La mujer marcada: la raptó una tribu, conoció el infierno y vivió para contarlo
En 1851, Olive Oatman vio cómo los apaches masacraban a su familia y la secuestraban; vivió en cautiverio cinco años hasta que fue rescatada
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Olive Ann Oatman era una niña de 13 años cuando fue tomada cautiva por un grupo de indígenas en el desierto de Arizona, en Estados Unidos. Hace 170 años vio cómo los nativos masacraban a su familia frente a sus ojos y la tomaban de rehén junto a su hermana menor para llevarlas a vivir con ellos. Experimentó maltratos y hambre, e incluso fue vendida como mercancía a otra comunidad.
Aunque antes de cumplir 20 años logró ser rescatada, quedó marcada de por vida: los indígenas le habían tatuado en la barbilla marcas indelebles que la acompañarían para siempre.
Una travesía mortal
Olive pertenecía a una numerosa familia de inmigrantes mormones. Su padre era dueño de una tienda en Nueva York, pero estaba decidido a mejorar la calidad de vida de su familia, y quiso trasladarse junto a su esposa y siete hijos a la costa de California. Pero nunca llegaría a su destino.
El plan era peregrinar acompañados, por lo que el 9 de agosto de 1850, la familia abandonó la ciudad Independence, en Misuri, como parte de un grupo de 50 personas que se desplazaban hacia la misma dirección. Pero no pasó mucho tiempo hasta que el peligroso sendero causara conflicto entre los viajantes. A medida que llegaban a nuevos pueblos, parte de los colonos resolvía instalarse en ellos, y en febrero de 1851 los Oatman descubrieron que si querían continuar viaje, debían hacerlo solos.
A pesar del peligro, decidieron seguir y durante seis días se dirigieron a un ritmo lento junto a los caballos, pero al séptimo día todo cambió. Los animales comenzaron a flaquear y ya no querían caminar más. En ese momento, se cruzaron con un viejo conocido y, según recopila el San Francisco Chronicle, el padre de los Oatman decidió enviar junto a él una carta pidiendo asistencia inmediata, dado que advertía que no lograría llegar a su destino. Pero a pesar de que las dificultades eran cada vez mayores, los Oatman no esperaron a que llegara su auxilio y continuaron su odisea.
El camino elegido por los Oatman fue el de la ruta del río Gila, donde el terreno era difícil, el calor, agobiante y la sombra, escasa. La travesía se había convertido en algo tortuoso: desde hacía más de seis meses que ellos caminaban sin parar y las provisiones se iban acabando. Para poder avanzar a través de las colinas, la familia se veía obligada a desarmar sus carruajes y cargar las piezas manualmente. Luego, debían obligar a las vacas y bueyes a llevar el carro vacío, que igual seguía siendo extremadamente pesado.
El 18 de marzo llegaron al río Gila, pero no lograron cruzarlo, dado que los animales solo llegaron hasta una isla de arena que estaba en medio del caudal de agua. La familia debió acampar allí durante dos noches. La mañana del segundo día, luego de un insuficiente desayuno, los Oatman divisaron a un grupo de indígenas avanzando en su dirección.
A pesar de mostrarse nervioso por la situación, el padre confiaba en que todo saldría bien, dado que en varias ocasiones había tenido contacto con nativos y siempre se había podido entender bien.
El encuentro
Según las crónicas de la época los indígenas pertenecían a los yavapai-apache y vestían pieles de lobo. En cuanto llegaron al campamento, el padre de la familia los invitó a tomar asiento y logró mantener una conversación en castellano con ellos.
Los nativos le pidieron tabaco y una pipa y, luego de fumar, pidieron alimentos. El hombre les explicó que venían viajando desde hacía varios días y que no tenían suficiente comida para ellos. “Si les doy a ustedes, les estoy robando a mi familia”, aclaró. Pero los indígenas insistieron. Incómodo y preocupado, les dio algo de comer, pero ellos esperaban más.
Inmediatamente, los apache se reunieron y comenzaron a hablar en una lengua inentendible para los Oatman, quienes aprovecharon para preparar el carruaje y partir. Pero de repente un ruido ensordecedor estalló a su alrededor.
“Los indígenas saltaban por los aires, gritando y venían hacia nosotros blandiendo sus garrotes de guerra, que nos golpeaban”, recordó Lorenzo, el hijo de 15 años que se hizo pasar por muerto y logró sobrevivir a la masacre.
El violento ataque quedó para siempre guardado en la memoria de Olive: “Vi a mi padre luchar, sangrar y gemir de la forma más lamentable. Vi a Lorenzo con la cara contra el suelo y la cabeza llena de sangre, mientras de sus orejas salía sangre. Vi a mi madre, con mi hermano más pequeño abrazado, ambos tiesos, como si la muerte ya los hubiera alcanzado. Luego, vi a Mary Ann, mi hermana menor, cubriéndose la cara con las manos. El resto estaba inmóvil, muriéndose o muertos. Un escalofrío congelado me invadió, mis pensamientos comenzaron a tambalearse y me hundí en la tierra”, aseguró años más tarde.
Al advertir el escenario, Olive pidió que la mataran, pero los nativos tenían otros planes para ella y para su hermana Mary Ann de siete años, y decidieron llevárselas como cautivas.
En el lugar del crimen quedó Lorenzo, que se hizo pasar por muerto y, una vez que los yavapai-apache abandonaron el lugar, caminó varios kilómetros hasta encontrar gente y conseguir ayuda.
Según describió el New York Tribune en 1851, cuando las autoridades llegaron al lugar del campamento, encontraron que el equipaje estaba revuelto y disperso por el terreno y, cerca de una pila de piedras, había dos cuerpos completamente desfigurados. Todos los cuerpos fueron encontrados, excepto los de Olive y Mary Ann.
