La muerte de Isabel II: La reina siempre supo exactamente lo que tenía que hacer, ella fue la mejor de todos
Un columnista de la realeza británica destacó el enorme legado de Isabel II
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LONDRES.- A nosotros los británicos nos gusta creer que las virtudes del deber, la decencia, el buen humor y la tolerancia son parte de nuestro ADN. Por supuesto que no siempre es el caso y que probablemente haya en eso una buena cuota de autoengaño, pero es una parte fundamental de nuestro mito autodefinido como nación.
Sin embargo, esa definición era genuinamente aplicable a una de nosotros, y durante 70 años hemos sabido que debido a esas virtudes siempre podríamos sentirnos orgullosos de ella, fuese donde fuese, y en consecuencia enorgullecernos también de nuestro país. Su vida entera fue un excelente ejemplo a seguir para millones de británicos, el Commonwealth y el resto del mundo.
La certeza absoluta de que, más allá de lo que dijera o hiciera el resto de su familia, su majestad la reina nunca nos haría quedar mal en escenario mundial, sino que cumpliría con sus deberes con un máximo de profesionalismo y una calma imperturbable, la convirtieron en un poder blando comparable a un portaviones en lo que se refiere a las relaciones internacionales.
Por mucho que nos decepcionaran el resto de nuestras instituciones, siempre supimos que la reina nunca daría un paso en falso ni diría una sola palabra que nos hiciera temblar.
Bajo los reflectores del mundo durante siete décadas, en reuniones individuales con cientos de miles de personas e incontables millones más en eventos públicos, en viajes a más de cien países, tendiendo que lidiar con delicados incidentes diplomáticos que hoy son historia pero en ese momento podría haber terminado en guerra, y asesorando a 15 primeros ministros, desde Winston Churchill hasta Liz Truss, la reina Isabel II siempre supo exactamente lo que tenía que hacer.
Parece casi sobrehumano, y fue sin duda el summum del profesionalismo. Ojalá en la vida pública muchos de nuestros líderes tuvieran una fracción de su gracia, de su seriedad y, sobre todo, de su sentido común.
La reina tenía una extraña habilidad para resumir en una frase lo que el resto de nosotros pensamos, pero rara vez lo expresaba con palabras, o al menos rara vez tenía la oportunidad de decírselo a la persona adecuada en el momento adecuado.
“¿Por qué nadie lo vio venir?”, le preguntó a Mervyn King, presidente del Banco de Inglaterra, sobre la crisis financiera de 2008.
“¿Por qué alguien podría querer la tarea que le espera?”, le preguntó a Boris Johnson cuándo se convirtió en primer ministro, durante la vorágine del Brexit.
Y además tenía un sexto sentido para saber lo que su pueblo estaba sintiendo. Durante la crisis de 2008, cuando los británicos la estaban pasando muy mal económicamente, canceló su fiesta de cumpleaños en el Ritz. Y por supuesto tiene el don de elegir la frase apropiada para cada ocasión. “El dolor es el precio que pagamos por el amor”, dijo después de los atentados del 11 de Septiembre de 2001, resumiendo en pocas palabras el sentimiento exacto que recorría Occidente.
Todo el mundo habría entendido perfectamente que su majestad hubiera decidido nombrar a Liz Truss como primera ministra mediante una llamada de Zoom.
Sus problemas de salud ya la habían obligado a cancelar su asistencia los torneos Braemar Highland Games, y un encuentro personal no era estrictamente necesario desde el punto de vista constitucional.
Como sabemos ahora y quizá tal vez ella misma sospechó, le quedaban solo dos días de vida. Pero si alguien pensó que antepondría su comodidad personal a lo que consideraba su deber es porque no tenía la menor noción del carácter de la reina, la última de la Gran Generación.
En 1981, cuando le dispararon seis veces mientras pasaba revista a las tropas durante el desfile Trooping of the Colour, ella no sabía que el agresor estaba disparando balas de fogueo, pero así y todo siguió con su recorrido. Es el tipo de valentía que siempre dimos por sentado en ella.
