La pena de muerte no redujo los crímenes
Implantada con intención disuasiva o por instinto de venganza, en pocos países ha logrado resultados efectivos
Javier Suárez Medina sabe, a diferencia de la humanidad, la fecha exacta de su muerte. Mañana, cuando este mexicano de 27 años sea atado a una camilla, seguramente rezará y se despedirá de su familia con palabras en castellano. Los médicos de la cárcel de Huntsville, Texas, le inyectarán dos soluciones letales en cada brazo. En un par de minutos, el primer químico lo sumergirá en un sueño profundo. Le seguirá un segundo compuesto que relajará todos sus músculos. Sin poder respirar, Suárez Medina cumplirá su condena: morir en manos del Estado.
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Cada año, más de 1000 personas mueren ajusticiadas en 95 países que se atribuyen el derecho de terminar con la vida de sus ciudadanos. De hecho, esta semana, en los Estados Unidos, cinco personas serán ejecutadas, tres en el Estado de Texas, una en Arizona y otra en Virginia.
Desde los tiempos bíblicos de Caín y Abel, la relación entre el crimen y el castigo que merece el transgresor ha sido traumática. ¿Se debe intentar regenerarlo?, ¿aislarlo de la comunidad? Y cuando la ofensa es de suma gravedad, ¿se lo debe condenar a muerte? La discusión de estos interrogantes aún hoy sigue vigente. Pero lo cierto es que, con el paso del tiempo, cada vez son más los países que han dejado de lado la aplicación de la pena de muerte porque la juzgan inhumana y, sobre todo, ineficiente a su propósito.
Según un informe de Amnistía Internacional, más de la mitad de los países del mundo ha abolido la pena de muerte, ya sea en la ley o en los hechos. Unos 57 países y territorios la han removido completamente, 15 la permiten sólo en casos excepcionales (durante tiempos de guerra, por traición a la patria), 26 Estados la tienen pero no la han utilizado en los últimos diez años y 95 aún la contemplan.
Más allá de las motivaciones emocionales y los criterios de vindicta pública, los defensores de la pena capital centran sus argumentos en la hipótesis de la disuasión, según la cual la ejecución del criminal serviría de ejemplo para que otros no cometan las mismas ofensas.
Pero la relación entre la legalidad de la pena de muerte y el descenso de la criminalidad no es tan simple. En los Estados Unidos, desde que se reimplantó la pena de muerte en 1976, el número de ejecuciones ha sido cada vez mayor, pero el índice de criminalidad se ha mantenido casi invariable. Estudios realizados en ese país han demostrado que los Estados en los que la pena capital es aceptada no tienen cifras de criminalidad bajas; incluso en muchos de ellos ha crecido la cantidad de homicidios desde la implantación de la pena de muerte. Tales son los casos de Florida y Georgia.
En 1979, Florida reincorporó la pena capital, y en 1980, 1981 y 1982 su índice de homicidios fue de los más altos de que se tenga memoria. Georgia, que volvió a realizar ejecuciones en 1983, vio incrementada su tasa de homicidios el 20 por ciento al año siguiente. A la inversa, en Canadá, el índice de homicidios bajó de 3,1 por cada 100.000 habitantes en 1975 (un año antes de abolir la pena de muerte) a 2,1 en 1993. Por lo tanto, no existe una correlación directa entre la aceptación de la pena de muerte y la reducción de la criminalidad.
Sin embargo, hay casos, como Arabia Saudita y Singapur, que aceptan la pena de muerte, y que han visto reducirse considerablemente sus crímenes. ¿A qué se debe el que la medida tenga efecto en estos países y no en los Estados Unidos o Canadá, por ejemplo? La respuesta gira en torno de la real aplicación de la pena. Si bien en los Estados Unidos los condenados a muerte son muchos (unos 3387 hasta el mes último), la pena no se cumple hasta pasado un largo tiempo, en el que se suceden apelaciones y otros recursos legales que retrasan la concreción de la condena. En cambio, en Arabia Saudita y en Singapur, los condenados son ejecutados casi inmediatamente después de haber sido encontrados culpables en juicio.
¿Se deduce entonces que la aplicación rápida de la condena sí cumple con su efecto disuasivo y por lo tanto es una solución eficaz? Antes habría que analizar qué implica que el Estado mate a sus ciudadanos.
