La nueva sombra del poder militar en América Latina
Los últimos dos meses han mostrado una nueva cara del poder militar en Sudamérica. El Ejército es hoy el dique que protege a los gobiernos o permite su hundimiento bajo la marea opositora. Perú, Ecuador, Chile y Bolivia muestran una tendencia que debería preocuparnos a todos.
A fines de septiembre, el presidente Martín Vizcarra decretó la disolución del Congreso en Perú, tras interpretar que este había negado la confianza "de facto" a su gobierno por segunda vez. Esta acción, apoyada por la opinión pública y por la cúpula militar, acabó con las conspiraciones del fujimorismo, pero también estableció una interpretación peligrosa del artículo 134 de la Constitución peruana en beneficio del Poder Ejecutivo.
A comienzos de octubre, el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, anunció un ajuste económico que incluía incrementos sustanciales en el precio de los combustibles. Las protestas resultantes duraron más de diez días, durante los cuales Moreno debió mudar la capital, movilizar al Ejército en un contexto de violencia creciente, reprimir las protestas y, finalmente, negociar con la confederación indígena para revertir la política de ajuste.
Pocos días más tarde, un módico aumento de tarifas en el metro de Santiago desató una violenta explosión de demandas acumuladas. El presidente Sebastián Piñera militarizó las calles, declaró toque de queda y canceló el aumento de tarifas sin lograr calmar los ánimos. Más de un millón de personas tomaron las calles para pedir su renuncia. Chile, considerado hasta hace pocas semanas un modelo de estabilidad, tiene hoy su economía paralizada, llora decenas muertos y cuenta miles de heridos. Con pocas cartas en la manga, la clase política explora ahora un cambio constitucional.
En todos estos casos, los militares operaron como el factor capaz de moderar el impacto de la oposición -social o parlamentaria- en la estabilidad del gobierno. En la política latinoamericana contemporánea, la principal fuerza destituyente no es la intervención militar, sino la protesta social (como la Argentina en 2001 o Bolivia en 2003), o el juicio político en el congreso (Brasil en 2016 o Perú en 2018). Sin embargo, el Ejército es el aliado clave para los presidentes dispuestos a resistir los embates de los manifestantes o del Poder Legislativo.
Cuando los militares protegen al gobierno, la oposición puede lograr concesiones, pero raramente logra la caída del presidente. Las pancartas no pueden hacer mucho frente a los blindados. Venezuela, donde las Fuerzas Armadas defienden a un gobierno cada vez más represivo, presenta el ejemplo extremo de este problema. Cuando los militares, en cambio, retiran su apoyo al presidente, el desenlace es predecible. Las horas finales de Abdalá Bucaram en Ecuador (1997) y de Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia (2003) muestran una coreografía similar: el alto mando privadamente informó al presidente que no era posible proteger el palacio presidencial; la única opción era partir al exilio.
Conscientes de esta realidad, varios gobiernos latinoamericanos -en particular aquellos con aspiraciones hegemónicas- han buscado garantizar la lealtad partidaria de sus Fuerzas Armadas. Hace ya algunos años, la politóloga Rut Diamint advirtió sobre el surgimiento de un "nuevo militarismo" en América Latina. Los militares no solamente son movilizados para cumplir tareas de seguridad pública o políticas sociales, sino que también son politizados para asegurar su lealtad en conflictos con la oposición.
El caso boliviano
Ningún caso ilustra el nuevo rol de los militares tanto como la crisis de Bolivia. El inflamado debate sobre si la caída de Evo Morales representa un golpe de Estado refleja nuestro saludable tabú frente a la intervención militar, pero también elude una reflexión incómoda sobre las condiciones que condujeron a esta catástrofe.
Al enfatizar las últimas horas del gobierno de Morales, este debate invisibiliza los 20 días que las precedieron. Las elecciones del 20 de octubre fueron empañadas por la decisión del presidente de buscar un cuarto mandato, desafiando la Constitución y a pesar de su derrota en el referéndum de 2016. Los conteos iniciales indicaron que Morales no alcanzaba a imponerse en primera vuelta, pero el cómputo fue suspendido hasta que el gobierno declaró la victoria el 24 de octubre. Días más tarde, la Organización de los Estados Americanos constató el fraude electoral. La respuesta oficial de convocar a nuevas elecciones carecía para entonces de credibilidad. Resultaba claro que el presidente -al igual que en 2016- no estaba dispuesto a aceptar un resultado electoral adverso y que su proyecto para Bolivia era autoritario.
La intervención militar en política es inaceptable porque las democracias ofrecen mecanismos pacíficos -elecciones libres y honestas- para someter el gobierno a la voluntad popular. Pero ¿qué hacer cuando estos mecanismos son desconocidos desde el poder? Las doctrinas sobre resistencia civil proponen un camino claro: los movimientos sociales deben organizarse en defensa de la democracia, eludiendo toda forma de violencia. Uno de los objetivos principales de la acción no violenta es lograr que las fuerzas de seguridad se nieguen a reprimir y abandonen al gobierno.
La oposición boliviana -dispersa y sin liderazgo unificada- cumplió solo parcialmente con este libreto. El fraude del 20 de octubre desató casi tres semanas de protesta social, durante los cuales la policía se negó a reprimir y eventualmente se unió a los manifestantes. Algunos líderes mantuvieron posturas moderadas, mientras que otros (eventualmente triunfadores) radicalizaron su discurso. Hacia el 9 de noviembre, la violencia estaba en escalada. Los opositores atacaron casas de altos funcionarios, forzando su renuncia, mientras que seguidores del presidente disparaban contra manifestantes en marcha hacia La Paz.
Para el momento en que los generales exigieron la renuncia del presidente, recordando los peores episodios de la historia latinoamericana, sus opciones no eran envidiables: podían reprimir la protesta y la insurrección policial, ayudando al presidente a consolidar un régimen autoritario; podían dejar que el conflicto se dirimiera violentamente en las calles, o podían retirar su apoyo al gobierno, detonando su caída. Que hayan expresado esta última decisión en público, y no en privado, desafía la experiencia latinoamericana de los últimos años.
La decisión militar no cerró la crisis de Bolivia, que apenas comienza. Tampoco sugiere una solución democrática. La salida del vicepresidente Álvaro García Linera y la negativa del Movimiento al Socialismo a aceptar la renuncia de su líder en el Congreso facilitaron el ascenso del sector opositor más intransigente al poder. Bolivia se encamina así a un escenario parecido al de la Argentina entre 1955 y 1973.
El cambio social experimentado por Bolivia en los últimos años no es reversible y el partido más popular -no olvidemos que el MAS fue la primera fuerza el 20 de octubre- se encuentra ahora excluido y dispuesto a desestabilizar el sistema. Si las fuerzas políticas no logran reconstruir rápidamente la confianza para garantizar un proceso electoral libre y transparente, la violencia aumentará y los militares se transformarán, tristemente, en el árbitro final del proceso político boliviano.
El autor es profesor de ciencia política y asuntos internacionales en la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos.
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