Ivan Skyba es el hombre que volvió de entre los muertos y sobrevivió a una de las masacres de la invasión Rusa
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El taxista y padre de cuatro hijos Ivan Skyba se encargaba de defender una calle suburbana al comienzo de la guerra de Rusia en Ucrania. Esquivó por poco la muerte a manos de los rusos. Todos los otros hombres ucranianos que estaban con él no tuvieron tanta suerte.
Los fiscales tratan lo ocurrido en la pequeña ciudad de Bucha como un crimen de guerra.
El periodista de la BBC Fergal Keane fue a encontrarse con Ivan, el único sobreviviente.
Siente la acuciante necesidad de respirar. Tan solo pide una gran exhalación para aliviar la presión, pero Ivan sabe que será su muerte si lo hace. La temperatura está justo por encima del punto de congelación. Si respira, el aliento cálido se elevará hacia el aire frío y creará una neblina que alertará a los asesinos. Ahora están revisando los cuerpos de los hombres a los que acaban de tirotear. Si ven alguna señal de vida, disparan una última bala para asegurarse. Ivan oye que uno de los soldados rusos dice: “¡Ese todavía está vivo!”.
Se pregunta si se estará refiriendo a él, o quizás sea alguno de sus compañeros. Por si acaso, se prepara para recibir el impacto de la bala. Está sangrando de una herida en el costado cuando escucha a otro soldado decir: “¡Ya morirá solo!”. Pero se oye un disparo... que alcanza a alguien más.
Ivan lucha contra varios impulsos en ese momento. Además de necesitar respirar, siente la urgencia de gritar por la herida en el costado, de escapar lo más rápido que pueda. Todas estas sensaciones volverán más tarde en sueños.
Pero por ahora, debe permanecer entre los muertos. Tan quieto como sus camaradas asesinados.
Me encuentro con Ivan Skyba en un pequeño pueblo de la Polonia rural donde encontró refugio para su familia. Tiene trabajo. Los niños están viviendo en un lugar sin miedo. Llegó el buen tiempo y por las tardes la familia camina hacia un parque local donde Ivan pesca en el lago.
Los moretones en su cara y cuerpo ya se curaron. Pero por la noche, cuando todos los demás duermen, las heridas de la memoria se abren. Ivan Skyba es el hombre que volvió de entre los muertos. Cuando todo comenzó, en la madrugada del 24 de febrero, Ivan conducía su taxi en Kyiv. Oyó explosiones. No podía creer lo que estaba sucediendo. “No lo vi venir”, reconoce.
El controlador llamó y ordenó a todos los taxis volver a la base. Ivan, de 43 años, había estado haciendo cualquier trabajo a su alcance para mantener a su esposa y cuatro hijos. Conducía el taxi y, a veces, trabajaba como restaurador de edificios.
Su primer pensamiento esa mañana fue conseguir los documentos de identidad de su familia. Si iban a tener que huir, necesitaban pasaportes. Condujo rápidamente los 40km hacia Brovary, donde vivían, y de allí a Bucha, donde su esposa e hijos estaban visitando a su madre. La familia se quedaría allí hasta que tuviera un plan.
“Circulaban rumores de que [los rusos] se acercaban a Bucha. Empezamos a organizar refugios en los sótanos, llevando cosas allí”. Tres días después, el 27 de febrero, los rusos abordaron una zona cercana. Casi de inmediato, sufrieron una devastadora emboscada de la artillería ucraniana.
Los proyectiles alcanzaron a una columna de tropas aerotransportadas rusas que había llegado en helicóptero a la calle Vokzalna. Se retiraron temporalmente, pero estaban furiosos, convencidos de que algunos lugareños habían delatado su posición al ejército ucraniano. Por aquel entonces, la gente ya se estaba movilizando en todo el país para defender sus comunidades. Bucha no fue la excepción.
Ivan Skyba y su amigo Svyatoslav Turovsky, padrino de su hija Zlata, de 2 años, oyeron que algunos hombres que habían luchado en la región oriental de Donbás contra los separatistas respaldados por Rusia estaban formando en Bucha una unidad de la Fuerza de Defensa Territorial de Ucrania, una milicia para proteger a las comunidades locales en tiempos de guerra. Los dos hombres se unieron.
“Estábamos de servicio en los puestos de control, comprobando documentos y asegurándonos de que la gente no llevara armas”, dice Ivan. “Ayudábamos a organizar la salida de gente porque conocíamos la zona”.
Su unidad estaba mal armada. Tenían un rifle, una granada y un par de binoculares para compartir entre nueve hombres. Él y sus camaradas trabajaban por turnos en un puesto de control en la calle Yablunska.
Recibe este nombre, “la calle de las manzanas”, por los árboles que bordean gran parte de sus casi 6 km de longitud. En tiempos de paz, era un lugar agradable con un lago para pescar. Algunas de las casas daban a campos y huertas. También había un antiguo complejo de fábricas construido en la era soviética, parte del cual se había transformado en oficinas para negocios locales. Estos recintos, en el número 144 de la calle Yablunska, se convirtieron durante el conflicto en una base rusa notoria por su brutalidad.
A principios de marzo, los ucranianos huían del país por cientos de miles. Ivan y su esposa decidieron que la familia intentaría refugiarse en Bucha. Había un ambiente de desafío entre los hombres, recuerda ahora. “No había miedo. No había miedo. Había un deseo de unirnos, de juntarnos. Estábamos de pie todo el tiempo. En horas fuera de servicio, distribuíamos comida alrededor de los sótanos a quienes se refugiaban allí, las mujeres y niños. No había tiempo para tener miedo”.
