La “mina de la muerte”: el terrorífico pozo donde al entrar un cura daba la extremaunción
El complejo minero de Santa Bárbara, Perú, fue el mayor productor de mercurio de América; su prosperidad estuvo atada a crueles prácticas que soportaron los indígenas
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El complejo minero de Santa Bárbara se encuentra en el corazón de los Andes peruanos, a unos 3700 metros de altura, y a unos 245 kilómetros al sudeste de Lima, en el departamento de Huancavelica. En tiempos de la colonia este lugar fue un pujante centro de extracción de mercurio o azogue, un metal fundamental para el proceso de refinamiento del oro y la plata. Pero a la vez que traía riqueza a la corona española, Santa Bárbara era conocida como “la mina de la muerte”, por la cantidad de indígenas que perecían en sus entrañas, exhaustos por el arduo trabajo, por derrumbes o envenenados por el producto que extraían.
Hoy, el complejo que llegó a robustecer la economía del virreinato del Perú especialmente entre los siglos XVI y XVIII está completamente abandonado. El pequeño pueblo que se había levantado con casas de piedra y adobe cerca de los bocaminas es solo un conjunto de ruinas. Entre lo poco que queda en pie hay una iglesia colonial, de estilo barroco, en honor a Santa Bárbara -patrona de los mineros-, que yace a un lado de lo que fuera la plaza del poblado. La mina, en tanto tiene todos sus accesos clausurados desde que dejó de funcionar, en la década del ‘70 del pasado siglo.
También quedaron en el lugar, como rastros de un pasado un tanto más reciente, una planta concentradora para el mercurio, los hornos de fundición, las oficinas de la última minera que explotó el lugar y los despojos de un sistema de cablecarril que se utilizaba para transportar el mineral.
En los últimos años, las autoridades del departamento de Huancavelica pensaron en darle al complejo una nueva vida, que apunta a convertirlo en un sitio donde pueden darse cita el turismo y la historia. En el mismo sentido, en 2017, el Ministerio de Cultura de Perú presentó a la Unesco la postulación de Santa Bárbara como Patrimonio Mundial.
La trágica “mina de la muerte” de Santa Bárbara, que llegó a ser el lugar con la mayor producción de mercurio de América, puede ayudar hoy, a través del turismo, a dinamizar la economía de la zona, que es una de las más pobres del Perú. Los visitantes del lugar podrán aprender, en forma presencial, parte de la historia latinoamericana. Quienes se acerquen al complejo verán también los avances técnicos que promovió la minería, y podrán hacerse una idea de las crueldades a las que se podía llegar en tiempos coloniales por el mero afán de extraer ganancias del corazón de la montaña.
La mina de mercurio más importante del Nuevo Mundo
En tiempos prehispánicos, los moradores de la región utilizaban la forma más primaria del azogue, el sulfuro de mercurio o cinabrio -al que llamaban “llimpi”- para pintarse la cara con líneas color bermellón. Era una forma de infundir temor a sus enemigos antes de una batalla. En 1564 los conquistadores europeos descubrieron Santa Bárbara, y se dieron cuenta de que se trataba un yacimiento enorme de mercurio que podría ser explotado.
La mina, excavada en lo profundo de los cerros Santa Bárbara y Chaccllatacana, comenzó a ser trabajada en 1571. Al año siguiente, el entonces titular del virreinato del Perú, Francisco de Toledo, fundó la que hoy es la ciudad de Huancavelica, capital del departamento del mismo nombre, a unos dos kilómetros y medio de Santa Bárbara. La creación de ese pueblo, que entonces fue bautizado como Villa Rica de Oropesa, y que hoy es una ciudad que cuenta con unos 60.000 habitantes, da la idea de la trascendencia que comenzaba a tener para la región la explotación del mercurio.
Durante los siguientes tres siglos, la producción de azogue de Santa Bárbara fue la mayor del continente americano, y de las más importantes del mundo, solo superada por la mina de Almadén, en España; Idrija, en Eslovenia; y Monte Amiata, en Italia. En un principio, la producción de sus socavones se llevaban a las minas de plata de Potosí, en México. Pero más tarde, el mercurio se destinó fundamentalmente a los yacimientos de plata de Potosí, pero, en este caso, de Bolivia, que en tiempos coloniales pertenecía al Alto Perú. A partir de diversos procesos, como la amalgamación, el mercurio permitía purificar el metal precioso extraído de la mina. De la Potosí boliviana se extrajeron dos tercios del total de la plata exportada a España durante 300 años.
