La gran teoría que impulsó a Putin a ir a una temeraria guerra con Ucrania
Para entender el conflicto hay que ir más allá de los proyecciones geopolíticas de los líderes occidentales y de la psiquis del presidente ruso para remontarse a la década de 1990
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NUEVA YORK.- A casi seis meses de la sangrienta invasión a Ucrania, las motivaciones del presidente Vladimir Putin siguen pareciendo inexplicables. Una lluvia de artillería sobre edificios de viviendas y familias que huyen despavoridas: ahora, para el resto del mundo, esa es la cara de Rusia. ¿Qué pudo inducir a Rusia a dar ese funesto paso y elegir convertirse, en los hechos, en un Estado paria?
Los intentos por desentrañar los motivos de la invasión responden en general a dos líneas argumentales. La primera pone el foco en Putin mismo, en su pensamiento, su modo de ver la historia o su pasado como agente de la KGB. La segunda atribuye el origen subyacente del conflicto a acontecimientos ajenos y externos a Rusia, sobre todo a la expansión de la OTAN hacia el este a partir de 1991, tras el colapso de la Unión Soviética.
Pero para entender la guerra en Ucrania hay que ir más allá de los proyecciones geopolíticas de los líderes occidentales y de la psiquis de Putin. La virulencia y el contenido de las declaraciones de Putin ni son nuevas ni exclusivas del mandatario ruso. En Rusia, los planes para reunir a Ucrania y otros Estados postsoviéticos dentro de una superpotencia transcontinental se venían cocinando desde la década de 1990. Y esa resucitada teoría de un imperio eurasiático es la que está detrás de cada movimiento de Putin.
El caótico final de la Unión Soviética dejó desorientadas a las élites rusas y las despojó del estatus especial que tenían en el vasto imperio comunista. ¿Cuáles eran las opciones? Para algunos, la respuesta fue simplemente juntar dinero a la manera capitalista. En los despiadados años posteriores a 1991, muchos amasaron enormes fortunas en contubernio con un régimen indulgente. Pero los que se habían puesto objetivos dentro del sistema soviético, la riqueza y una pujante economía de consumo no eran suficientes: los egos postimperiales sangraban por la herida de una Rusia que había perdido poder de injerencia y relevancia mundial.
Como el comunismo perdía impulso y atractivo, los intelectuales buscaron otro principio ordenador del Estado ruso. Esos intentos se cristalizaron fugazmente en la formación de partidos políticos, entre ellos algunos movimientos rabiosamente nacionalistas y antisemitas, y tuvieron un efecto más duradero en el resurgimiento de la religión como cimiento de la vida colectiva. Pero a medida que el Estado empezó a pisotear a los partidos políticos, se fueron arraigando nuevas interpretaciones de la esencia de Rusia, ideas que supieron contener y dar esperanza a todos esos ciudadanos rusos que añoraban el prestigio de su país en el mundo.
Uno de los conceptos más seductores era el eurasianismo. Según ese ideario surgido tras la caída del Imperio Ruso en 1917, Rusia era una con concepción de gobierno eurasiática, fruto de una historia de profundos intercambios culturales de los pueblos turcos, eslavos, mongoles, y otros orígenes asiáticos. En 1920, el lingüista Nikolai Trubetzkoy —uno de los numerosos intelectuales emigrados rusos que desarrollaron el concepto—, publicó Europa y la humanidad, una punzante crítica al eurocentrismo y el colonialismo occidental. Allí Trubetzkoy llamaba a los intelecutales rusos a liberarse de su fijación con Europa y empezar a construir “sobre el legado del Gengis Kan”, hasta consolidar un gran Estado ruso-eurasiático de escala continental.
