Alfredo García y Luis Costa estuvieron presos en “La Torre” de Villa Grimaldi, uno de los mayores centros de detención y tortura del gobierno militar de Augusto Pinochet
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Hasta el 21 de enero de 1975, Alfredo García y Luis Costa no se conocían, pero tenían mucho en común. Ambos acababan de convertirse en padres y eran de Valparaíso, Chile. Eran también militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) y ese día pasarían a ser compañeros en una celda en la que apenas entrarían sus cuerpos.
Estaban presos en “La Torre” de Villa Grimaldi, uno de los mayores centros de detención y tortura del gobierno militar de Augusto Pinochet. Luis sobrevivió, pero de Alfredo no se supo más. Hasta el día de hoy.
Sin embargo, sus destinos quedaron unidos, y medio siglo después sus hijos, Paulina Costa y Alfredo García, convirtieron su historia en una película, que nació como una ficción y terminó siendo un documental. La llamaron Punto de encuentro.
Todo empezó con un juego de dominó hecho de papeles que Luis y Alfredo improvisaron para distraerse mientras estaban presos, y que por milagro Luis pudo sacar de la prisión escondido en sus pies.
En el largometraje, son dos actores los que juegan dominó dentro de la celda. Pero la recreación solo es una excusa para que los sobrevivientes hagan el ejercicio de poner la historia en orden. Así, ocurren encuentros nuevos e increíbles, como el de Silvia Vera, que se desarma al ver al actor que va a encarnar a su pareja desaparecida. Y lo abraza como si fuera el hombre que perdió décadas atrás.
Como ella, los otros personajes reales ofrecen sus heridas para entender mejor lo que sucedió. Y el resultado no solo los sacude a ellos, sino también a sus nietos y a los actores que pasan a ser parte de esta historia tanto como ellos.
Punto de encuentro muestra el proceso de una gran familia que se cuenta su propia historia, pero también la de un país. Lo que sigue es un extracto de una conversación que BBC Mundo tuvo con tres de los muchos protagonistas de esta historia: Alfredo García, Paulina Costa y el director, Roberto Baeza.
—¿Cuál es el punto de partida para el proyecto?
—Alfredo: La película parte de una necesidad, desde siempre, desde que empezamos a estudiar un poco la historia mía y de Paulina. Y en una noche de invierno, después de varias charlas, llamo a Paulina y le digo, amiga, hermanita, tenemos que juntarnos para poder hacer esta película.
—Paulina Costa: Nuestros padres habían compartido una celda en la Villa Grimaldi. Lamentablemente, Alfredo desapareció y felizmente Lucho sobrevivió. Fue de alguna manera eso lo que cruzó nuestras historias de vida.
Y con el tiempo ambos nos dedicamos al cine y compartimos, además del oficio, la pulsión, la necesidad, las ganas de hacer algo sobre esta historia que compartíamos y que nos había marcado hasta hoy.
Al comienzo, las elucubraciones giraban en torno a hacer una película de ficción, pero al corto andar nos fuimos dando cuenta de que lo más importante iba a pasar detrás de las cámaras, y que sin duda iban a estar involucradas nuestra familias.
Por lo tanto, el ámbito de realidad que se iba a despertar desde este proceso de creación iba a ser lo más desafiante y la película tenía que volcar las cámaras hacia atrás, dar vuelta la mirada y hacernos parte de un proceso que podía tener éxito o no. Era un intento por usar el cine para reconstruir la memoria. Finalmente, eso es lo que termina siendo.
—Y Roberto, a ti Paulina y Alfredo te entregan la antorcha de lo que ellos no podían hacer, de alguna manera, ya que el rol de dirección te llega al final del proceso. ¿Cómo es crear una narrativa de algo tan cercano?
—Roberto Baeza: En el momento de estar haciéndolo fue súper difícil. Sentir la responsabilidad, el peso y ver también que era mi familia la que estaba ahí. Son personas que quiero mucho y respeto. Pero también fue muy hermoso. En el fondo, a pesar de todo el dolor que significa sacar esto a la luz, es absolutamente necesario pasar por aquí.
Al ver la película proyectada y hablar con la gente, uno se da cuenta que es un tema que escondemos mucho “las víctimas”. No es solamente algo que el otro sector político niega, sino que nosotros, por el mismo dolor que produce y la vergüenza, tratamos de no hablar. Son técnicas represivas cuya finalidad es atravesar generaciones, que el impacto sea tan brutal que tú necesites 50 años para poder empezar a sanar de alguna manera.
—¿Qué motiva a sus padres, los sobrevivientes, Lucho y Silvia, a prestarse para hacer la película? ¿Cómo manejaron los límites con ellos?
