La muerte del jefe del grupo Wagner revela que Putin tiene más control del poder que nunca
La rebelión armada de Prigozhin había sido un desafío directo al Kremlin
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WASHINGTON.- El epitafio más adecuado para Yevgeny Prigozhin, fundador de la organización paramilitar Wagner, es la frase que lanza el pistolero Omar Little en la serie The Wire: “Si apuntás contra el rey, mejor no errar el tiro”. Todavía hay mucho que no sabemos, y tal vez nunca sepamos, pero esa “perlita” de sabiduría pareció confirmarse el miércoles con la aparente muerte de Prigozhin, cuando el avión privado que los transportaba supuestamente se estrelló al norte de Moscú.
Prigozhin le apunto “al rey” del Kremlin, Vladimir Putin, exactamente dos meses antes de su muerte. A fines de junio Prigozhin aseguró que sus mercenarios marchaban hacia Moscú con el único objetivo de deponer al ministro de Defensa ruso, general Valery Gerasimov, y al jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, a quienes acusó, con insultos e improperios de todo tipo, del desmanejo de la guerra en Ucrania y de brindar poco apoyo a los combatientes Wagner. Pero la rebelión armada en Rusia fue un claro desafío al mismísimo Putin, que pareció sorprendentemente vulnerable cuando no logró sofocar por la fuerza el amotinamiento de los Wagner tras haber denunciado como traidores a los líderes del grupo paramilitar.
Cuando las tropas del Wagner estaban a apenas 100 kilómetros de Moscú y los soldados rusos casi no movieron un dedo para frenarlos en defensa de su régimen, Putin se vio forzado a aceptar un humillante acuerdo negociado por su compinche presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, que habilitó un salvoconducto y permitió que Prigozhin y sus secuaces escaparan aparentemente sin castigo.
La imagen de debilidad de Putin se acentuó el mes pasado, cuando Prigozhin apareció de nuevo en Rusia tras una breve estadía en Bielorrusia. La furia de Prigozhin parecía intacta a pesar de su fallida intentona. El líder mercenario había aparecido en lunes en un video del grupo Wagner desde una locación en alguna parte de África, donde se jactaba de seguir “engrandeciendo el nombre de Rusia en todos los continentes”.
Pero el miércoles el avión privado que trasladaba a Prigozhin desde Moscú a San Petersburgo al parecer se estrelló y murieron todos los pasajeros a bordo. Desde los canales de la red de mensajería Telegram conectados con el Grupo Wagner aseguraron que el avión había sido derribado por la defensa aérea rusa, y varios testigos informaron haber escuchado dos disparos instantes antes de la caída de la aeronave. Probablemente no sea una coincidencia que Prigozhin haya encontrado su fin el mismo día que el Kremlin anunció el relevamiento del general Sergei Surovikin, cercano al líder mercenario, como comandante de las Fuerza Aérea rusa.
Como acertadamente dijo el mes pasado el director de la CIA, William J. Burns, “Putin es el apóstol definitivo de la venganza.”
Lo que sorprende del aparente fallecimiento de Prigozhin es que no entraña las ambigüedades que suelen rodear la remoción de los que se enfrentan a Putin. Los analistas suelen hablar sarcásticamente de ese “Síndrome Ruso de Muerte Súbita” que tantas veces ha empujado a funcionarios y empresarios rusos a cometer “suicidio” o simplemente morirse sin causas explicables, una tendencia que se ha acentuado desde la invasión de Rusia a Ucrania.
Pero en lo referido a Prigozhin, no parece haber demasiadas dudas: casi con certeza fue ejecutado, tal como si lo hubiera fusilado un escuadrón en la Plaza Roja. Así se aferran al poder los que gobiernan un régimen gansteril.
Nadie que tenga una pizca de decencia derramará una lágrima por Prigozhin: era un ladronzuelo devenido en criminal de guerra, cuyos mercenarios cometieron atrocidades no solo en Ucrania, sino en Medio Oriente y en África.
Pero la muerte del “cocinero de Putin” —así apodado porque antes manejaba el servicio de catering del Kremlin— es una pésima noticia por lo que significa, a saber, que Putin conserva el control total del poder. Inmediatamente después del motín de los Wagner, escribí que “Putin tal vez emergería como la cabeza de una dictadura aún más cruenta” o que “sus muestras de debilidad tal vez envalentonarían a otros aspirantes al trono, porque su aura de control se había desvanecido”. En ese momento no sabíamos qué impacto tendría la rebelión armada en la política de Rusia. Ahora lo sabemos: Putin parece más fortalecido que nunca, y a pesar de su chapucera y malhadada invasión a Ucrania.
Para la política interna de Rusia parece no importar que en Ucrania el país haya perdido más de 120.000 soldados y que al menos 170.000 hayan resultado heridos, y todo sin que Putin haya logrado cumplir su objetivo de aniquilar la independencia ucraniana. Porque si bien los rusos no están ni remotamente entusiasmado con la guerra —para reforzar el frente de batalla, el Kremlin depende de mercenario o convictos reclutados en las cárceles— en su mayoría, el pueblo ruso sigue siendo fatalista y condescendiente. No han surgido desafíos y ni contendientes, ni siquiera dentro del círculo interno de Putin.
Eso significa que Putin puede seguir con su vil guerra de agresión tanto como se lo permita su provisión de municiones, y no hay dudas de que lo hará, a la espera de que el expresidente Donald Trump u otro republicano crítico de la guerra en Ucrania llegue a la Casa Blanca y a Kiev se le corte el chorro.
La forma más segura de poner fin a este conflicto armado sigue siendo el éxito militar de Ucrania, y la actual contraofensiva ucraniana, a pesar de las apresuradas evaluaciones de su supuesto fracaso que hacen algunos en Occidente, sigue avanzando centímetro a centímetro en el sur de Ucrania. Occidente debería dejar de ilusionarse con que Putin abandone el poder o tenga planes de negociar la paz en lo inmediato. El único camino hacia la paz está en el campo de batalla, y lo que mejor que podría hacer Occidente es redoblar su apoyo a las fuerzas armadas ucranianas para mejorar sus chances de éxito.
Por Max Boot
Traducción de Jaime Arrambide
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