Sistema falible
Aun si los criminales de algunos países tienen la certeza de que serán ejecutados si son condenados, el Estado muchas veces no está ciento por ciento seguro de que está matando al verdadero culpable. En varias oportunidades se ha ejecutado a personas inocentes, y todavía han sido más las veces en que condenados a muerte fueron liberados porque se demostró su inocencia después del juicio. Solamente en los Estados Unidos, donde las estadísticas son más asequibles, desde 1900 hasta ahora, 23 personas fueron ejecutadas por error, y 349 fueron indebidamente condenadas a muerte y debieron ser liberadas.
En otros países, como China e Irán, donde es más difícil acceder a los registros de casos de pena de muerte, también se ha ajusticiado a personas inocentes luego de juicios sumarísimos y delitos tan vagos como propaganda contrarrevolucionaria o rebelión.
Por otra parte, se ha probado que la administración de la pena de muerte es desequilibrada, que se aplica desproporcionadamente a personas marginadas. Los condenados a muerte son, en su gran mayoría, personas de bajos recursos económicos que no han tenido el dinero suficiente para pagarse una buena defensa.
Además, en los Estados Unidos, al menos 54 personas con deficiencia mental fueron ejecutadas. Allí también los estudios han demostrado el costado racista de las condenas a muerte. Según las estadísticas, los acusados negros tienen cuatro veces más posibilidades de recibir la pena capital que los blancos. En su último informe (titulado "La pena de muerte en blanco y negro"), el Centro de Información de la Pena de Muerte de Washington DC señaló: "La combinación racial más factible de resultar en pena capital es la de un acusado negro con una víctima blanca". Sería conveniente mencionar que el 98 por ciento de los fiscales que deciden solicitar o no la pena de muerte son blancos.
Actualmente, de los 3387 condenados a muerte en los Estados Unidos, 1420 son negros, 1611 blancos y 265 de origen latino. Tal vez parezca equilibrado que el 42% de los condenados a muerte sean negros, pero no lo es si se tiene en cuenta que éstos representan sólo el 12 por ciento de la población norteamericana.
Al momento de debatir sobre la pena capital, un elemento por tener en cuenta, y que habitualmente es dejado de lado, es el largo sufrimiento que deben atravesar los condenados en el llamado "pabellón de la muerte". Durante los meses y generalmente años que transcurren desde la sentencia hasta la ejecución, virtualmente aislados, los prisioneros sufren una tortura mental al saber que van a morir sí o sí. Se trata de una cruel "muerte en cuotas".
Quienes defienden la pena de muerte, señalan que el criminal debe pagar por sus delitos de la misma manera, y que ya se ha hecho bastante para convertir en más "piadosos" los métodos de ejecución. Tal vez pueda ser más fácil aceptar la idea de que un violador y asesino múltiple sea electrocutado, pero resulta más difícil estar de acuerdo con la ejecución de una chica de 18 años condenada por tráfico de drogas, como ha sucedido en Singapur en 1995.
En tanto, en muchos países, las encuestas de opinión indican que la mayor parte de la gente aprueba la pena de muerte. En términos generales, la mayoría está de acuerdo con la lex talens, de ojo por ojo, diente por diente. Pero si a la pena capital se le pusiese como alternativa la reclusión perpetua sin posibilidad de perdón, las cifras de los sondeos empezarían a cambiar. Lo que se busca es una solución que termine con el peligro potencial que representa un criminal, y no terminar con la vida de esa persona.
Mientras no se propongan otras alternativas, la pena de muerte como castigo máximo seguirá siendo una causa popular y un recurso más de la retórica de los políticos que, ávidos de votos, apoyan medidas extremas para canalizar y capitalizar el clamor de una sociedad que pide justicia. La cuestión es a qué precio se seguirá con la lógica de matar a alguien que mató para mostrar que matar está mal. O si es que eso tiene alguna lógica.
Un anecdotario del horror
- Jacques Fesch fue guillotinado en 1957 por el asesinato de un agente de policía. Treinta años más tarde, en 1987, el cardenal Lustiger inició una investigación para canonizarlo.
- El 22 abril de 1983, en Alabama, John Evans recibió una descarga eléctrica en su silla, tras la cual saltaron chispas y comenzó a arder una de las correas que amarraba sus piernas. El humo inundó la sala de ejecución. Dos médicos ingresaron para corroborar la muerte de Evans, pero su corazón todavía latía. Se lo sometió a un nuevo shock, pero Evans continuó vivo. Una tercera descarga terminó con él.
- Varios testigos debieron ser sacados de la sala de observación el 2 de septiembre de 1983, en Mississippi, cuando era ajusticiado Jimmy Lee Gray. Los gritos del condenado, cuando comenzó a respirar el gas venenoso, horrorizaron a los presentes. Gray murió golpeándose la cabeza contra el poste de acero al que estaba atado.
