La historia de Manuel Rocha pide a gritos un libro al estilo Le Carré
Si alguien me hubiera preguntado por el embajador Manuel Rocha antes de la historia formidable que acaba de estallar, diría que fue con Frank Ortiz, como jefe de la misión diplomática de Estados Unidos en Buenos Aires, uno de los dos altos diplomáticos que parecían encarnar con más convicción ideas de derecha.
Ortiz ocupó el Palacio Bosch en años del presidente Alfonsín y no ocultaba su malestar por las deferencias de la cancillería argentina, en manos de Dante Caputo, con el régimen sandinista de Nicaragua. Alguno de los lugartenientes de Ortiz en la consejería política de la embajada me hizo saber una vez, mientras cambiábamos de lado en un partido de tenis reñido, el malestar de la embajada con LA NACION por no ser suficientemente crítica de la política exterior argentina en relación con los sucesos de América Central en los ochenta.
Rocha era sumamente activo. Lo conocí en la comida que ofreció una noche, a poco de llegar, a unos seis o siete periodistas en la casona de Belgrano R que los norteamericanos habilitaban a finales del siglo XX para el ministro o segundo funcionario en jerarquía de la embajada. Rocha sabía cómo activar una conversación amena, y al mismo tiempo, sobre temas de importancia entre sus contertulios. Había en él algo que trasuntaba ser un hombre de pocas pulgas, pero no las mostraba por entero. Al pasar revista a lo sucedido en esa comida, recordé la presencia de un exjefe montonero, que estaba presente en condición de periodista. De haberse realizado esta noche aquel ágape de hace unos 25 años, tampoco ese detalle me habría llamado en demasía la atención.
No recuerdo nada más en particular de la velada en Belgrano R. Ha de haberse difuminado entre las generalidades propias de las comidas de más de dos personas, salvo por alguno de esos destellos narcisistas con los que tal o cual colega se disponen a probar, en el momento menos apropiado de la tertulia, que disponen de un cúmulo de informaciones sobre la actualidad política o económica que ha sido retaceado a quienes escuchan impacientes en la mesa. La experiencia en los negocios, en los asuntos de Estado, en el periodismo…y, por cierto, en el amor, ha demostrado hasta el cansancio que las cosas de importancia se pronuncian tête à tête.
No hay como una reunión de solo dos personas para que se hable de asuntos en verdad importantes y con el tono suficientemente atractivo, de modo que lo importante se traduzca en algo que acucie por la singularidad el interés del interlocutor. Después de haber dejado el servicio exterior, Manuel Rocha visitó más de una vez la Argentina.
El escándalo que lo tiene en estas horas por protagonista me encuentra leyendo el libro de la correspondencia personal de John Le Carré, o John le Carré, como firmaba sus célebres novelas de espionaje. Sabía bastante del asunto por haber sido él mismo un agente del célebre MI6 de la inteligencia británica y por sus desencuentros y reconciliaciones inacabables con Graham Greene, otro escritor famoso, también espía en su tiempo, y autor nada menos que de Nuestro hombre en La Habana, de nombre tan apropiado para esta historia que narramos.
Le Carré murió sin declinar, como buen súbdito de la corona británica, un ápice de su odio a Kim Philby, el gran espía del grupo surgido en los años treinta de Cambridge. Tuvo la oportunidad de encontrarse con Philby en un viaje a Moscú, pocos años antes de que este muriera, y no tuvo estómago para hacerlo. Lo consideraba un traidor irredimible de su patria. ¿Qué habría pensado y sentido Le Carré respecto de Rocha? Los agentes del FBI encargados de su seguimiento, y final detención, dicen disponer de elementos de juicio probatorios de que trabajaba para la inteligencia cubana desde 1981.
Extraordinario. Un trabajo, de haber sido así, de más de 40 años al servicio del régimen comunista de Cuba –”La Isla”, como decía Rocha en sus informes cifrados–, y de combate solapado, según la acusación formal hoy conocida, contra “El enemigo”, como le imputan haber denominado a su país de adopción en conversaciones con agentes encubiertos del FBI.
