La fascinación mundial por una mujer diminuta, pero con un aura inmensa
La monarca encarnó una ética de trabajo incansable que se ganó la admiración de la gente
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LONDRES.- Era reina por la gracia de Dios. Era abuela. Era la defensora de la fe. Tenía un establo lleno de caballos de carrera. Era reina de estos reinos y de muchos reinos más. Amaba a sus perros raza corgis, se mantuvo erguida durante un siglo de cataclismos históricos y con una extensa familia tristemente célebre por sus cortocircuitos con la prensa sensacionalista.
El mundo esta evidentemente fascinado con la reina Isabel II. A sus funerales asistieron casi 500 dignatarios extranjeros, cientos de miles de personas se apiñaron en las calles para ver pasar su féretro, y muchos millones más siguen las imágenes por televisión.
¿Cómo explicar semejantes manifestaciones de afecto, que sorprenden hasta a sus más devotos seguidores?
Seamos honestos, sin ofender a nadie: por interesantes y coloridos que sean, nadie se fascina de la misma manera por el rey de los belgas, el sultán de Brunéi, el emperador de Japón, o por el príncipe heredero y regente de Liechtenstein o por los así llamados “monarcas en bicicleta” del norte de Europa.
La cadena BBC y los biógrafos reales, así como los líderes mundiales, los raperos británicos y el público en general apretaron el botón de repetición para elogiar el sentido del deber, la vocación de servicio y la constancia de Isabel.
Pero eso no alcanza para explicar su trascendente atractivo.
Tal vez sea porque su extensa vida permite que cada cual elija qué imagen de ella quiere revivir: la joven reina de las fotografías en blanco y negro estilo estrellas de cine de la década de 1950, o la reina matrona de mediana edad que luchaba con los divorcios y los escándalos de sus hijos, o la “querida abuela” que te ofrecía consuelo, una taza de té y un toque kitsch en un mundo de cambios vertiginosos.
La reina era como esos programas de televisión que toda la familia está de acuerdo en mirar.
Otra razón de tanto afecto puede deberse a que nunca se dio por vencida.
Encabezó, y sobrevivió, el reinado más largo de la historia de Gran Bretaña, y el segundo más largo de cualquier monarca en la historia del mundo.
Sin embargo, el legado tangible de Isabel es más difícil de precisar.
Como monarca constitucional, no construyó el estado de bienestar británico de la posguerra ni creó el Servicio Nacional de Salud. Cortaba cintas en hospitales nuevos que ella no había pagado. Era la jefa de las Fuerzas Armadas, pero no enviaba a las tropas británicas a la guerra. Y se cosía la boca para no decir nada que fuese ni remotamente político.
Pero encarnó una ética de trabajo incansable que se ganó la admiración de la gente. Hasta el papa abdicó. Isabel, nunca. Sin perder jamás la calma, ella siguió y siguió.
Su funeral ha congregado a la flor y nata del mundo, reconfirmando que la estatura de la reina fue la que permitió que Gran Bretaña, una nación insular que es la segunda economía más grande de Europa, tuviera siempre una relevancia que excedía su propio peso.
“Siguió trabajando hasta después de muerta” reflexionaba Christopher Matthews, un taxista en Edimburgo, mientras el ataúd de la reina desfilaba por la capital escocesa.
Y por supuesto que en la gente también opera la nostalgia. Isabel era un vínculo con el pasado que extendía hasta el presente, conectando a Winston Churchill con los Beatles y de ahí con la era de Internet.
Por supuesto al mirar hacia el pasado también aparecen muchos motivos de disgusto y hasta de desprecio por las figuras de la monarquía británica, especialmente para quienes viven en sus antiguas posesiones, en sus antiguas colonias, en la India, en Irlanda, o en el Caribe.
Pero a diferencia de los monarcas anteriores, esta reina salió a la conquista de nuevas tierras. A partir de la Segunda Posguerra, el Imperio Británico no se expandió, sino que se contrajo.
El trabajo de la reina era muy diferente al de sus predecesores. “Fue el primer monarca que subió al trono sabiendo que reinado consistía en devolver todas esas posesiones”, dice Robert Hardman, biógrafo de la realeza.
“Y además había que deshacerte de todo eso con amabilidad, con una sonrisa y un apretón de manos, y tratar de dejar contentos a todos”.
El resultado fue la Commonwealth, la Mancomunidad de Naciones, un club global de 56 países, 15 de las cuales eligieron mantener a la reina como su monarca. Ahora, tras la muerte de Isabel, algunos de esos países están reconsiderando sus relaciones con la corona.
“Su Majestad fue el ancla que mantuvo a nuestro país en el seno de Commonwealth”, escribió el primer ministro de Papúa Nueva Guinea, James Marape, en su elogio a la reina.
El sitio web de la familia real declara que, como cabeza del Commonwealth, Isabel era “el vínculo de unión para más de dos mil millones de personas en todo el mundo”.
Pero para muchos otros millones de personas de todo el mundo que no pertenecen a la Mancomunidad, Isabel tenía una mística especial: la fantasía de una brillante dinastía europea y el hechizo de la verdadera realeza. La Casa de Windsor es como un History Channel que ha cobrado vida propia, con su “invención de la tradición”, su enjoyada simbología kitsch de cetros, coronas y orbes, en cuyo centro había una reina atendida por damas de honor y custodiada por guardias de la Torre de Londres en pleno siglo XXI.
A diferencia de los Países Bajos, donde la realeza se traslada en bicicleta, los Windsor siempre mantuvieron las apariencias: se mueven en Rolls Royces y Bentleys, Jaguars y Land Rovers.
A pesar de ser una de las personas más ricas de Gran Bretaña, la reina era conocida por su frugalidad y sus pocos remilgos. Pero las propiedades de la realeza, sus jardines, sus carruajes dorados y las joyas de la corona revelaban su gran posición y capturaban la imaginación de los más fantasiosos y de los lectores de las revistas de actualidad.
El artista Henry Ward, de 51 años, dice que su encuentro con la reina durante los preparativos para pintar su retrato fue un evento casi místico.
Ward dice que le concedieron acceso a un salón amarillo del Castillo de Windsor donde luego Isabel se sentaría con su capa ceremonial y todas sus galas a posar para el retrato.
“Nadie está preparado para la belleza de ese lugar”, dice sobre el Castillo de Windsor. “O sea, todo cubierto de oro de piso a techo y hasta las ventanas. Y las paredes cubiertas de maravillosas cuadros de Constable y Gainsborough.”
Pero todo eso empalidecía, dice Ward, frente a la propia reina.
Ward recuerda que el día de su reunión en 2015 se encontró “con una mujer diminuta, como se sabe, de muy baja estatura.” Sin embargo, “era la persona más inmensa que he conocido, y el aura que la rodeaba era casi palpable”.
Ward tuvo que “armarse de valor” para concentrarse en su trabajo, “porque como ya sabemos, más de un líder mundial se ha quedado sin palabras al estar frente a ella”.
Por William Booth, Anthony Faiola, Karla Adam
Traducción de Jaime Arrambide
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