—Alfredo García: Con Silvia la historia siempre ha sido de amor. Ese traspaso de la historia hacia mí siempre ha sido sin ningún miedo, sin ningún límite, brutalmente abierto en el fondo.
En mi vida siempre fue común tener una cama de dos plazas porque íbamos a recibir exiliados, o escuchar cosas como “quizás me van a matar, así que me voy a ir a Argentina un rato y vuelvo”. O “El Viejito Pascuero (Santa Claus) no existe, pero no le cuentes a tu amigos”, que me decía el Pepe Carrasco, que fue mi otro papá (el periodista José Carrasco fue asesinado la madrugada del 8 de septiembre de 1986 por la policía secreta de Augusto Pinochet).
Paulina: Lucho tiene una vocación por construir la historia de los que no están, y en algunos casos eso le ha dificultado observar sus propias consecuencias.
Pese a su trayectoria en fotografía, periodismo y artes audiovisuales, nunca fue capaz de hacer algo con su propia historia. Y está esa pregunta eterna de por qué ellos y no yo. Yo le digo síndrome de supervivencia. Para él, el caso más emblemático es el de Alfredo.
Se conocieron dentro de la Villa Grimaldi y pese a que mi padre estaba en una posición muy defensiva, de tratar de no vincularse con nadie porque la delatación era algo que lo complicaba muchísimo, algo pasó con Alfredo que hizo que se generara un apego a tal nivel que fueron violando la seguridad de la propia villa para permanecer juntos en los distintos espacios de celdas.
Ambos habían sido padres por primera vez. Nosotros estábamos pequeños, Alfredo minúsculo, de 18 días. Ambos habían permanecido en el trabajo político pese a la represión y llegaban a esta misma celda. Era como una confluencia casi mística. Entonces aunque le dolía, él todo el tiempo estaba empujando y diciendo “sigamos, no importa, se puede, ustedes pueden”.
—¿Y Alfredo, sobre tu padre, qué cara le agregó que no le conocías?
—Alfredo: Descubrí cosas de Alfredo que no sabía. Un poco más del revolucionario. Por ejemplo, que iba a fiestas con los marinos para sacar información. Yo pensé que él hacía otro tipo de cosas. Me enteré también de historias donde andaba con armas o escondiendo cosas.
Y fui reconstruyendo también toda su historia con Valparaíso, con el lugar donde yo nací, y al que volví después. En ese sentido me sirvió para construir un poco la historia y contársela a mis hijas.
Y le agregó el sentirse también parte de un lugar. Mi padre es un detenido desaparecido y la película le da un lugar al que uno puede ir a situarlo. Construye ese espacio que se crea cuando tú puedes enterrar a alguien, que no es mi caso. Porque no sabemos dónde está.
—Usan los conflictos que tuvieron durante la realización de la película como motor para contar la historia, pero ¿cuánto control tenían sobre eso?
—Paulina: Teníamos un marco que sabíamos que íbamos a recorrer. El hilo conductor era el de nuestro propio desarrollo, de este intento de construir ficción. Entonces tú lo que ves en el documental no son situaciones recreadas, sino que es lo que pasa.
La historia está custodiada porque es la primera vez que suceden ciertas cosas y además porque todo el equipo de alguna u otra forma eran personas de confianza.
—Alfredo: Se mezclaban los dispositivos entre la ficción, el documental y lo que nos pasaba con los actores también. Teníamos que intentar no controlar, tanto yo como Paulina. Nos costó, y de hecho nunca soltamos tanto el control, porque igual la ficción está metida.
Hay una parte de la película en la que con Paulina estamos conversando sobre cómo poder controlarlo y de repente decimos, qué vamos a controlar, no podemos controlar nada, hay que sumarse.
—¿Hubo algo de “sanador” en el proceso? ¿Fue un objetivo buscado?
—Alfredo: ¿Puede sanar el cine? ¡Y claro que puede! De eso se trata el arte. Es una manifestación del ser humano, del amor, del interior, que tiene que ver con ir a los orígenes y transformar a través del arte algo para sanar, observar, detenerse y reflexionar.
—Paulina: Yo soy más pesimista. Yo no le compro a la palabra sanar. Sanar es volver a estar en plena salud y desde mi punto de vista, los ejercicios que hacemos son de reparación. Uno se da cuenta de que hay dolores que se aquietan, pero por otro lado aparecen unas pesadillas atroces que se activan.
