La Iglesia necesita una renovación inmediata de sus bases
NUEVA YORK.- El hombre que la semana pasada fue transformado de Jorge Bergoglio al papa Francisco enfrenta una larga lista de desafíos, cada uno más titánico que el anterior. Está la necesidad de una inmediata reforma de la burocracia vaticana, el desafío aun mayor de echar luz sobre la crisis de abusos sexuales en la Iglesia, y la tarea de hacer que el cristianismo católico sea vital y atractivo en culturas en las que es considerado anacrónico e irrelevante.
Pero, en un sentido, todos estos desafíos tienen una misma solución, o por lo menos ese lugar necesario para que aparezcan las soluciones. El pontificado de Francisco será un éxito si empieza por restaurar la credibilidad moral de la jerarquía y el clero de la Iglesia, y será un fracaso si no lo logra.
Los católicos creen que su Iglesia está diseñada para sobrevivir a las falencias de sus líderes. La misa es la misa, aunque el sacerdote sea un pecador. Los obispos no necesitan ser santos para seguir preservando las enseñanzas de la fe. La letanía de los santos incluye a incontables figuras que durante sus vidas sufrieron las injusticias de sus superiores eclesiásticos.
Pero una cosa es que los católicos de una cultura católica, poseedores de premisas e ideales morales compartidos, acepten un cierto grado de "Haz lo que digo y no lo que hago" de boca de sus pastores y predicadores, y otra muy distinta es pedirle a una cultura que no acepta esos ideales que respete una institución cuyos líderes no parecen capaces de vivir según las virtudes que les exigen a los otros.
En esa cultura, los abusos infantiles cometidos por sacerdotes y la corrupción vaticana no son sólo una evidencia de que todos los hombres son pecadores, sino que son considerados una confirmación de que la Iglesia no tiene autoridad para juzgar lo que es pecado y lo que no lo es, que lo que predica es fácil de torcer y difícil de cumplir, y que el modo en que el mundo lidia con el sexo, el dinero y la ambición es la única manera sana de hacerlo.
Esa mundanidad no debe ser confundida con ateísmo. Aún vivimos en una época creyente. Desde los sermones del teleevangelista Joel Osteen hasta las epifanías de Comer, Rezar, Amar , nuestros oráculos espirituales siguen instándonos a aspirar a lo sobrenatural, lo espiritual, lo divino, y simplemente desechan la idea de que la divinidad pueda querer para nosotros algo más que lo que ya queremos para nosotros mismos.
La religión sin renuncias tiene atractivos obvios. Pero sus consecuencias culturales no son tan manifiestamente positivas. En ausencia del ideal de castidad, es menos probable que la gente forme familia. En ausencia del ideal de solidaridad, cada vez más gente muere sola. El paisaje social que damos por sentado habría sido considerado por las generaciones precedentes como una distopía: sexo y la reproducción se han mercantilizado salvajemente, las libertades de las que goza el adulto van en detrimento de los intereses de los niños y cada vez son menos los niños que nacen.
Así que nuestra sociedad liberada tiene sus sombras, momentos en que los regañones, los moralistas y hasta los papas parecen tener su cuota de razón. Eso ayuda a entender, por ejemplo, la respuesta defensiva y contradictoria que recibe la Iglesia Católica ante su insistente negativa a simplemente bendecir cada nuevo avance y celebrarlo como un progreso.
Ejemplo
Si el catolicismo tiene un futuro en el mundo Occidental como algo más que una pátina, un "otro" o un símbolo del "pasado de ignorancia que afortunadamente quedó atrás", necesita que sus líderes den un ejemplo que pruebe que esas voces están equivocadas.
Antes que cualquier otra cosa, se necesita una generación de sacerdotes y de obispos que cumpla con estándares más altos: más altos que los de sus predecesores inmediatos y más altos que los del resto del mundo.
También necesita del nuevo papa mucho más que un nombre evocativo y una actitud humilde. El catolicismo necesita de alguien como Pío V, el pontífice del siglo XVI ante cuya tumba rezó el papa Francisco el día de su elección: un disciplinador que limpió la casa y con ello colaboró a profundizar la contrarreforma.
El Vaticano necesita una purga de su cúpula, para permitir una verdadera renovación de las bases. Y la Iglesia en su conjunto tiene que poder ofrecer y encarnar la evidencia -tanto en Roma como en cada parroquia y en cada lugar- de que la alternativa que el catolicismo predica realmente puede ser vivida.
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