LA NACION en Ucrania: un día de recorrida por la línea del frente sur, bajo una incesante lluvia de disparos de artillería
La localidad rural de Kotlyareve está en la primera línea del frente de la batalla que, desde hace más de dos meses, fuerzas ucranianas y rusas combaten en el sur de Ucrania
KOTLYAREVE, Ucrania.— Buuuum. Buuuum. Buuuum. Son casi las 11 de la mañana de un día soleado y, como martillazos, llueven golpes de mortero, disparos de artillería, bombas de racimo.
“Nosotras ya sabemos cuándo son descargas en salida y cuándo en llegada”, dicen, riendo, Valentina y Tamara, dos señoras mayores sentadas apaciblemente sobre un banco en el frente de su casa, como si no hubiera una guerra. “¿Si no tenemos miedo? La verdad, nos da más miedo cuando hay silencio y estamos a la espera de más bombardeos”, agregan estas dos matronas de pelo corto y espíritu combativo, que levantan repentinamente las espaldas cuándo retumba un cañonazo.
Estamos en el pueblo rural muy verde de Kotlyareve, primera línea del frente de la batalla que, desde hace más de dos meses, fuerzas ucranianas y rusas combaten en el sur de Ucrania. Se trata de una zona rural enclavada entre Mykolaiv, ciudad crucial para que no caiga Odessa (que queda unos 150 kilómetros al surooeste), y Kherson, la única gran ciudad capital de la región homónima tomada por Vladimir Putin.
Hay que moverse rápido en esta línea del frente en la que han quedado atrapados, bajo constantes bombardeos, diversos pueblos rurales. Tanto es así que no podemos quedarnos a charlar con las simpáticas Valentina y Tamara. “¡Rápido, vamos!”, grita Alexei, el oficial de las fuerzas armadas encargado de la prensa que nos acompaña en esta jornada en el frente de batalla de Kherson, que advierte que las explosiones son disparos en salida, pero también en llegada.
“Los rusos están bombardeando y están a entre tres y cinco kilómetros. Es muy peligroso”, afirma, con su AK—47 en mano, casco y chaleco antibalas. De hecho, hay que salir corriendo. Los estruendos siguen oyéndose cada vez más cerca, mezclados con el canto de un gallo que debe haber enloquecido ante tanto ruido y estrés.
Nosotros también llevamos casco y chaleco antibala, dos elementos tan indispensables como un kit médico, la acreditación oficial del Ministerio de Defensa ucraniano y otra de las fuerzas armadas de la región de Mykolaiv. Para conseguir ésta, hay que comprometerse a no publicar ni revelar el nombre de ninguna unidad militar, su posición, camuflajes, cantidad de tropas, unidades, subdivisiones, cantidad de armas, equipamiento, su ubicación y demás informaciones logísticas, tácticas u estratégicas. No pueden filmarse o fotografiarse los check points, ni especificar direcciones o lugares donde han caído misiles.
Aunque Alexei por supuesto no da informaciones militares —de acuerdo a las reglas pactadas—, salvo algunas muy genéricas, es evidente que el frente de batalla es fluido. Se mueve constantemente porque las fuerzas de los dos bandos avanzan, retroceden, toman un lugar, lo pierden y porque es justamente eso, lo que único que permite una geografía de llanura como ésta. Son pocos los lugares donde esconderse, tanto es así que se ven decenas y decenas de trincheras cavadas en medio del campo. Hay arboledas formadas por álamos y es justamente por eso que las decenas de pueblitos de esta zona entre Mykolaiv y Kherson se han transformado en una línea de frente de película.
Aunque los pueblos, que se levantan en lugares que serían bucólicos de no ser por la guerra, están abandonados y casi todo el mundo ha sido evacuado, sorprende ver que aún quedan algunas almas deambulando por ahí. En su mayoría son personas mayores que se quedan para cuidar a sus animales —se ven algunas vacas, gallinas, cabras— y sus campos, que no tienen otro lugar dónde ir, explica Alexei. “Si en este pueblo vivían antes 3000 personas, ahora no hay más de 300″, precisa el uniformado.
Entre ellos está Tatiana, campesina con el pelo cubierto por un pañuelo violeta que encontramos en la vereda de su casa mientras intenta ir a buscar agua con un balde en medio de los bombardeos.
Tatiana sólo alcanza a decir su nombre, que vive con su marido, que se la pasa en el sótano de su vivienda porque no paran de caer misiles, pero que Ucrania es su país y que no se piensa ir. Un silbido —el clásico zumbido que precede un tiro en llegada—, interrumpe abruptamente la conversación. “¡Nos vamos! ¡Rápido!”, ordena Alexei, que grita que ésa era una bomba de racimo que cayó a 200 metros. Y que sale corriendo hasta su auto, donde otro soldado que está en el volante, Alexander, que lleva el rostro cubierto con pasamontaña, arranca a toda marcha.
