A pesar de que el sitio ofrece increíbles ofertas para los visitantes, algunos ciudadanos sufren consecuencias económicas que se fueron incrementando a lo largo de los años
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El símbolo internacional de Cartagena, una de las ciudades más famosas de Colombia, es un cordón de murallas que ha separado a la gente desde su construcción en el siglo XVI: primero entre españoles y piratas, luego entre blancos y negros y ahora entre turistas y cartageneros. Hay locales que nunca fueron a la ciudad amurallada, y muchos otros pueden llevar años, o décadas, sin haber pisado el barrio que les da reconocimiento mundial.
“Es como los parisinos, que no van a la Torre Eiffel”, justifican algunos. Con la diferencia de que las murallas rodean el centro de la ciudad: la sede de varias universidades y de un Estado que muchos acá ven como ajeno.
En 1994, estos 11 kilómetros de muralla al borde del mar Caribe fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. En 2005, San Basilio de Palenque, un pueblo a 50 kilómetros conocido como el primer asentamiento libre de esclavitud de América, obtuvo el mismo reconocimiento. Pero Betty Sargado, una palenquera que vive de tomarse fotos con turistas fascinados por los colores de su vestimenta y las frutas que sostiene en la cabeza, no ve gran atributo en ese “dizque patrimonio”.
“Somos patrimonio histórico, mi amor, pero no tenemos seguro para pagar al dentista”, le dice a BBC Mundo. “No tengo un carnet que diga yo soy patrimonio histórico y que por eso me den odontología. Entonces, qué clase de patrimonio histórico es eso”.
Trabajadora del servicio doméstico durante 14 años y luego masajista en las playas, Betty y su madre, Angélica Cáceres, fueron de las primeras palenqueras que vinieron al centro a sacarle jugo al turismo. Pasan sus días cautivando al extranjero: les hacen un chiste y les piden una “picture, picture”.
“Nosotros los negros fue que hicimos estas murallas”, dice Betty, mientras observa el albor que tiñe la roca coralina. “Pero no tenemos muchos derechos a ellas”, se queja. “De las murallas para allá nadie conoce nada”.
De las murallas para allá está “la otra Cartagena”, una ciudad de casi dos millones de habitantes donde dos de cada tres personas, según cifras oficiales, no comen tres veces al día; donde el 70% trabaja en la informalidad, está la peor calidad educativa del país y se vive bajo la zozobra de una criminalidad que registró 360 homicidios en 2022, la cifra más alta de la historia reciente, e introdujo por primera vez a “La Heroica”, como se le conoce, en la lista de las 50 ciudades — seis de ellas colombianas — más peligrosas del mundo.
La idea de las dos Cartagenas, una feliz y otra triste, caló. La frase está en medios, en discursos políticos, en relatos turísticos. En una Cartagena se oye el galope de los caballos en carroza, los gritos de “feliz matrimonio”. En la otra retumban los mototaxis, las bocinas de un tráfico caótico y los aviones que aterrizan junto a un barrio de casas hechizás con calles sin pavimentar.
En una hay boutiques de lujo, galerías de arte, luz y agua de corrido. En la otra los vendedores ambulantes se amontonan en los semáforos y esquinas y los servicios básicos son intermitentes.
El cuento de que hay dos ciudades, una buena y otra mala, se convirtió en un cliché que los mismos cartageneros repiten y que, como todo cliché, es discutible. Porque las dos Cartagenas se necesitan, se alimentan entre ellas. Porque de las murallas para afuera puede haber caos, pero también vida, folclore, idiosincracia Caribe.
“No salga de su casa”
Ariel Valdez es un líder social en las faldas de la Popa, los barrios informales al pie del único cerro de la ciudad, afuera de las murallas. Allí organiza eventos, media entre bandas armadas y apoya a jóvenes artistas.
De 34 años, Valdez gestiona un estudio de grabación en el que, en 8 años, más de 300 artistas de estos barrios han grabado sus composiciones de rap, reguetón y champeta, el género distintivo de la ciudad, que mezcla ritmos afrocaribeños con arreglos electrónicos.
Una noche de octubre de 2021, Valdez estaba con su grupo en una de las plazas que colinda con el centro amurallado. Cantaban, bailaban, reían. Y, como todas las noches, en la zona confluían turistas, vendedores ambulantes y trabajadoras sexuales: bullicio y pequeños focos de tensión al tiempo que fiesta, oportunidad de negocio y un clima caluroso, húmedo, atenuado por la brisa.
