La ola de furia que puede dañar la prosperidad global
NUEVA YORK.- Una insurrección populista está cobrando fuerza en gran parte del mundo y sus reclutas son las clases media y obrera, que se sienten relegadas por la globalización. Este levantamiento amenaza con subvertir el orden económico que predomina desde la Segunda Guerra Mundial.
El fenómeno era evidente antes de la díscola campaña triunfal de Donald Trump hacia la presidencia. Pero ahora es un hecho.
Los líderes de Europa y América del Norte ya no saben cómo aplacar a esos grupos vehementes y a veces violentos que piden un cambio y una participación más generosa en las ganancias económicas. Pero las opciones para corregir las deficiencias del capitalismo están severamente restringidas, tanto por las realidades políticas como por verdades más generales de la economía global.
En Gran Bretaña, que en junio conmocionó al mundo por su decisión de abandonar la Unión Europea (UE), y ahora en Estados Unidos, el mandato fundamental del electorado fue poner freno al libre comercio. Pero el comercio internacional es hasta tal punto constitutivo de la economía global moderna que coartarlo produciría casi con certeza el efecto contrario: perjudicaría el crecimiento económico, con menor prosperidad para todos.
Trump ha prometido elevar los gravámenes a las importaciones chinas y castigar a las empresas norteamericanas que fabriquen sus productos en México. El nuevo gobierno conservador de Gran Bretaña ha dado señales de que abandonaría el vasto mercado común de Europa mientras negocia su divorcio.
Tal vez estas medidas dejen contentos a los populistas encolumnados contra la depredación de las elites. Tras las elecciones en Estados Unidos, varios políticos afines, como la francesa Marine Le Pen, el británico Nigel Farage y el húngaro Viktor Orban, celebraron el triunfo de Trump. Pero los discursos no se traducen en estrategias viables para la creación de empleos.
La economía de Estados Unidos depende del acceso a la cadena mundial de suministros que produce componentes utilizados en innumerables industrias, así como a un amplio abanico de bienes de consumo. México y China son protagonistas centrales dentro de ese esquema. Cualquier disrupción amenaza con incrementar los costos para los hogares norteamericanos. Arancelar los productos chinos podría desencadenar una guerra comercial que ralentizaría el crecimiento económico, y su consecuencia más probable sería el traslado del trabajo fabril a otros países de bajos salarios, como Vietnam o la India.
El destino de la mitad de las exportaciones británicas es la UE. Si abandona el mercado común, sus productos pagarían gravámenes, con la consecuente caída de las ventas y pérdidas de puestos de trabajo.
La elección de Trump y el Brexit ponen de manifiesto un aspecto central de nuestros tiempos. La antigua división ideológica entre la izquierda y la derecha ha quedado efectivamente eclipsada por una nueva taxonomía económica: los ganadores y los perdedores de la globalización.
En Gran Bretaña, la clase profesional que tiene personal doméstico rumano para que limpie su casa y que se hace escapadas a las playas españolas votó abrumadoramente en contra del Brexit. Las comunidades industriales que han perdido sus empleos con el traslado de las fábricas hacia el Este -ya sea a Europa oriental, Turquía o Asia- votaron mayormente por abandonar la UE.
En Estados Unidos, las clases urbanas con formación universitaria que se mueven con comodidad en la quintaesencia del intercambio global -financiero, tecnológico, mediático- desprecian a Trump. Quienes viven en el centro del país carecen de formación superior y han visto cómo sus empleos volaban hacia China o México, por lo que jugaron un papel crucial en su victoria.
El presidente electo se comprometió a hacer frente a los problemas que afligen a los trabajadores impulsando una oleada de inversión pública en infraestructura que generaría empleos para la mano de obra calificada. Tal vez tenga mejor suerte que su predecesor Obama, cuyos planes de infraestructura murieron varias veces en manos de los halcones antidéficit del Partido Republicano. Y, al menos en los papeles, Trump es un correligionario republicano.
Pase lo que pase a partir de ahora, es poco probable que el resentimiento acumulado que fogonea el populismo se agote en lo inmediato.
Desde que Gran Bretaña votó a favor del Brexit, algunos líderes regionales advierten que esa decisión equivale a una advertencia para toda la UE: a falta de una nueva filosofía económica, los ánimos de quienes no pueden pagar sus cuentas se seguirán caldeando.
Pero Alemania sigue oponiéndose férreamente a aumentar el gasto público y, contra toda evidencia empírica, sigue apostando sus fichas a la idea de que la clave de la prosperidad está en el recorte del gasto y la flexibilización laboral. Sólo Gran Bretaña entendió el desafío como una oportunidad para modificar su política fiscal. El nuevo director del Exchequer, Philip Hammond, prometió dejar de lado las metas de reducción del déficit de su predecesor George Osborne.
La democracia es esencialmente un medio por el cual los ciudadanos les dicen a sus líderes lo que quieren. Lo que muchos quieren ahora es que sus líderes se vayan todos.
O los nuevos líderes encuentran la manera de que el capitalismo global resulte una propuesta más enriquecedora para más cantidad de gente o ellos también corren el riesgo de ser barridos por la ola de descontento.
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