Coronavirus: La pandemia nos permite ver cómo la globalización nos enseña los peligros y cómo responden los Estados
"El gran tabú del siglo XIX, escribió el historiador Philippe Ariès, fue el sexo. El gran tabú del siglo XX es la muerte." En relación con ella, nuestra civilización sigue instalada en el siglo pasado. Solo es posible mirar a los ojos de la muerte cuando esta se convierte en un espectáculo, sea que se trate de la caída de dos torres de 110 pisos en Nueva York o de un chico golpeado hasta el final por una manada de bárbaros cierta madrugada en Villa Gesell, la muerte solo entra en la conversación cuando tiene la estética que complace a la televisión. Una pandemia violenta este principio: hace que lo extraordinario -la muerte indebida, prematura, extemporánea, arbitraria, innecesaria- se vuelva normal. Algo que puede ocurrirle a cualquiera.
Al propagarse, la epidemia vuelve literales una serie de términos que habíamos dotado de un sentido metafórico para alejar el miedo que nos causan: virales eran los ataques a nuestras computadoras y tóxicas las personalidades dañinas... hasta que intempestivamente el virus deja de ser metáfora y el otro no es tóxico en razón de su personalidad, sino porque puede literalmente inocularnos la enfermedad.
Al romper los límites que nuestra cultura estableció para que la muerte no se haga presente en la conversación cotidiana, la epidemia cuestiona algunas de las más profundas convicciones de nuestra civilización, en primer término la fe en el progreso y en su capacidad de traer consigo las técnicas que eviten lo que para la razón occidental es una anomalía, algo que se aparta del camino que conduce a la humanidad al control total sobre la naturaleza. Y, dado que el progreso no es más que la versión secularizada de la noción providencial del cristianismo, que suponía un camino inexorable hacia la redención final, la puesta en crisis de la idea de progreso se vuelve intolerable.
¿Cómo procesará Occidente esta amenaza una vez que haya pasado? ¿Cómo se explicará a sí mismo la necesidad de haber establecido un estado de excepción que apenas se había visto durante las grandes guerras del siglo XX y que remite, más bien, a las formas de aislamiento ante las epidemias antiguas? ¿Cómo podrá conservar intacta la fe religiosa en el progreso?
No es difícil imaginar que muchos intentarán convertir la pandemia en un capítulo más del conflicto de civilizaciones: algo que llega de Oriente, que es producto de hábitos que Occidente aborrece, como comer murciélagos y serpientes, esos "seres primitivos del mundo subterráneo", en palabras de Aby Warburg. No será la primera vez que ello ocurra: ya el brote de peste de fines del siglo XIX había sido denominado en Europa "cólera asiático", y se utilizó para alentar temores a una invasión del este, a un "peligro oriental". Hoy, tal como ocurrió en el siglo XIX con la peste, la aparición epidémica del coronavirus no habría sido posible sin el desarrollo de redes de intercambio global más densas y de gran alcance. Como la viruela, la peste, el cólera y la fiebre amarilla, el coronavirus es una enfermedad móvil muy bien adaptada a la globalización.
Controlar la epidemia es una cuestión de salud pública. Controlar sus consecuencias desatará conflictos políticos. Como ayer, el "peligro oriental" será el recurso con el que algunos líderes querrán justificar decisiones que, desde hace ya tiempo, han venido promoviendo: levantar muros, cerrar fronteras, separarse, aislarse. Si antes de la epidemia esa era una discusión filosófica, política y económica, esos líderes querrán que sea, de ahora en más, una discusión "técnica": la restricción de los intercambios y de la movilidad convocará argumentos de salud pública. Una vez más, se intentará pasar de lo metafórico a lo literal: el contagio, la enfermedad, la intolerable diferencia cultural serán esgrimidos como razón última para justificar decisiones que, en verdad, son fundamentalmente ideológicas.
¿Quiere eso decir que no hay relación entre la apertura y la enfermedad, entre los intercambios y el contagio? Evidentemente, no: hoy, como en el siglo XIX, el establecimiento de una trama cada vez más densa de relaciones e intercambios favorece la propagación de enfermedades. Y si, como afirman algunos expertos, las fronteras abiertas de manera incondicional son peligrosas en términos de salud pública, no por ello hay que permitir que los discursos nacionalistas y reaccionarios extraigan de allí conclusiones políticas. El fin de la epidemia abrirá un espacio de lucha por las interpretaciones, y de allí derivará la legitimidad de determinadas políticas. A lo abierto, plural y diverso se opondrá lo cerrado, homogéneo y tribal. Si queremos preservar las virtudes de un mundo abierto, conectado y en red, de un mundo de diversidad, mezcla y diferencia, hay que comenzar por reconocer que esas preferencias tienen efectos y que el modo de mitigar los riesgos no debe pasar por el encierro en la nación, sino por la afirmación de lo local, para relacionarse desde allí con lo global. La globalización enseña sus peligros, entre los cuales a la concentración de la riqueza y del poder se sumarán pandemias cada vez más difíciles de combatir. Reconocer esos peligros, y proponer soluciones para ellos, es el primer paso para que la respuesta no venga de quienes quieren levantar muros y cerrar fronteras, con el fin de fortalecer la identidad de sus respectivas tribus.
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