Siete décadas de reinado
En los 70 años de su reinado Gran Bretaña atravesó varios momentos extremadamente difíciles y se fue transformando hasta lo inimaginable. La Crisis de Suez, solo cuatro años después del ascenso al trono de Isabel, nos obligó a aceptar la pérdida del imperio más grande de la historia del mundo en el transcurso en apenas una década, pero nunca respondimos a la humillación imperial como lo hizo Francia con Argelia, por no hablar de lo que está haciendo Putin en Ucrania.
Durante la década de 1970 Gran Bretaña estuvo a punto de deslizarse a la categoría de potencia de tercer rango, y la cirugía mayor que Margaret Thatcher aplicó para revertir ese tendencia en la década de 1980 produjo huelgas y violentos disturbios, pero no algo peor.
Por otra parte y por suerte, el problema del odio racial ha quedado mayormente atrás para los británicos, aunque nunca deberíamos olvidar que en ocasiones provocó disturbios civiles. Finalmente, la negativa de gran parte del establishment británico a aceptar el resultado del referéndum del Brexit envenenó a la política británica durante media década. De 1952 a esta parte, la historia británica no ha sido un camino de rosas.
Sin embargo, la convicción y la tranquilidad de que en la cúspide de nuestro sistema político, de nuestra estructura constitucional, de nuestras fuerzas armadas, de nuestro Commonwealth, de nuestro sistema legal y de nuestra iglesia nacional se encontraba una dama de moral intachable, que además limitaba su participación política a aconsejar, alentar y advertir, pero que jamás intervenía en la política partidista, ha ejercido una invaluable influencia positiva en nuestra vida pública. Liz Truss no exageraba cuando dijo perspicazmente que la reina era “la roca sobre la que se construyó la Gran Bretaña moderna”.
Una monarquía milenaria es un libro de muchos capítulos. Acaba de cerrarse un capítulo inusualmente largo y glorioso, y ahora se inicia uno nuevo. Si la sociedad británica hoy parece un poco desconcertada, entristecida, por supuesto, pero también escéptica, es porque la reina dejó la vara extremadamente alta para el flamante rey Carlos III.
Sin embargo, Carlos ha esperado para ocupar ese rol durante 70 de sus 73 años de vida, y por lo tanto está inmejorablemente preparado para hacerlo. Que un papel como ese deba asumirse durante un período de duelo resulta sumamente pertinente desde el punto de vista espiritual.
Los políticos llegan al poder con la sensación de haberse ganado la lotería; los monarcas acceden al trono afligidos por la muerte de su progenitor. La sucesión en un momento de duelo y sombría introspección, más que de triunfo exultante, es parte de la maravilla de una monarquía constitucional.
Los británicos, como nación, hicimos que la reina hiciera cosas que jamás consideraríamos hacer nosotros mismos. Esperábamos que hiciera su trabajo hasta los 96 años, cuando los demás nos jubilamos a los 65, y que lo siguiera haciendo hasta dos días antes de su muerte.
Esperábamos que invitara a dictadores sanguinarios a quedarse en su casa, porque así lo exigían los intereses de la política exterior británica. Esperábamos que a los 86 años, durante el jubileo de diamante, se parara sobre un bote en el Támesis bajo la lluvia helada, saludando hora tras hora.
Esperábamos que estrechara la mano del excombatiente del IRA que había dado luz verde al asesinato del tío de su marido. Esperábamos que sonriera, que encantara, que estrechara la mano amablemente, sin importar lo que pudiera estar sintiendo en privado por los dramas demasiado públicos de su familia.
Hizo todo eso y en 70 años nunca se quejó. Fue la mejor de nosotros.
Por Andrew Roberts
The Wall Street Journal
El autor es columnista sobre realeza de NBC News y publicó varios libros sobre el tema
(Traducción de Jaime Arrambide)
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