“Llegó una unidad de policías a requisarnos”, recuerda Valdez, sentado en un pequeño estudio de paredes rojas en el que un afiche dice “arriba los de abajo”.
“No nos encontraron nada, pero la actitud retadora siguió, como si estuvieran buscando un pretexto para arrestarnos. Que por qué estábamos ahí, que por qué hacíamos ruido, que de qué estábamos escapando. Cosas sin sentido que, claro, finalmente nos empezaron a molestar, porque esta es nuestra ciudad, y terminaron arrestando a uno de nosotros”.
El grupo de jóvenes se fue para la estación, dentro del cerco amurallado. Allí se encontraron con otros músicos afro arrestados. Descubrieron que no eran una excepción. “Que esto es lo que pasa todos los días”, dice Valdez. Que pisar el centro de la ciudad es, para los afros, un riesgo.
“Si a usted no le gusta que lo requisen, no salga de la casa”, recuerda Valdez que les dijeron los policías. Su queja es similar a la de Betty, la palenquera: “En Cartagena tienen más derechos los turistas que nosotros, los cartageneros”.
Entonces la gente que viene de “la otra Cartagena” impulsa el desarrollo de la Cartagena de las postales: acude a ella durante el día para trabajar en los hoteles, las tiendas, los restaurantes, los eventos, pero si quieren utilizarla como espacio público, en su tiempo de ocio, se les complica.
Muchos cartageneros sienten que su tierra está segregada, partida en dos. ¿Cómo es entonces que una idílica ciudad amurallada terminó aislada, en pleno siglo XXI, de la ciudad real que le rodea?
La construcción de un destino turístico
En 1943, el centro amurallado era una ruina, un vestigio de la principal sede comercial del imperio español en esta zona de América. Pocos años antes, incluso, algunas partes de las murallas habían sido demolidas porque supuestamente eran centros de propagación de enfermedades.
Por ese entonces las grandes fuentes de recursos de la ciudad eran —como hoy— las industrias petroquímicas y el puerto, uno de los más grandes de América Latina. Pero sus ganancias no eran suficientes —o no se quedaban lo suficiente en Cartagena— para sacar a la ciudad del estancamiento. Colombia, además, estaba saliendo de una crisis económica.
Fue entonces que el turismo surgió como una solución: el Gobierno nacional destinó recursos para renovar el patrimonio, se filmaron varias películas —incluida Queimada, protagonizada por Marlon Brando— y los asentamientos aledaños al centro amurallado, como el emblemático Chambacú, empezaron a ser desalojados en lo que muchos denominan “limpieza social”.
Se creaba, entonces, un destino turístico. “La convicción de que los monumentos eran el bien más preciado de la ciudad, incluso por encima de la dignidad de sus habitantes, cobró cada vez más fuerza”, argumenta el historiador Francisco Flórez en su ensayo Culto a la piedra, desprecio a la gente, donde detalla las diferentes campañas publicitarias para “blanquear” el centro en busca de un destino.
Aunque el verdadero empuje turístico de Cartagena solo se dio en los años 80, las iniciativas para acondicionar el patrimonio al ojo extranjero, según los expertos, se originaron antes y se mantienen hasta hoy.
Uno de los casos más emblemáticos, pero no el único, fue el mercado de Getsemaní, una plaza pública de arraigo cultural y urbano que fue desplazada en los años 70 para construir, en 1982, un centro de convenciones que hoy alberga conferencias, matrimonios y fiestas, en su mayoría de interés privado.
En los años 80 y 90, importantes conferencias de organizaciones multinacionales y los anuales festivales de cine y música clásica empujaron la renovación de los claustros, fábricas y escuelas, ahora convertidos en hoteles, restaurantes y espacios para eventos.
Hasta las vendedoras de fruta del centro, provenientes de Palenque, modificaron su parafernalia para alinearla con el turismo: su tradición era vestirse de negro para conmemorar a sus antepasados, pero el negocio primó sobre el luto ancestral.
“Descubrimos que entre más colores nos pusiéramos mejor nos íbamos a ver”, dice Betty Sargado, la palenquera, conocedora de su oficio y su producto de venta. “Porque con los colores oscuros nos íbamos a ver más negritas. Y ahí fue donde vino la bandera de Colombia y la de Cartagena (para decorar los vestidos) “.
