La guerra en Ucrania todavía guarda sorpresas, y la mayor de todas podría ser para Vladimir Putin
Mientras el conflicto amenaza con estancarse largamente, mucho dependerá de la continuidad del respaldo occidental a Kiev; la reconversión energética jugaría en contra del Kremlin
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LONDRES.- Miren que cosa sorprendente: en tiempos en que los norteamericanos no logramos ponernos de acuerdo en nada, hay una sólida mayoría a favor de darle una generosa ayuda militar y económica a Ucrania en su lucha para evitar que Vladimir Putin la borre del mapa. Y es doblemente sorprendente si se piensa que hasta hace un par de meses los norteamericanos no sabían ubicar Ucrania en el mapa, ya que es un país con el que nunca habíamos tenido un vínculo especial.
También será doblemente importante sostener ese apoyo durante los próximos meses, a medida que la guerra entre en su etapa “sumo”: dos luchadores gigantes, donde cada uno trata de sacar al otro del ring, y ninguno de los dos está dispuesto a rendirse pero tampoco en condiciones de ganar.
Es probable que cuando la gente entienda que la guerra está empujando el precio de alimentos y combustibles se produzca cierta erosión de apoyo popular, pero confío en que la mayoría de los norteamericanos la seguirá respaldando hasta que Ucrania recupere su soberanía militar o llegue a un acuerdo de paz digno con Putin. Mi cuasi-optimismo no se deriva de la lectura de las encuestas, sino de la lectura de la historia, sobre todo del nuevo libro de Michael Mandelbaum, The Four Ages of American Foreign Policy: Weak Power, Great Power, Superpower, Hyperpower (Las cuatro edades de la política exterior de Estados Unidos: poder débil, gran poder, superpotencia e hiperpotencia).
Mandelbaum -profesor emérito de política exterior norteamericana de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzadas Johns Hopkins, con quien coescribí un libro en 2011-, argumenta que si bien la actitud de Estados Unidos hacia Ucrania puede parecer totalmente inesperada y hasta inédita, no lo es. Considerada en el conjunto de la política exterior de Estados Unidos -que su nuevo libro recopila convincentemente a través del lente de cuatro relaciones de poder diferentes que Estados Unidos mantiene con el mundo- la actitud hacia Ucrania resulta bastante familiar y previsible. Y hasta tal punto, de hecho, que tanto a Putin como al presidente chino, Xi Jinping, les vendría bien leerlo.
A lo largo de su historia, Estados Unidos ha oscilado entre dos amplios enfoques de la política exterior, explica Mandelbaum en una entrevista, haciéndose eco de un tema clave en su libro: “Uno de esos enfoques hace hincapié en el poder, el interés nacional y la seguridad, y está estrechamente asociado con Theodore Roosevelt. El otro enfatiza la promoción de los valores estadounidenses y está encarnado en Woodrow Wilson”.
Si bien estas dos visiones del mundo a menudo han competido, no siempre fue así. Y cada vez que se presentó un desafío de política exterior que afectaba tanto los intereses como los valores norteamericanos, el apoyo popular de los norteamericanos fue amplio, profundo y duradero.
“Es lo que sucedió en la Segunda Guerra Mundial y durante Guerra Fría”, señala Mandelbaum. “Y parece estar sucediendo nuevamente con Ucrania”. Pero la gran, gran pregunta es: ¿Durante cuánto tiempo más? Y eso nadie lo sabe, porque las guerras siguen caminos predecibles e impredecibles a la vez.
Lo predecible con respecto a Ucrania es que cuanto más aumenten los costos, más aumentará la disidencia, ya sea en Estados Unidos o entre sus aliados europeos, y el argumento será que en Ucrania nuestros intereses y valores se han desfasado. Dirán que no podemos darnos el lujo de apoyar económicamente a Ucrania hasta el punto de una victoria total, vale decir, hasta que expulse al Ejército de Putin de cada centímetro de Ucrania, y que estratégicamente tampoco podemos permitirnos apostar a una victoria total, porque ante la posibilidad de una derrota total, Putin podría usar sus armas nucleares.
Los indicios de esa argumentación ya aparecieron en la declaración del sábado pasado del presidente francés Emmanuel Macron, cuando dijo que la alianza occidental “no debe humillar a Rusia”, palabras que suscitaron gritos de protesta del gobierno de Kiev.
“En la historia de Estados Unidos, cada guerra ha provocado disidencias, incluida la Guerra de Independencia, cuando los que se oponían se mudaron a Canadá”, explica Mandelbaum. “Lo que tuvieron en común nuestros tres más grandes comandantes en jefe —Washington, Lincoln y F.D. Roosevelt— como presidentes de tiempos de guerra fue su capacidad para mantener comprometido al país con el objetivo de ganar la guerra, a pesar de las disidencias”.
Ese será también el desafío para el presidente Biden, especialmente porque entre los aliados, o incluso con Ucrania, no hay consenso sobre lo que significa “ganar” esta guerra: ¿Es alcanzar el objetivo declarado de Kiev, de recuperar cada centímetro de su territorio ocupado por Rusia? ¿Es posibilitar que Ucrania, con la ayuda de la OTAN, le aseste al Ejército ruso un golpe tan grande que Putin se vea obligado a un acuerdo de compromiso, que de todos modos le conceda la posesión de algún territorio? ¿Y si Putin decide que no quiere ceder en nada, y por el contrario quiere infligirle a Ucrania una muerte lenta y dolorosa?
