La paradoja de Pyongyang: ninguna opción es buena
Corea del Norte , un país pequeño y pobre que enfrenta adversarios mucho más poderosos que ella y la amenaza permanente de su propia implosión, no parece la típica nación capaz de desafiar a cuatro presidentes norteamericanos consecutivos.
Y sin embargo, según los analistas, precisamente esa debilidad, sumada a la historia y a la dinámica interna de ese país, es la que impulsa a sus líderes a desarrollar programas nucleares y misilísticos a toda costa, sin importar las consecuencias. Tomados en su conjunto, esos factores explican por qué es tan difícil encontrarle la vuelta al conflicto.
Durante gran parte de la Guerra Fría, Corea del Norte y Corea del Sur tenían niveles relativamente comparables de desarrollo económico y político. Pero en la década de 1990, mientras el Sur disfrutó de un boom económico y de un florecimiento democrático, Corea del Norte pareció destinada a seguir la debacle de otros gobiernos comunistas. Kim Jong-il, por entonces mandatario del país, respondió con el songun, o sea, la política de "primero lo militar".
Actualmente, el país y el gobierno parecen estables. Pero eso tuvo su precio: un estado de cuasi guerra permanente para contener las fuerzas de la historia que de otro modo habrían desgarrado a ese país. Ni las amenazas ni las concesiones del exterior lograron desarticular esa fórmula.
La guerra de Corea, que oficialmente nunca tuvo resolución, estuvo mucho tiempo empantanada entre las superpotencias de la Guerra Fría. Cuando la protección soviética se desvaneció, Corea del Norte se volvió de pronto vulnerable frente al abrumador poderío de Estados Unidos y sus aliados.
Ante la imposibilidad de alcanzar la paz sin arriesgarse a una reunificación como la de Alemania, que dejaría a los norcoreanos bajo el control de Corea del Sur, Kim se propuso asegurarse de que una guerra fuese demasiado costosa como para siquiera intentarlo.
Con misiles y pruebas nucleares, sumados a lo que parece ser una estudiada apariencia de irracionalidad, el líder les trasladó de ese modo la responsabilidad del manejo de las tensiones a los enemigos de Corea del Norte.
Los analistas creen que inicialmente los programas armamentísticos fueron pensados como potencial moneda de cambio. Pero cada ronda de provocaciones que potenciaba el peligro de una guerra hizo que dejaran de ser útiles simbólicamente y se convirtieran en una necesidad estratégica.
Corea del Norte difícilmente podría haber abandonado ese camino sin el entendible miedo de sufrir un ataque. Desde esa perspectiva, el desarme es una invitación a la aniquilación.
Según los analistas, la lógica de los norcoreanos apunta a un objetivo específico: un programa armamentístico lo suficientemente poderoso como para sobrevivir a una guerra total con Estados Unidos. Países mucho más poderosos, como Rusia o China, destinan miles de millones de dólares y décadas de investigación con objetivos similares. La pequeña y empobrecida Corea del Norte compensa esa disparidad aceptando jugar al límite del peligro.
Para los analistas, el plan es frenar una invasión norteamericana lanzando ataques nucleares contra los puertos y pistas de aterrizaje del Sur, por donde las tropas ingresarían en la península. Luego amenazarían con lanzar misiles intercontinentales con cabezas nucleares (una capacidad que todavía no han alcanzado, pero que están desarrollando) contra las principales ciudades norteamericanas, obligando a Estados Unidos a capitular.
Eso pone al mundo frente a una encrucijada: ¿cómo podría cualquier amenaza exterior superar el riesgo que Corea del Norte ya está tomando por sí misma? ¿Qué concesión podría desactivar esa debilidad de base que impulsa la actitud del gobierno de Pyongyang?
La relativa fortaleza de Estados Unidos también es, paradójicamente, su debilidad. Corea del Norte es consciente de que sucumbiría de inmediato a un ataque total de Estados Unidos, por lo cual su única chance es poner en juego su ficha nuclear desde el arranque.
Corea del Norte también teme que Estados Unidos busque deponer al gobierno con ataques relámpago contra sus líderes, una amenaza que busca desactivar con repetidas advertencias de una respuesta nuclear.
Así es como la debilidad norcoreana termina restringiendo las opciones de Estados Unidos. Los ataques punitivos, que en otro caso podrían ser usados para escarmentar al país, o cualquier ataque destinado a destruir las instalaciones nucleares podrían alimentar los temores norcoreanos y conducir a una guerra nuclear.
Irán fue persuadido de abandonar la mayor parte de su programa nuclear a través de sanciones económicas, que dejaron al gobierno de Teherán expuesto a la presión de sus ciudadanos, que odiaban el aislamiento y la pobreza.
Pero Corea del Norte ha demostrado ser capaz de soportar una devastación económica que excede holgadamente la de Irán. En la década de 1990, fue azotada por una hambruna que se cobró la vida del 10 por ciento de su población, pero el país ni sucumbió a la agitación interna ni estuvo dispuesto a abrirse al mundo para paliar su crisis alimentaria.
Algunos Estados militares díscolos, como Irak en época de Saddam Hussein, dependían de la importación de tecnología. Los programas norcoreanos, sin embargo, parecen ser de origen local. Eso significa que si bien hay instalaciones específicas que pueden ser clausuradas o armas que pueden ser destruidas tras un potencial acuerdo o una seguidilla de ataques militares, el conocimiento de los norcoreanos para reconstruirlas seguirá estando ahí para siempre.
Se cree que Corea del Norte ya tiene escondidos cohetes y misiles de corto y mediano alcance en todo su territorio. Los analistas piensan que cualquier ataque destinado a destruir rápidamente esas armas no logrará evitar que algunas sean lanzadas.
El blanco más probable sería Seúl, capital de Corea del Sur, una ciudad de 25 millones de habitantes. Cualquier plan de ataques contra Corea del Norte, ya sea para desarmar o para castigar el país, debería considerar si el riesgo es aceptable.
Traducción de Jaime Arrambide
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