La mina de la muerte
Pero la contracara de esta prosperidad que trajo el mercurio a la corona española estuvo dada en los suplicios y peligros mortales a los que se sometió a los trabajadores de Santa Bárbara, todos ellos indígenas de la región. El método de trabajo, impuesto por Francisco de Toledo y que duró tres siglos, fue el de la “mita minera”, una organización incaica de labores comunitarias colectivas y obligatorias.
Este sistema establecía que la población indígena entre los 18 y los 50 años que vivía en poblaciones ubicadas a un radio de 40 leguas -223 kilómetros, aproximadamente- de las minas, tenían que trabajar un año en ellas a cambio de una pequeña retribución económica a manera de jornal, con algunos “beneficios” extra, como pequeñas dotaciones de carne y maíz.
“Dicha disposición forzó a gran cantidad de personas a movilizarse desde sus poblados de origen para trabajar en condiciones riesgosas e insalubres debido a la alta toxicidad del mercurio, los derrumbes de las minas y el riguroso clima, entre otros factores”, dice el documento elaborado por el Ministerio de Cultura de Perú dirigido a la Unesco, para postular el sitio como Patrimonio Mundial.
Unos 3000 indígenas llegaron a trabajar al mismo tiempo en la mina de Santa Bárbara, que con el tiempo se transformó en un verdadero pueblo subterráneo. Pero también, en un lugar letal. La población de esa región de los Andes quedó muy disminuida a causa del trabajo minero.
La agencia AP recoge un aguafuerte realizado por el cronista de Lima Buenaventura de Salina y Córdoba, que en 1630 escribió que a Santa Bárbara llegaban los indígenas “encadenados como malhechores” seguidos muchas veces por sus familiares que los despedían con cantos antes de ingresar a los socavones de los que posiblemente ya no saldrían.
Después de las minas de Potosí, el trabajo compulsivo de la mina de Santa Bárbara fue el mayor en todo el llamado Nuevo Mundo. La labor allí era tan dura y tan peligrosa, que se cuenta que los padres llegaban a quebrar o cortar las manos de sus hijos para que no se los llevaran a su destino minero. Incluso, antes de hacer su primer ingreso a las minas, los indígenas recibían por parte de los sacerdotes del lugar, desde la iglesia que corona hoy el pueblo fantasma, una extremaunción masiva desde los balcones laterales de la iglesia, por si nunca regresaban al mundo exterior.
El propio de Salinas y Córdova cuenta en su libro Memorial de las historias del Nuevo Mundo, Perú la tragedia de un hombre que sobrevive al trabajo minero y al regresar a su casa descubre que su esposa murió y sus dos hijos quedaron al cuidado de una tía. Cuando el jefe de su pueblo le ordena volver a la mina, él se suicida, pero antes ahorca a sus dos hijos para librarlos de los “trabajos que él pasaba”.
También era común el “azogamiento”, o intoxicación por mercurio, que producía en los trabajadores temblores, llagas en los labios, salivaciones, dificultades neurológicas, problemas en los riñones y que podía derivar en la muerte. Increíblemente, o no, en junio de 2015, el diario peruano El Comercio difundía un informe de una ONG ambientalista estadounidense que decía que en la actual ciudad de Huancavelica 3500 familias estaban expuestas al envenenamiento por este metal pesado, ya que las paredes y pisos de sus viviendas estaban construidas con barro mezclado con mercurio.
Un pueblo dentro del cerro
El mundo subterráneo de la mina de Santa Bárbara crecía de modo asombroso mientras la extracción continuaba. A la vez que en la superficie se formaban pueblos y asentamientos para los trabajadores y administradores de la mina, el interior de la montaña se urbanizaba. Según los planos del siglo XVIII, la mina tenía una compleja red de galerías y socavones muy extensa, que no solo estaba dedicadas a la extracción del mineral, sino que también incluía elementos de un verdadero pueblo.
En una de las calles internas, llamada Jáuregui, incluso, se encontraba una plaza donde se realizaban corridas de toros. También había cinco capillas con sus altares, para que los trabajadores fueran a misa, zonas de descanso y hasta un centro de atención médica.