Mandelbaum dice que en las dos guerras más importantes de la historia norteamericana -la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial-, “nuestro objetivo era la victoria total sobre el enemigo. El problema para Biden y sus aliados es que no pueden aspirar a una victoria total sobre la Rusia de Putin, porque eso podría desencadenar una guerra nuclear. Pero por otro lado, una victoria total podría ser la única forma de evitar que Putin siga desangrando a Ucrania para siempre”.
Lo que nos lleva a lo impredecible: después de más de 100 días de combates, nadie puede decir cómo terminará esta guerra, que comenzó en la cabeza de Putin y probablemente recién termine cuando Putin decida que termine. El presidente ruso probablemente siente que está al mando y que el paso del tiempo juega a su favor, porque puede soportar más daño que las democracias occidentales. Pero en las grandes guerras pasan cosas extrañas: independientemente de cómo comiencen, pueden terminar de manera totalmente imprevista.
Voy a dar un ejemplo valiéndome de una de las citas favoritas de Mandelbaum, extraída de la biografía escrita por Winston Churchill sobre su gran antepasado, el duque de Marlborough, y publicada en la década de 1930: “Las grandes batallas, ganadas o perdidas, cambian por completo el curso de los acontecimientos, crean nuevas escalas de valores, nuevos estados de ánimo, nuevos climas de época, en los ejércitos y en los países, a los que todos deben adaptarse.”
El argumento de Churchill, sostiene Mandelbaum, es que “las guerras pueden cambiar el curso de la historia y las grandes batallas a menudo deciden las guerras. Y la batalla de Rusia y Ucrania por el control de la región del Donbass, en el este de Ucrania, puede ser justamente esa decisiva gran batalla que lo cambie todo.”
Y en más de un sentido. Las 27 naciones de la Unión Europea (UE), el aliado clave de Estados Unidos, constituyen en realidad el bloque comercial más grande del mundo. La UE ya ha avanzado decisivamente para reducir el comercio y las inversiones en Rusia. El 31 de mayo, acordó recortar el 90% de las importaciones de crudo de Rusia para fines de 2022, medida que no solo perjudicará a Rusia sino que también implicará un ajuste real para los consumidores y fabricantes de la UE, que ya pagan precios astronómicos por el combustible y el gas natural.
Todo eso ocurre, sin embargo, en un momento en que el precio de las energías renovables, como la solar y la eólica, se ha vuelto competitivo en relación con los combustibles fósiles, y mientras la industria automotriz de todo el mundo aumenta significativamente la producción de vehículos eléctricos y baterías de última generación.
Ninguno de esos avances puede compensar a corto plazo la caída de los suministros rusos. Pero con uno o dos años de precios astronómicos de los combustibles y la calefacción por la guerra en Ucrania, “seremos testigos de cambio masivo en el porfolio de los fondos de inversión, para enfocarse en vehículos eléctricos, mejoras en la red, en las líneas de transmisión y en sistemas de almacenamiento de energía de larga duración, que podría independizar a todo el mercado de los combustibles fósiles y volcarlo a las energías renovables”, dice Tom Burke, director de E3G, Third Generation Environmentalism, un grupo de investigación climática. “De hecho, la guerra de Ucrania ya está empujando a países y empresas a avanzar drásticamente en sus planes de descarbonización”.
De hecho, un reciente informe publicado en conjunto por el Centro de Investigación de Energía y Aire Limpio, y por Ember, un grupo global de expertos en energía con sede en Gran Bretaña, reveló que 19 de los 27 países de la UE “vienen aumentando significativamente sus objetivos de producción de energía renovable desde 2019, al tiempo que disminuyen los planes para la extracción de combustibles fósiles para el 2030, y así protegerse de las amenazas geopolíticas”.
Un artículo reciente publicado en McKinsey Quarterly señala que “Las guerras navales del siglo XIX aceleraron el pasaje de las embarcaciones a vela hacia las impulsadas por carbón. La Primera Guerra Mundial provocó el cambio del carbón al petróleo. La Segunda Guerra Mundial introdujo la energía nuclear como una de las principales fuentes de energía. En cada uno de estos casos, las innovaciones en tiempos de guerra fluyeron directamente hacia la economía civil y marcaron el comienzo de una nueva era. La guerra en Ucrania es diferente en el sentido de que no está impulsando la innovación energética en sí misma, sino que hace más evidente la necesidad de que esa renovación se produzca. Y el impacto podría ser igualmente transformador”.
O sea que si esta guerra no hace estallar el planeta de un momento a otro y sin que nos demos cuenta, hasta podría ayudar a sostenerlo, también sin darnos cuenta. Y con el tiempo también terminaría con la principal fuente de dinero y poder de Putin. Qué ironía de la historia, ¿no?
Thomas L. Friedman
Traducción de Jaime Arrambide
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