La felicidad poco tiene que ver con el aumento de la prosperidad
En 1990, un legislador del Partido Laborista británico interpeló a la entonces primera ministra, Margaret Thatcher, por la creciente desigualdad en el país. "Todos los niveles de ingresos están mejor que en 1979", le retrucó Thatcher, al compararlos con los índices del comienzo de su mandato. "Lo que está diciendo el honorable parlamentario es que preferiría que los pobres sean más pobres con tal de que los ricos sean menos ricos? ¡Linda política esa!"
La invectiva de la premier resumía una premisa emblemática de la revolución conservadora del binomio Thatcher-Ronald Reagan: que la pobreza es un problema social, pero la desigualdad como tal no lo es, y que los gobiernos tienen que abocarse a aumentar los ingresos y las oportunidades para todos, especialmente los más pobres, pero que preocuparse por la brecha entre los ricos y el resto no es más que una "política de la envidia".
Moralmente hablando, Thatcher y Reagan deberían haber tenido razón. Si a mí me va cada vez mejor, ¿por qué debería generarme resentimiento que a otro le vaya mejor todavía? Sin embargo, se ve que esa lógica compartida dejó algo de lado, algo que ayuda a explicar por qué el conservadurismo de Reagan-Thatcher colapsó por presión del populismo de derecha del presidente Donald Trump y del populismo de izquierda del senador norteamericano Bernie Sanders.
En Estados Unidos, como también en otros países, el impresionante crecimiento del bienestar material que se vivió desde la Segunda Posguerra no ha tenido el menor efecto en el bienestar personal de la gente. Ese desacople entre crecimiento económico y satisfacción subjetiva se inició hace décadas. Desde fines de la década de 1950, el ingreso real per cápita se ha más que triplicado, pero el porcentaje de gente que dice que es "muy feliz", en el mejor de los casos, disminuyó levemente.
¿A qué se debe? Cuando investigaba la relación entre la edad y la felicidad, me sumergí a fondo en la llamada "economía de la felicidad", una disciplina relativamente nueva, en la que descubrí dos cosas que me dejaron impresionado. La primera es que toda felicidad es una afirmación "local".
Según datos del Banco Mundial, la parte de la población mundial que vive con menos de 1,90 dólares al día (ajustados por inflación) bajó del 44% de 1980 a menos del 10% en 2015: un logro extraordinario.
Pero el bienestar de la gente común depende mayormente de cómo viven quienes tienen alrededor. Y ahí viene lo segundo: toda felicidad es relativa. Los humanos medimos constantemente nuestro estatus comparándonos con los demás y con nuestro estatus previo.
Según la economista Carol Graham, de la Brookings Institution, los pobres de raza blanca son mucho más infelices y pesimistas que los pobres de raza negra, por más que en términos absolutos sean menos pobres. Los blancos con menos educación formal (especialmente los varones) vivieron en general un abrupto descenso de su estatus social relativo, tanto en comparación con sus padres como con los no blancos que progresaron.
Los de raza negra, por el contrario, sienten que progresaron más de lo que esperaban y que se fue cerrando la brecha económica y social que los separaba de los blancos.
El estatus absoluto no es irrelevante, y la gente a veces está dispuesta a tolerar o incluso apoyar la desigualdad si creen que el sistema es justo y que los deja progresar. Sin embargo, esa ocurrencia frecuentemente atribuida al escritor Gore Vidal (que dice que "no me alcanza con tener éxito: los demás deben fracasar") es incómodamente cierta.
En ese sentido, nos guste o no, la actual desigualdad en Estados Unidos empuja la política hacia la polarización y el odio, y hacia populismos peligrosos y desestabilizadores, por derecha y por izquierda.
Trump y Sanders tienen algo para decir sobre la desigualdad, pero el conservadurismo tradicional no, y mientras no tenga nada que decir al respecto, ambos dirigentes no tendrán quién los enfrente.
Jonathan Rauch - The New York Times
Traducción de Jaime Arrambide
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