Para dar una idea de las dimensiones alcanzadas por la mina en el interior del cerro, se puede mencionar que el socavón Santa Bárbara tenía unos 500 metros de longitud, y era posible ingresar a él y circular a caballo. El socavón Belén, en tanto, que se fue excavando por 40 años desde 1601, medía unos 508 metros, de acuerdo con la página de turismo de Huancavelica. En el acceso a esta parte de la mina, hoy clausurado, es posible aún ver un escudo correspondiente al rey español Carlos III (en el trono de España entre 1759 y 1788) y una figura de San Cristóbal con una leyenda escrita en latín.
La producción en el complejo de Santa Bárbara comenzó a decaer entre los siglos XVIII y XIX, pero especialmente nocivo para su destino fue el descubrimiento de otra mina de mercurio en California. El lugar, llamado New Idra, fue descubierto en 1854, en plena fiebre del oro en esa región del oeste de los Estados Unidos.
Más allá del costado oscuro de Santa Bárbara, el lugar fue siempre un centro de intercambio de conocimientos e innovación tecnológica minera a nivel mundial para la evolución de las técnicas de destilación de mercurio. En Huancavelica, por ejemplo, se inventaron en 1633 los “hornos de aludeles”, que posibilitaron un proceso que elevó la producción de mercurio a un nivel industrial, evitando, de paso, los riesgos que ocasionaba el vapor de ese metal en la salud de los trabajadores en la antigua forma de destilarlo.
El fin de la actividad minera y la violencia política
En el siglo XX fue una minera peruana la que siguió explotando la zona a tajo abierto y construyó cerca de la mina una planta concentradora, una hidroeléctrica y un sistema de cable carril para el transporte del mercurio. Pero a mediados de los años ‘70 todo dejó de funcionar.
Las oficinas de la administración de la planta minera y el complejo metalúrgico todavía están en pie en la ladera del cerro Chaccllatana. Pero sufrieron la destrucción del paso del tiempo. Por el piso de las oficinas, como un símbolo de caos y abandono, se pueden ver desparramados y cubiertos de polvo los cuadernos contables y las hojas de producción con las que antiguamente se registraba y controlaba todo lo que salía de la mina.
Y como si la historia del complejo no fuese lo suficientemente trágica y agitada, entre 1980 y 2000, el conflicto armado que enfrentó a la guerrilla de Sendero Luminoso y a las fuerzas de seguridad terminó de convertir a Santa Bárbara en un pueblo fantasma. Por las desapariciones y abusos de ambos bandos los campesinos que vivían en las inmediaciones del pequeño pueblo, en mayoría de etnia quechua, lo fueron abandonando. La agencia AP informa que al menos un centenar de integrantes de la actual comunidad de 280 kilómetros cuadrados fueron asesinados durante esa violenta etapa.
En ese sentido, se recuerda la feroz masacre que perpetró el ejército peruano en la comunidad campesina de Santa Bárbara el 4 de julio de 1991. Entonces, una patrulla de militares secuestró a 15 pobladores de un lugar llamado Rodeo Pampa, a quienes acusaron de tener relación con Sendero Luminoso, los llevaron a una mina cercana llamada La misteriosa, y allí los ejecutaron. Luego, dinamitaron sus cuerpos para que no quedaran huellas. El horror de este acto, de por sí atroz e injustificable, se multiplica al saber que siete de los asesinados en esa jornada eran niños, que tenían entre ocho meses y seis años en el momento de ser ejecutados. Había también cinco mujeres. Una de ellas, embarazada de seis meses.
En 2015, la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizó al estado peruano por estos aberrantes crímenes.
En la actualidad, hay un solo día en el año en que la zona desértica y fantasmal del pueblo de Santa Bárbara parece revivir. Es el 4 de diciembre, cuando los comuneros católicos de la región se unen en la plaza del lugar, junto a la iglesia barroca, para celebrar la fiesta de Santa Bárbara. La música andina tocada por una banda invade el lugar, mientras los más jóvenes persiguen un toro y otros bailan y toman cerveza. Pero luego de ello, el complejo minero regresa a su silencio y abandono. Al menos hasta el momento en que la que fuera llamada “preciosa alhaja de la corona española” recupere su activo espíritu gracias al turismo.
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