Diana Gedeón, codirectora de la empresa de turismo más grande de la ciudad, Gema Tours, fue, con su familia, una pieza clave de la construcción de este destino. “El crecimiento de la empresa fue de la mano con el desarrollo de la ciudad”, asegura. Un desarrollo que, admite, no incluyó a todos los cartageneros, aunque haya empresas, como Gema Tours, que promueven la movilidad social.
La empresaria invita cada mes a centenares de niños de los barrios populares a hacer “un tour por la Cartagena patrimonial”, la cual poco o nada conocen. Cuando le pregunto por el desplazamiento de poblaciones y culturas en pro del turismo, asegura que son gajes normales del desarrollo: “Hay ciudades que son más celosas que otras, que cuidan mejor su propiedad, pero acá no fue así, el desarrollo se fue dando”.
Para Gedeón, si bien todos los presidentes “pusieron su grano de arena para impulsar el turismo de Cartagena, hubo un antes y un después de Álvaro Uribe”. Uribe, que gobernó entre 2002 y 2010, creó robustas entidades para promocionar el país, estableció exenciones tributarias —algunas vigentes— para quienes comparan y renovaran casas el centro de Cartagena e impulsó, en alianza con Estados Unidos, una ambiciosa política de seguridad y antiterrorismo que generó la idea de que “ahora sí se puede viajar en Colombia”.
Durante esos años, asimismo, se reportó la llegada de grupos paramilitares a la ciudad que supuestamente buscaban hacer limpieza social. Investigaciones periodísticas reportan que, en 2003, por ejemplo, los homicidios subieron 47% respecto del año anterior por las acciones de paramilitares.
“Desde la creación del destino turístico toda la política pública en Cartagena se volcó al turismo”, dice Camilo Rey, un geógrafo y economista cartagenero. “Y eso no solo generó la idea de que hay dos ciudades, sino que se hizo bajo una premisa que no es cierta: que es la mayor fuente de ingresos”.
La industria petroquímica pagó el doble de impuestos y generó el doble de trabajos que el sector hotelero entre 1990 y 2010, según una investigación del economista Aarón Espinosa.
Hoy, según cifras de la Cámara de Comercio de la ciudad, la petroquímica genera un cuarto de los empleos que crea el turismo, pero diez veces más ingresos. O, dicho de otro modo: de las cinco actividades más pujantes de la ciudad — agricultura, construcción, puerto, petroquímica y turismo—, es esta última la que menos ganancias, y por ende menos impuestos, genera.
Y aunque el turismo es la mayor fuente de trabajo, un 40% del total, más de la mitad de esos empleos, el 60%, son informales, de acuerdo a cifras oficiales.
Riqueza para una sola Cartagena
Además del atributo histórico y estético del llamado “Corralito de Piedra”, el atractivo de Cartagena es su naturaleza. Rodeada por ciénagas, canales y una esplendorosa bahía, acá confluyen varios complejos de agua que permiten la ágil interacción del interior del país con el mar Caribe.
También hay una luminosidad que hace de cualquier pedazo de piedra una imagen fotogénica. Su lugar estratégico la convirtió en uno de los puertos — comercial, pero también de esclavos — más dinámicos de las Américas.
Al ser un conjunto de penínsulas, la ciudad parece anclada en mar abierto, lo que genera una concurrencia de vientos que refrescan los 30 y 40 grados centígrados. Pero esa geografía que trae cientos de miles de turistas al año también es un desafío.
La mayoría de sus suelos están por debajo del nivel del mar y muchos de ellos son construcciones del hombre, que, artesanal o industrialmente, ha ido poniendo escombros en las orillas para expandir la tierra con la acumulación de sedimentos.
Hoy el 60% de las costas de la ciudad están amenazadas por la erosión, que solo promete aumentar por el cambio climático. Cada vez que llueve, las calles se inundan, el tráfico colapsa, las alcantarillas se desbordan. La infraestructura de Cartagena es quizá la mayor queja de sus habitantes, que tienen una de las tasas de parques por persona más bajas del país y pocos espacios para practicar sus deportes tradicionales: el béisbol y el patinaje de velocidad.
A la zona dedicada para la recreación, el centro amurallado, no pueden entrar en moto, el vehículo más usado, y son escasos, por no decir ninguno, los restaurantes de comida puramente cartagenera que en el mismo se encuentran.
El boom inmobiliario que generó el turismo en los años 90, con altos edificios blancos en zonas aledañas al centro, fue parcialmente impulsado por inversionistas extranjeros y, según expedientes judiciales, por la economía del narcotráfico, interesada en lavar capitales. Decenas de edificios se hicieron sin licencia, lo que generó derrumbes que costaron vidas o construcciones que luego debieron ser demolidas.