Maltratos y abusos
Olive y Mary Ann fueron obligadas por seguir a rápida velocidad la marcha de los nativos. Cada vez que las niñas aminoraban el paso o comenzaban a llorar, recibían amenazas. Además, el camino era dificultoso y durante todo el trayecto ambas fueron azotadas y pinchadas con las armas de los nativos.
Al tercer día, el grupo llegó al lugar donde estaba instalada la tribu. Se calcula que las niñas habían caminado más de 400 kilómetros. En cuanto el resto de la comunidad las vio, comenzaron las exclamaciones de júbilo. Las cautivas fueron colocadas sobre una loma y los nativos las rodearon mientras danzaban y gritaban.
A medida que pasaban los meses, Olive y Mary Ann iban perdiendo la esperanza de ser rescatadas. Ambas eran maltratadas y golpeadas a menudo. Estaban encargadas de traer leña, cuidar el fuego, recolectar semillas y realizar otras tareas. El hambre era constante.
Un año después de vivir en una pesadilla continua, en marzo de 1852 ambas fueron vendidas a los mojaves, otra comunidad indígena que vivía a 482 kilómetros de distancia, en un aldea en el río Colorado. Las niñas fueron llevadas a pie hasta el lugar, y nuevamente, el camino las agotó, dado que era a un ritmo de trote, con pocas horas de descanso y poca comida.
El tatuaje
A diferencia de la anterior comunidad, los mojaves vivían sobre un valle fértil y esta comunidad trataba a las hermanas con mayor amabilidad. Al poco tiempo de arribo al campamento, ambas fueron tatuadas en la cara, al igual que el resto de las mujeres del grupo.
“Nos arrancaron la piel en filas pequeñas y regulares de la barbilla con un palo muy afilado hasta que empezamos a sangrar abundantemente. Luego echaron los mismos palos en el jugo de cierta hierba que crecía en las orillas del río, y después en el polvo de una piedra azul que se encontraba en el lecho de un arroyo. Este polvo fue pinchado en las partes de la cara que estaban laceradas”, recordó Olive más tarde.
A pesar de tener un estilo de vida más confortable, tanto Olive como Mary Ann comenzaron a debilitarse, por la falta de comida. La escasez de lluvias llevó a que el cultivo de cereales de los mojaves fuera realmente pobre y durante ese año, las hermanas Oatman sobrevivieron comiendo semillas de mezquite.
La hambruna y la falta de nutrientes debilitaron cada vez más a Mary Ann. “Olive, voy a morir pronto. Vos vivirás y podrás escapar. Pronto estaré con mamá y papá, que están descansando”, le dijo su hermana menor a modo de profecía.
El día en que murió, Mary Ann le pidió a su hermana mayor que la abrazara y le cantara himnos religiosos, hasta que, de a poco, fue quedándose dormida para no despertar más.
Atraídos por el canto, los indígenas que estaban presentes se unieron alrededor de las hermanas, visiblemente sorprendidos. Incluso, la esposa del jefe del grupo y su hija se acercaron y mostraron su pesar.
El rescate
Lorenzo Oatman, quien había sido dado por muerto durante la masacre de su familia, fue rescatado y comenzó un frenético esfuerzo por rastrear el paradero de sus hermanas.
Sin conseguir avances, pensó en suicidarse, pero finalmente tuvo éxito el 22 de febrero de 1856, cuando el Comandante de Fort Yuma envió a un emisario para rastrear a Olive Oatman hasta la aldea de los mojave.
El enviado llegó al campamento de los nativos con órdenes oficiales de que Olive fuera liberada. Si no aceptaban, el ejército los atacaría y echaría de sus tierras. Consternados, los nativos encerraron a Olive en una carpa y se reunieron tres días en un consejo, para decidir su plan de acción.
Finalmente, Olive fue liberada y logró reencontrarse con su hermano, a quien consideraba muerto durante la masacre que había abatido a su familia.
La vida tras el rescate
Según detalla el Museo de Historia de las Mujeres de Estados Unidos, Olive se había asimilado tan bien a la cultura mojave durante los cuatro años que vivió entre ellos que casi se había olvidado del inglés. Incluso, los expertos aseguraban que la joven llegó a ser “razonablemente feliz” durante ese cautiverio.
Al poco tiempo, Olive decidió compartir su historia con un clérigo de California, el reverendo Royal B. Stratton, quien relató su experiencia en un libro de 1857 llamado Life Among the Indians: Captivity of the Oatman Girls (”La vida entre los indios: el cautiverio de las chicas Oatman”).
En 1858, los Oatman se mudaron a Nueva York, con Stratton y Olive participó del circuito de conferencias para promover el libro. Según la Universidad de Ohio, esas apariciones fueron de las pocas ocasiones en las que apareció en público sin usar un velo que cubriera su rostro tatuado.
A pesar de existir numerosos rumores, Olive negó rotundamente estar casada con un indígena y haber sido violada o maltratada sexualmente por las comunidades nativas. Aunque al principio se sugería que ella llegó a ser feliz junto a los mojave, con el paso del tiempo dejó de ser positiva sobre la experiencia, por lo que se cree que pudo haber sufrido síndrome de Estocolmo durante su cautiverio.
Olive dedicó su vida a realizar charlas en las que narraba su desgarradora historia, hablaba sobre su cautiverio y las costumbres de los nativos. Según aseguraban, siempre tenía un frasco de avellanas consigo, un alimento básico de los mojave.
En 1865 se casó y vivió en Texas hasta que murió de un infarto en 1903, a los 65 años. Dos pueblos, una llanura, una montaña y una estación de tren fueron bautizados en su honor.
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