La otra emigración argentina
Por Mario Diament
MIAMI.- En estos días, los argentinos se han convertido en una presencia altamente visible en Miami. Se los encuentra por todas partes, en supermercados y restaurantes, en grandes tiendas y en cabinas de telefonía pública, bregando por aclimatarse a un medio tan lleno de promesas como de desencantos, tentador y accesible como una quinceañera, pero, sobre todo, plagado de leyes y normas que a menudo ofenden nuestra particular visión de la libre empresa.
Por su similitud, es oportuno echar un vistazo a otra inmigración argentina que desafió las predicciones iniciales de fracaso y logró afianzarse en refractarias regiones del país, donde hoy es una presencia a la vez familiar y perturbadora, que es aún motivo de ardorosas adhesiones y de enérgicos rechazos.
Me refiero a la inmigración de las cotorras argentinas, una especie conocida científicamente como myopsitta monachus y popularmente como perico monje, cotorra cuáquera, cotorra de pecho gris o monk parakeet , cuya presencia fue advertida por primera vez en Valley Styream, Long Island, en 1971, y que desde entonces han establecido colonias en los alrededores del Brooklyn College, en Nueva York, cerca del campus de la Universidad de Chicago, en el Hyde Park, y en algunas zonas de Miami, particularmente en Coral Gables, en las inmediaciones de la Universidad de Miami.
Por qué estas cotorras han elegido la vecindad de la vida académica constituye un enigma tan insondable como el de su llegada. La explicación más habitual de su presencia es que escaparon de la jaula en la que habían arribado al aeropuerto Kennedy, en 1968; les encantó la idea de vivir en el Gran País del Norte y decidieron echar raíces. Algunos expertos disputan vehementemente esta teoría, pero no tienen ninguna otra con que reemplazarla.
Vivir en la ilegalidad
El myopsitta monachus es un loro de tamaño pequeño, con un largo no superior a los 30 centímetros. La coloración de la espalda y la cola es verde y el pecho, el cuello, la frente y las mejillas son grises.
Al igual que sus compatriotas humanos, se trata de seres con tendencia a agruparse en comunidades, altamente inteligentes, infatigables charlatanes y grandes imitadores.
En la Argentina son considerados una plaga y en los Estados Unidos la legalidad de su residencia es, por lo menos, cuestionable.
Dado que pueden ser portadores de psitacosis, una bacteria capaz de provocar fiebre, escalofríos, dolores musculares y hasta neumonía en los humanos, su tenencia es ilegal en por lo menos 10 Estados, aunque, al mismo tiempo, parecen ser altamente apreciados como mascotas, lo que hace que su valor de venta en los comercios que se arriesgan a ofrecerlos clandestinamente oscile entre 200 y 500 dólares.
Pájaros de conventillo
Como se trata de aves de climas templados y tropicales, nadie dio un centavo por su supervivencia en los inclementes inviernos de Chicago y Nueva York. Las especies locales de gorriones, palomas y estorninos no miraron a los advenedizos sudamericanos con mucha simpatía y tanto ellos como las autoridades sanitarias apostaron a su rápida extinción.
Hacia 1975 se las creyó completamente erradicadas del Estado de Nueva York, pero las cotorras argentinas prevalecieron, sobreviviendo a nevadas, a la hostilidad y a las leyes.
Combatidas por los agricultores y algunos urbanistas que resienten su presencia, las cotorras argentinas pueden hoy observarse a simple vista, balanceándose sobre los cables telefónicos, con una arrogancia típicamente argentina, prósperas y seguras de su lugar en el paisaje local.
Viven en una suerte de conventillo de paja y ramillas de entradas múltiples, en cuyo interior seguro que todavía toman mate y miran los clásicos de fútbol.
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