegar nadando a un bote salvavidas.
Gardel, el papá del Papa Francisco y una primicia de LA NACIÓN
“Mis abuelos y mi papá tenían el billete para embarcar en el buque Principessa Mafalda, el mismo que se hundió delante de las costas de Brasil. Como ellos no lograron vender a tiempo lo que tenían, debieron cambiar el pasaje y se embarcaron en el ‘Giulio Cesare’ el 1° de febrero. Por eso estoy aquí”, contó el Papa Francisco desde el Vaticano, recordando el milagrosamente postergado viaje de su papá, Mario José Bergoglio, a la agencia de noticias católica Zenit.
El miércoles 26 de octubre de 1927 los canillitas vocearon en la Ciudad de Buenos Aires la noticia de la tragedia. El diario LA NACIÓN había sido el único en dar la primicia, tras un demorado cierre de edición en el que se pararon las rotativas, pasada la medianoche, cuando llegó un escueto cable procedente desde Río de Janeiro: «El Principessa Mafalda naufragó cerca de Bahía».
No hubo entonces ni después noticias sobre el misterioso destino de las 250.000 liras en monedas oro que debía recibir el gobierno argentino.
Ese mismo día, cuando el mundo se estremeció con el episodio al que bautizaron como «Titanic de Sudamérica», a las 10.30 de la mañana en la Dársena Norte, Carlos Gardel abordaba el transatlántico Conte Verde que lo llevará a Barcelona, cuenta Norberto Chab en Gardel, el mito criollo de todos los tiempos (2011).
El cantor de Buenos Aires había viajado en el Principessa Mafalda dos años antes, conocía al comandante Simone Gulì y a varios de sus tripulantes y ahora le tocaba pasar por el mismo lugar donde, hacía pocas horas, cientos de ancianos, mujeres y niños habían sido devorados por los tiburones.
“¿Vos sabés lo que es llegar con náufragos y entender desgracias todo el camino?”, contó Gardel una vez que arribó a España. “La tripulación se salvó, pero el pobre pasaje: ¡qué pena!”.
“Si hubieras visto a un compatriota mío llorar en Montevideo y gritar como un loco... ¡Andate, qué bromas tiene el mar! Fue una cosa de pena, de dolor; y cuando pasamos por delante del naufragio, los pasajeros echaron una corona al mar en honor a las víctimas. Fue trágico, doloroso”.
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