- El 24 de enero de 1992, médicos de Arkansas tardaron 50 minutos en encontrar una vena en el brazo de Rickey Ray Rector. A los testigos no se les permitió ver el doloroso proceso, pero podían escuchar sus gemidos.
- En Florida, en 1996, Nicholas Hardy fue condenado por matar a un policía. Después del crimen, Hardy se había pegado un tiro en la cabeza, pero no murió. Fue llevado a un hospital, donde le salvaron la vida, aunque quedó en estado "casi vegetativo". Como no era apto para ser juzgado, fue internado más de un año en un sanatorio y sometido a un tratamiento para deficientes mentales. Luego de aumentar en 10 puntos su coeficiente intelectual (alcanzó 79 puntos), un juez, que remarcó los "notables progresos" de Hardy, lo halló apto para ser juzgado. Fue condenado a muerte.
- El 1º de abril de 1997, David Lee Herman, condenado a morir al día siguiente, intentó suicidarse cortándose el cuello con una hoja de afeitar. Los dos tajos lo hubiesen matado, indudablemente. Sin embargo, los guardias de la cárcel de Huntsville, Texas, lo llevaron a la enfermería para coserlo. A la mañana siguiente, se le aplicó una inyección letal.
La situación argentina
En nuestro país, desde los tiempos de la Colonia y hasta bastantes años después de la Independencia, la pena de muerte para delitos comunes era aceptada legalmente (uno de los ajusticiados más conocidos fue Santiago de Liniers, condenado por la Primera Junta el 2 de agosto de 1810). Hubo que esperar hasta la redacción del Código Civil, en 1921, para que fuera abolida, pero no permanentemente.
Durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía se puso nuevamente en vigor la pena capital (2 de junio de 1970), mediante la ley 18.701. Sería aplicada en los casos de secuestro seguido de muerte, y en respuesta a ataques contra transportes o dependencias militares.
Si bien no fue nunca utilizada, fue incorporada al Código Penal en marzo de 1971, durante la gestión de facto del presidente Roberto Levingston. En 1972, el presidente Alejandro Agustín Lanusse ordenó la derogación de las disposiciones contenidas en el Código Penal que preveían su aplicación. Con el inicio de la nueva dictadura, el 25 de junio de 1976, el gobierno de Jorge Rafael Videla la reimplantó (ley 21.338) para casos de secuestro seguido de muerte.
Finalmente, fue derogada el 9 de agosto de 1984, durante la administración de Raúl Alfonsín, cuando se sancionó la ley 23.077. Más recientemente, luego del secuestro y asesinato de Guillermo Ibáñez, en julio de 1990, el presidente Carlos Menem promovió la aplicación de la pena capital.
Obstáculo
Pero hoy en día existe un serio obstáculo para su restitución: la Argentina firmó la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), que prohíbe incorporar la pena de muerte a los signatarios que no la establecen en su legislación, o extender el número de delitos punibles de esa manera a los Estados que sí la aplican. Hoy, en nuestro país, la pena de muerte sólo está contemplada en el Código de Justicia Militar para casos extraordinarios.
El costo económico de la muerte
Quienes defienden la pena de muerte alegan que el Estado no debería "subsidiar" la vida de criminales inútiles para la sociedad, y agregan que es más económico matarlos.
Sin embargo, si de números se trata, los condenados a muerte representan un costo económico tremendo para el Estado. Según una investigación del diario The Miami Herald, el Estado de Florida ha gastado 57 millones de dólares en ejecutar a 18 personas desde 1983 hasta 1988, con un costo de 3,2 millones de dólares por caso. Si hubiesen sido encarcelados de por vida, cada uno sólo habría costado al fisco 500.000 dólares. A diferencia de los procesos normales, los juicios de pena de muerte son más largos y costosos en cada una de sus etapas porque requieren más presentaciones legales antes del juicio, mayor investigación de los testigos y de la selección de los jurados y la necesidad de dos juicios (uno para establecer la culpa y otro para la sentencia). A todo este trajín procesal se le agregan las apelaciones, que tardan varios años.
En el Estado de Texas, cada ajusticiamiento termina costando 2,3 millones de dólares. Y en Carolina del Norte, un caso de pena capital supera a uno de prisión perpetua por 2 millones. Todo el dinero que se ahorraría aboliendo la pena de muerte podría ser mejor utilizado si se lo invirtiese en prevenir y combatir el crimen realmente.