Lo que hay es la necesidad de hablar de esas repercusiones emocionales transgeneracionales en las historias de tanta gente. Ya no es Lucho, ya no es Alfredo o Paulina, sino que es la historia de Pedro, de Juan, de las distintas mujeres y hombres que tienen un familiar o que lo vivieron. Hay una historia que está silenciada y es necesario detenerse a escuchar.
—En varias escenas ustedes se preguntan entre ustedes o a sus padres ¿”qué te pasa”? ¿Cómo vivieron esos momentos?
—Roberto: Entre Paulina, Alfredo, Silvia y Lucho se quieren mucho. A mí siempre me llamó la atención la forma en que hablaban esto, en que se acercaban a este tema, el cariño, el respeto que se tenían y por otro lado también todas las contradicciones, las inquietudes.
Yo he sido testigo de esta historia desde hace mucho tiempo. Entonces, traté de llevar esa misma mirada al documental, eso de que estás ahí como escuchando algo que no sabes si tienes que escucharlo. Es algo tan íntimo lo que pasa allí.
Pero de a poquito te vas enterando y cada vez vas teniendo más información de esta historia y vas conociendo más de estas personas, que son maravillosas. En el fondo solamente había que dejar que pasara. Y la excusa de estar haciendo una película creo que nos ayudó mucho en en dejarnos llevar y fluir.
—¿Tuvieron que enfrentar cierta apatía o resistencia que puede generar la realización de una película sobre la dictadura?
—Roberto: Uno trata de buscar maneras para hacerle entender a la gente que en esta película no hay un fondo político.
También creo que es un discurso que se pone a nivel de titulares, justamente para rehuir estos temas. Sabemos de datos, sabemos lo que pasó, pero no hemos visto lo que nos pasó y lo que nos pasó como personas, como como sociedad. La fractura era enorme.
Alfredo: La gente va al cine a entretenerse, a olvidarse un poco. Pero pese a eso hay mucha gente a la que le gusta emocionarse. Lo que pasa es que pareciera que sigue siendo la misma gente. ¿Cómo convencemos a las otras personas? Y por ahí va también el tema.
—Cuando ocurren las protestas de 2019 ustedes suspenden la dinámica que lleva el documental, agarran la cámara y salen a la calle. El contexto del país irrumpe en el documental. ¿Por qué decidieron incluirlo de esa forma?
—Roberto: Nosotros estábamos haciendo la película muy cerca de Plaza Dignidad, que era el lugar donde se concentraban las protestas. Y de repente esto empezó a ocurrir frente a nuestros ojos y y fue súper significativo.
Lo que destruyeron en 1973... Es que asesinaron a muchos jóvenes, asesinaron a la juventud de este país. Y yo creo que la juventud se levantó 50 años después.
Estábamos hablando de los mismos temas: mejores pensiones, que haya industria en Chile, es lo mismo. Y también los actores venían muy cargados de eso, decían: “así era el 73, ¿no?”
Paulina: Fue muy potente que la historia que estábamos yendo a buscar hacia el pasado de pronto se nos plantara en la cara. La realidad supera a la ficción. Y de pronto ver la palabra tortura escrita en el metro principal de la ciudad, instalándose en el presente, denunciando un acto del presente.
Yo creo que eso despabiló ese prejuicio que tú decías sobre el cine político de “¿por qué otra vez?”. Hemos generado consignas, como el “nunca más”, para que nunca más vuelva a pasar. Es que puede volver a pasar. Pasó, volvió a pasar.
Sí, la historia puede ser circular. ¿Y por qué repetimos? Porque no aprendimos. ¿Por qué no aprendimos? Porque no conversamos, no reflexionamos, no entendimos lo que nos pasó.
—Incluyen a sus hijos en el rodaje. ¿Es una especie de herencia que les están dando?
—Alfredo: Es hacerlos partícipes de una historia que es tan importante. De ser conscientes, de hablar de lo que a uno le pasa. De no esconder lo que sucedió. La Emma, la más chiquitita, todavía no tenía esos filtros que tienen ya los otros niños. Entonces es muy auténtico lo que me pregunta: ¿Tu papá quería matar a Pinochet?
Paulina: También depende de si uno asume la verdad como una carga negativa o como un derecho. Y que en ese ejercicio hay un llamado a lidiar con la propia historia, desde o la negación, que sería ocultarlo y decir “de esto no vamos a hablar porque pobrecito, no necesita saber”, o desde la verdad, que es un derecho que sin duda le da sustento al poder que puedan llegar a tener como adultos, después.
Punto de encuentro fue una de las películas nominadas por la Academia de Cine de Chile para representar al país en los premios Óscar y Goya y será exhibida el 1 de septiembre en el Museo de la Memoria chileno.
*Por Mariana Castiñeiras
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