Rocha se desenvolvió con absoluta comodidad en sus años de diplomático en Buenos Aires. Era nacido en Colombia y hablaba, por lo tanto, el español mejor que nosotros. Lo avala así el asiento cuasi permanente que en los organismos internacionales se acredita a Colombia, en representación de nuestro idioma, en las comisiones de traducción de documentos oficiales. En uno de sus viajes a Buenos Aires, Rocha me dijo que se había incorporado a un gran estudio jurídico en Miami. En ese estudio se había articulado la denuncia por fallas en el sistema de computación electrónica de votos en la Florida, cuando Al Gore, por los demócratas, y George Bush (h), por los republicanos, se disputaban en noviembre de 2000 la presidencia de Estados Unidos.
La Corte Suprema falló en favor de Bush al declarar, por cinco votos contra cuatro, que había ganado por la asombrosa diferencia de 537 sufragios. Gore aceptó la decisión con las calidades de un caballero de otro tiempo, y el estudio en que había entrado Rocha vio acrecentado, como es fácil de entender, su prestigio en términos internacionales. Rocha se manifestaba abiertamente republicano, lo cual multiplicaba las razones de su alegría.
Una mañana, sonó mi celular y vi el nombre de Rocha en la pantalla. “¿Hombre, cómo estás?”. “Bien, bien –contesté– ¿Qué haces por aquí?”.
“Vine a resolver algunas cosas”, dijo. “¿Cuándo tienes un hueco para almorzar?” “Lamentablemente, no tengo. Me voy mañana por la mañana”. “Comamos entonces esta noche”, insistí. “No puedo: tengo un compromiso”. Se hizo un silencio y, a renglón seguido, Rocha me pidió una hora. En una hora, dijo, me respondería. Al volver a llamar, todo lo que dijo fue: “Está todo arreglado. ¿Adónde vamos?”.
Como me imaginé que debía alojarse en uno de los hoteles de primer nivel de la avenida Alvear, le propuse comer en Marcelo, en Callao, casi Quintana. “Tú lo debes conocer”, advertí; está en la planta baja del hotel de Luz y Fuerza. Habíamos convenido de tal manera el encuentro de la noche, cuando Rocha volvió a llamar una vez más. Era para decirme que iría sin corbata a la comida. “Bueno, ven como quieras”. Me pareció extraño, pero era su elección.
Estábamos en Marcelo, acometiendo las buenas pastas de siempre, rodeados de gentes que aparentaban saber adónde habían ido a comer, cuando Rocha confesó: “Te dije que vendría sin corbata porque me dijiste que era un hotel sindical”. “Sí, contesté, es de la Federación de Luz y Fuerza, como te había anticipado, pero creí que sabías, por conocerla, que en la Argentina los sindicatos suelen ser más prósperos que las empresas”.
Reímos de buena gana, y la charla continuó sobre lo que pasaba en el mundo, en Washington y en la Argentina de los Kirchner. ¿Qué habrá procesado Rocha, me pregunto ahora con no poca curiosidad, de lo que pude haber dicho esa noche sobre un régimen que ha sido tan atento con los Castro y los Castro tan atentos con los Kirchner?
“Mira –me dijo Andrés Oppenheimer, hoy temprano, desde Miami–, si Rocha ha sido un espía, ha sido el mejor de los espías, porque jamás pude haber pensado ni remotamente que lo fuera. Ha de haber sido un lobbysta no debidamente inscripto”. Coincidí con tal apreciación. “Pero en un par de horas sabremos todo”, agregó Andrés, distanciado de él por el excesivo trumpismo que manifestaba de un tiempo a esta parte.
Cuando “todo” lo supimos, le escribí al viejo amigo un mensaje por WhatsApp:
–Apúrate Andrés a escribir el libro que este personaje y su historia piden a gritos.
–Ja, ja.
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