Algunos barrios de Cartagena parecen Miami, pero otros presentan tasas de déficit habitacional similares a las del Chocó y la Guajira, los departamentos más pobres del país.
Y a esto se suma una situación educativa crítica: en todos los indicadores, el desempeño educativo de la ciudad es peor que el del promedio nacional. Está al nivel de las regiones con las economías más pobres, pero en una de las economías más ricas.
Un Estado (local) fallido
La Alcaldía de Cartagena es uno de los pocos edificios que está construido sobre la fortificación de pierda. Blanco, con balcones rojos de madera y tejas de barro en el techo, el edificio alberga la oficina del mandatario de la ciudad, desde la cual se puede acceder a una sección reservada de la muralla y ver la bahía, el Centro de Convenciones y, un poco más allá, “la otra Cartagena”.
Entre los expertos consultados hay cierto consenso de que el gobierno de Cartagena es un Estado fallido. La política local está infestada de corrupción e infiltrada por castas familiares y empresariales de otras regiones.
El actual alcalde, William Dau, probablemente sea al final de este año el primer mandatario distrital en terminar su mandato en 12 años. Los ocho alcaldes anteriores fueron destituidos por incompetencia o corrupción. Varios han pasado por la cárcel.
Elegido en nombre de la lucha contra la corrupción, Dau tiene a todos los diputados del Consejo en su contra, muchos de sus funcionarios renunciaron y casi no ha podido ejecutar obras. Su legado, le dijo a BBC Mundo, es el saneamiento de las finanzas públicas: “Acá había un pacto tácito entre los empresarios y los políticos para no atacarse entre ellos. ‘Yo dejo que vos sigas robando y vos no me tocás mis empresas’ (…) Cuando yo llegué a la alcaldía, el 70% del presupuesto se perdía en corrupción, pero ya vamos moralizando la administración pública”.
Pero Dau, con números rojos en las encuestas e investigado por 20 cargos disciplinarios en órganos estatales, estima que su limpieza se quedará corta: “Hay tanto atraso que corregir que no se puede hacer todo en 4 años. Aquí todos los proyectos terminan en elefantes blancos (construcciones sin concluir) porque falta planeación, porque todo lo hicieron chamboneado (improvisado)“.
Para él, la riqueza de Cartagena no se ha traducido en bienestar general porque a los políticos no les interesa: “La idea acá no es pensar en el conjunto de la gente, sino cómo explotar la belleza de la ciudad para fines privados. La gente es vista como un animalito, un insumo en una cadena de producción”. “Eso de que la Cartagena rica abastece a los pobres no es cierto”, dice el alcalde. “Sin los negritos ellos no podrían tener sus hoteles ni sus restaurantes”.
El centro tomado por el turismo sexual
En el censo nacional de 2005 se reportó que unas 15.000 personas vivían en el centro amurallado de Cartagena, más o menos la misma cifra que estima la historiografía de siglos anteriores. Pero en el censo de 2018 solo 2500 personas dijeron vivir de las murallas hacia dentro.
La disminución no solo se debe a que la mayoría de los inmuebles están dedicados al turismo, sino que el centro, por las noches, se convierte, de facto, en una zona de tolerancia de la prostitución y el microtráfico de drogas con el supuesto aval de la policía. “Todos callan por amor al dinero”, dice Berena Suárez, una extrabajadora sexual que hoy administra una casa de ayuda a las víctimas de la trata en el barrio Alcibia.
“Sí, las autoridades ponen unos papelitos en las puertas de los hoteles diciendo que no aceptan el turismo sexual, pero eso es mentira, porque ellos tienen un plan con la Policía, con la Justicia, con todos; ellos se hacen la vista gorda”.
Es imposible saber la magnitud del turismo sexual, que es legal, o de la trata de personas, que es ilegal. Ambos son mundos opacos. Pero con tan solo ver, a las 10 de la noche, la Plaza de los Coches, mejor conocida como la Torre del Reloj, en el corazón del centro, se identifica a una capital mundial de la prostitución.
Ana María González es la actual secretaria del Interior, la funcionaria más mediática de la alcaldía de Dau y una obsesiva activista contra la trata de personas. “El promedio de edad de las niñas (trabajadoras sexuales) es 19 años”, dice.