El eurasianismo de Trubetzkoy era la fórmula para la recuperación imperial, sin comunismo, que desde su visión era algo pernicioso importado de Occidente. Por el contrario, Trubetzkoy enfatiza que el fortalecimiento de la Iglesia Ortodoxa podía garantizar la cohesión de toda Eurasia, ocupándose también de los creyentes de los muchos otros credos de esa vasta región. Sofocado durante décadas por los soviéticos, el eurasianismo sobrevivió en los sótanos y recién volvió a asomar la cabeza durante la perestroika, a fines de la década de 1980. El gurú de ese renacimiento del eurasianismo fue Lev Gumilyov, un geógrafo excéntrico que había pasado 13 años en las cárceles y campos de trabajos forzados de los soviéticos. Gumilyov hacía hincapié en la diversidad étnica como motor de la historia de la humanidad. Según su concepto de “etnogénesis”, un grupo étnico podía desarrollar, bajo la influencia de un líder carismático, una “supergrupo-étnico”, una potencia que se extiende sobre una vasta superficie geográfica y que potencialmente choca con otras unidades étnicas en expansión.
Las ideas de Gumilyov sedujeron a muchos rusos que intentaban sobrevivir en la caótica década de 1990. Pero la variante del eurasianismo que fue inyectada directamente a las venas del poder del Kremlin fue la desarrollada por Aleksander Dugin. Tras sus infructuosas intervenciones en la política partidaria postsoviética, Dugin se enfocó en influir en las personas que realmente importaban: los militares y los planificadores de políticas públicas. En 1997, con la publicación de su libro de 600 páginas, pomposamente titulado Fundamentos de geopolítica: el futuro geopolítico de Rusia, el eurasianismo empezó a ocupar el centro de la imaginación de los estrategas políticos.
En la versión actualizada del eurasianismo que propone Dugin, el nuevo adversario de Rusia ya no es Europa, sino todo el “mundo Atlántico”, con Estados Unidos a la cabeza. Y su eurasianismo no era anti-imperial sino todo lo contrario: Rusia siempre había sido un imperio, los rusos siempre fueron un “pueblo imperial”, y después de venderse barato a su “eterno enemigo” en la década de 1990, Rusia podría revivir en la siguiente fase del combate global y convertirse en un “imperio mundial”. En el frente civilizacional, Dugin destaca las históricas conexiones entre la Ortodoxia Oriental y el imperio ruso. La lucha de la Iglesia Ortodoxa contra el decadente cristianismo de Occidente podía aprovecharse en la guerra geopolítica futura.
La geopolítica euroasiática, la ortodoxia rusa y los valores tradicionales: estos objetivos dieron forma a la imagen que Rusia tiene de sí misma bajo el liderazgo de Putin. La temática de la gloria imperial y la victimización occidental se propagaron por todo el país.
¿Qué lugar ocupa Ucrania en este renacimiento imperial? El lugar del incordio, y desde un principio. Ya en su artículo de 1927 “Sobre el problema ucraniano”, Trubetzkoy argumentaba que la cultura ucraniana era “una de las individuaciones de la cultura panrrusa” y que el principio ordenador de los ucranianos y los bielorrusos con los rusos debía ser la fe ortodoxa compartida. En su texto de 1997, Dugin fue mucho más directo: la soberanía ucraniana representaba un “enorme peligro para toda Eurasia”. El control militar y político de toda la costa norte del Mar Negro era un “imperativo absoluto” de la geopolítica rusa: Ucrania tenía que convertirse en “un área puramente administrativa del Estado centralizado ruso”.
Putin se tomó ese mensaje muy en serio. En 2013, declaró que Eurasia era una importante zona geopolítica donde el “código genético” de Rusia y sus muchos pueblos serían defendidos del “liberalismo extremo de Occidente”. En julio de 2021, Putin anunció que “los rusos y los ucranianos son un solo pueblo”, y en su furibunda diatriba en vísperas de la invasión, describió a Ucrania como una “colonia con un régimen títere”, donde la Iglesia ortodoxa estaba siendo atacada y la OTAN se preparaba para un ataque a Rusia.
Esa mezcolanza de gestos —quejas por la agresión occidental, exaltación de los valores tradicionales ante la decadencia de los derechos individuales, y afirmaciones del deber de Rusia de unir a Eurasia y subordinar a Ucrania— se fue cociendo lento y al calor del resentimiento posimperial. Y ahora explica la visión del mundo de Putin y su guerra brutal.
El objetivo, claramente, es el imperio. Y el avance no se detendrá en Ucrania.
Por Jane Burbank
Traducción de Jaime Arrambide
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