Volando, lo seguimos en otro auto manejado por Konstantin, nuestro chofer, que también pisa el acelerador y que no pierde la calma. Como solía ser camarógrafo de la sección policial de un canal de TV de Odessa, cuenta que ha visto cosas peores y que tiene sangre fría, al igual que los dos colegas italianos que vienen conmigo y Elena, nuestra intérprete. Pelirroja oriunda de Lviv, Elena es una periodista que solía trabajar en una radio y un canal de TV local que dejó a todo el mundo en la calle ni bien comenzó la guerra. “El dueño es un privado y nos echó a todos por falta de fondos, así que ahora trabajo con los corresponsales de guerra. Aunque a mi mamá no se lo cuento porque si no le agarra un infarto”, cuenta, riendo nerviosamente.
Aunque vamos rápido, por las ventanillas —que hay que dejar abiertas por las dudas algo nos caiga cerca y estallen los vidrios—, se ve un escenario de destrucción. Enormes cráteres en medio del asfalto, estaciones de servicios y restaurantes arrasados, construcciones incendiadas que ahora son esqueletos, casas sin techo —como si hubiera pasado un tornado—, parques de juegos abandonados y escenas surrealistas como la aparición, de repente, de una persona en bicicleta con rumbo incierto. En lo que era la autopista que iba a Kherson, por donde van y vienen vehículos militares, blindados, tanques, tirado en el piso salta a la vista un cartel celeste que señala que la ciudad tomada por los rusos a principios de marzo, que podría ser anexada a Rusia, está a pocos kilómetros.
Siempre a las corridas, porque la batalla por el control de esta zona crucial para saber si el día de mañana Odessa —el puerto más importante de Ucrania, podrá también caer en manos de los rusos—, Alexei nos muestra una escuela del pueblo de Shevchenkove destruida.
“Aquí venían todos los chicos de de esta zona. Había sido refaccionada en septiembre pasado, habían incluso puesto pizarrones digitales y miren cómo está ahora”, lamenta, mostrando rápidamente algunas aulas y los destrozos de un lindísimo edificio de dos pisos que se levanta en medio de un campo verde marcado por los cráteres marrones dejados por las bombas enemigas.
Todos los vidrios están rotos, hay escombros, cascotes, pedazos de pared derruidos. Sobre el escritorio del despacho del rector del instituto, el oficial hace notar que el calendario quedó detenido en el 23 de febrero, el día antes del comienzo de la “operación especial” de Vladmir Putin.
Alexei por supuesto no puede decir cuánta gente ha muerto aquí, en los combates que hay día y noche, desde entonces. Lo único que concede es información positiva. “A los rusos no les damos oportunidad de avanzar, estamos tratando de presionarlos para que retrocedan y para que salgan de nuestros territorios. Todos estamos haciendo algo para ganar”, asegura.
En medio de la destrucción y los estruendos, los cantos de gallos enloquecidos y ladridos de perros aterrados, al lado de una casa de un vecindario donde han caído misiles, de repente aparece un hombre lavando unos platos en una fuente de agua. Sólo alcanza a decirme que se llama Evgeny, que está solo y me señala todo lo que tiene alrededor cuando le pregunto cómo está la situación. También ahora tenemos que irnos corriendo.
Volvemos a atravesar a toda velocidad una llanura parecida a un cuadro impresionista, marcada por los campos amarillos de colza en flor que contrastan con el cielo azul. “Son los colores de la bandera ucraniana, amarillo y azul”, comenta Elena, nuestra intérprete también ataviada por supuesto con casco y chaleco que, cuando le pregunto si le gustaría irse de Ucrania, me dice que, si bien nunca fue patriótica, cree que como no tiene hijos y es soltera, es el momento de quedarse y ayudar.
Al llegar de regreso a la ciudad de Mykolaiv —nuestro punto de partida hacia el frente de Kherson—, pasamos por diversos checkpoints, barricadas con cubiertas, bolsas de arena, bloques de cemento y por una vía de ferrocarril donde hay un tren destruido detenido sobre las vías.
Cuando llegamos a Mykolaiv justo suenan por enésima vez las sirenas que advierten de un nuevo ataque y la gente está tensa. Es lógico. A las cinco de la mañana un misil incendió una tienda de muebles donde ahora ya no hay llamas sino un fuerte olor a quemado y una bomba de racimo destruyó una farmacia del centro que queda al lado de una parada de colectivos y de un gran supermercado. Aunque todavía no es oficial, dicen que hubo tres heridos.
Nos despedimos de Alexei que, ya más relajado porque salimos de la línea del frente, preguntado sobre cuándo cree que terminará esta guerra absurda, contesta sin titubear. “Como le digo a todos los que me preguntan, si todos colaboramos para ganar, la victoria será lo más pronto posible”, contesta. “No soy optimista, soy realista. Sé que vamos a ganar”, insiste, negándose a hablar sobre la ingente cantidad de armamento que Ucrania está recibiendo de la OTAN.
Finalmente, Alexei revela algunos datos personales: tiene 30 años, nació en Cherniv, al norte de Ucrania, es oficial de prensa del ejército del comando sur desde mucho antes del comienzo de la guerra y su mamá se encuentra refugiada en Alemania junto a su hermano de 9 años desde hace más de dos meses. “Espero que la guerra termine pronto para que ellos puedan volver a casa”, comenta. Y confiesa que, en verdad, su mamá no sabe que se encuentra en Mykolaiv, zona de combate, haciendo un trabajo muy arriesgado. Prefirió contarle una mentira piadosa para que no se preocupara.