Con un chaleco rojo de la alcaldía, rodeada de cámaras y delegados y policías, la funcionaria llevó a BBC Mundo a uno de sus usuales recorridos por establecimientos dedicados a la prostitución. Unos, los más exclusivos, están hacia dentro de la muralla; otros, los más populares, hacia afuera.
“Mira el pasador (el candado)”, dice González, señalando la puerta de un cuarto en un prostíbulo de El Amparo, lejos del centro. “Ahí están las intenciones: lo ponen por fuera de la puerta para poder encerrar a las niñas”.
La bogotana, que como el alcalde vivió muchos años en Estados Unidos, señala: “Hay niños y niñas cuya libertad está siendo coartada para que unos extranjeros gocen, y a mí me duele mucho esa situación”.
Berena, la extrabajadora sexual, le da la razón: “Si a un gringo lo cogen con un menor de edad, lo amparan. No sé qué pasa, pero cuando eso pasa (un delito sexual cometido por un extranjero) queda impune”.
“Cultura clandestina”
Cada fin de semana, en cada barrio popular de Cartagena, se montan enormes sistemas de sonido al estilo jamaiquino, pintados de colores, que congregan a decenas de personas en fiestas callejeras. Les llaman “picó”, pueden durar tres días y son un rasgo esencial de la “otra Cartagena”.
En el centro amurallado, estas fiestas no existen. Hay fiestas, claro, pero no propiamente cartageneras. Hubo un tiempo, incluso, en que las autoridades intentaron prohibir la champeta porque, supuestamente, promueve el contacto sexual y hace apología del delito.
Hay cartageneros que crecieron pensando que este género era prohibido por ser “música de negros”. Hoy la champeta es un símbolo internacional de Cartagena. Y la gran mayoría de sus exponentes viene de la ciudad extramuros.
Ariel Valdez, el líder social y productor musical, es uno de los 25 hijos de Justo Valdez, un palenquero considerado cocreador de la champeta y vital exponente de la música caribeña colombiana. Su legado se celebra en bares de Bogotá, en conservatorios de Boston.
Pero, según Ariel, su papá no tiene suficiente dinero “para comer tres veces al día”. Y no frecuenta mucho el centro amurallado. Fue invitado a cientos de eventos de promoción turística durante cuatro décadas. Su música afro, alegre y pionera es, precisamente, lo que vienen a descubrir los turistas.
Pero Justo, así como los demás músicos de Son Palenque, su afamada banda, vive en la pobreza. Ariel encuentra dos razones para esto: “El sistema de educación y económico no permite que los pobres ascendamos, pero también es que en el cartagenero hay un sentimiento de resignación, de que es mejor que te paguen poco a que no te paguen nada”.
La opinión del joven músico de los barrios de las faldas de la Popa es compartida por decenas de pensadores de la ciudad: los sentimientos colectivos más profundos de los cartageneros, siempre vinculados a la lúdica, están en crisis.
Hay dos cosas que históricamente le han dado a la ‘cartagenidad’ un atributo único: las fiestas del 11 de noviembre, que celebran la independencia de Cartagena, anterior a la de Bogotá; y el béisbol, el deporte tradicional en oposición al resto del país, donde se práctica el fútbol y el ciclismo.
Ambas están menoscabadas: las fiestas del 11 de noviembre fueron relegadas por el Concurso Nacional de la Belleza, que se celebra al tiempo; y los equipos cartageneros de béisbol no clasifican a torneos medianamente importantes, mientras que el estadio Once de Noviembre, conocido como “el templo del béisbol colombiano”, está desgastado, urgido de una renovación hace décadas.
Rosita Díaz y Raúl Paniagua son una reconocida pareja de sociólogos de Cartagena. Ambos disimulan con crecés sus más de 70 años. Dedicados a pasar la tarde leyendo en un porche lleno de plantas en el tradicional barrio del Pie de la Popa, al son de pájaros y motocicletas, la pareja explica que en una “ciudad premoderna”, donde sistemas de castas rigen el poder económico y político, ha sido muy difícil que el arraigo africano se sostenga por muy resiliente que sea.
“Yo siempre he dicho que nunca hemos sido libres pero siempre hemos sido dignos”, dice Díaz. “Porque hemos mantenido nuestros bailes, nuestra gastronomía, nuestros cultos religiosos”. “Pero ahora ya no sé si somos dignos”, añade. “Nuestro patrimonio se volvió un disfraz. Nuestra cultura se volvió clandestina”.
*Por Daniel Pardo
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