Eso cambió drásticamente el 3 de marzo. Los rusos regresaron con fuerza “en la segunda mitad del día, alrededor de la hora del almuerzo”. Inmediatamente, Ivan y los demás comenzaron a alejar los autos de la trayectoria del avance ruso. Hubo disparos indiscriminados. Los misiles tomaban tierra.
Vio cómo uno de ellos alcanzó un auto Renault blanco, y una mujer y sus hijos quedaron atrapados dentro, entre las llamas. Había ocho hombres en el puesto de control de Ivan y, dado que los rusos se acercaban rápidamente, decidieron tratar de esconderse. Justo enfrente del puesto de control, en el número 31 de la calle Yablunska, estaba la casa de Valera Kotenko. El hombre de 53 años les había dado bebidas calientes y comida. Ahora, les ofrecía refugio.
Pronto los rusos se apersonaron afuera. “Podíamos oírles a ellos y el movimiento de su equipamiento. Estábamos rodeados”, recuerda Ivan. Susurraban entre ellos. No podían correr. Los rusos tenían detectores de imágenes térmicas que seguramente registrarían cualquier intento de escapar por la noche. Los hombres ya se habían deshecho de sus pocas armas y habían acordado una tapadera: si los soldados rusos los encontraban, dirían que eran albañiles que trabajaban en la zona y que se habían refugiado de los combates.
Enviaron mensajes de texto a esposas y novias. Uno de los hombres, Anatoliy Prykhidko, de 39 años, llamó a su mujer, Olha, esa noche del 3 de marzo, y le susurró que “no podía hablar porque lo escuchaban”.
“Había mucho silencio. Dijo que estaban escondidos”, según Ivan.
A la mañana siguiente, Yulia, la esposa de Andriy Dvornikov, un repartidor, recibió un mensaje que decía: “Nos rodearon, estamos sentados, pero me iré de aquí tan pronto como haya una oportunidad”. Le recomendó que borrara todos los mensajes y fotografías de su teléfono. Y le dijo que la amaba.
Entre lágrimas, Olha Prykhidko me cuenta su última comunicación con Anatoliy, el 4 de marzo: “A las 10 de la mañana, me mandó un mensaje diciendo ‘aún estamos aquí sentados’. Ese fue su último mensaje”. Menos de una hora después, los rusos irrumpieron. Ivan Skyba recuerda palizas y preguntas a gritos. Les confiscaron teléfonos y zapatos.
A las 11:00, dos cámaras de videovigilancia captaron cómo los soldados dirigían a los ucranianos por la calle Yablunska hacia el número 144. Cada uno tenía una mano en el cinturón del hombre de delante y la otra en su propia cabeza.
Los alinearon contra una pared al lado de la base rusa y los obligaron a arrodillarse. Los rusos les obligaron a ponerse camisas y suéteres sobre sus cabezas para que no pudieran ver. Fueron golpeados con las culatas de los rifles y maltratados verbalmente.
Según Ivan, gritaron: “Ustedes son los combatientes de Bandera [un grupo nacionalista antisoviético en la Segunda Guerra Mundial]. ¡Querían quemarnos con cócteles molotov! ¡Ahora, los quemaremos vivos!”.
Recuerda que quisieron intimidarlos disparando a Vitaliy Karpenko, de 28 años, trabajador de una tienda cooperativa. Tras la agresión, el más joven del grupo entró en pánico y confesó a los rusos que todos ellos pertenecían a la Unidad de Defensa Territorial. Los golpes se intensificaron.
Los soldados obligaron a Ivan Skyba y a otro hombre, Andriy Verbovyi, padre de un niño y carpintero, a entrar en el edificio. En el interrogatorio que siguió, colocaron un cubo sobre la cabeza de Ivan y le obligaron a doblarse y apoyarse contra la pared.
Los rusos fueron apilando ladrillos uno a uno en su espalda, hasta que se desplomó al suelo. Entonces le golpearon de nuevo y estrellaron repetidamente un ladrillo contra el cubo. En algún momento, escuchó a la policía decirle a Andriy Verbovyi que le dispararían en el pie. Hubo un disparo. Y después ya no escuchó más a Andriy.
Luego llevaron a Ivan fuera del edificio para unirse a los otros hombres. Parte de lo que sucedió fue presenciado por lugareños a quienes los rusos ordenaron que se reunieran frente al número 144, pero se mantuvieron separados de los arrestados.
Lucy Moskalenko recuerda que un oficial ruso le dijo que cubriera los ojos de sus hijas porque verían cosas que nunca olvidarían. “Nos dijo: ‘No miren a esa gente tirada en el suelo. No son humanos. Son pura suciedad. Suciedad. No son humanos. Son bestias’”.
Su hermana, Irina Volynets, había acompañado a Lucy. Ambas recuerdan el ruido de los vehículos blindados rusos, el sonido de los bombardeos, y cómo los perros del vecindario se enzarzaban en peleas. Era como si la locura reinara sobre el lugar. Entonces Irina creyó desvanecerse. Vio que su antiguo compañero de clase Andriy Verbovyi, el niño que se había sentado a su lado desde preescolar y durante toda la escuela, yacía sangrando en el suelo.
Solo unas semanas antes, habían caminado juntos a casa desde el centro comercial. Había una sábana tirada en el suelo cerca de él. “Estaba acostado allí, todo retorcido por el frío. Me miraba directamente. Nos miramos a los ojos”, dice. Irina quería ir a cubrir a su viejo amigo con la sábana, cualquier cosa que pudiera calentarlo. Pero no lo hizo. “¿Estaba demasiado asustada?”, le pregunto.
“No era tanto miedo como desesperación”, responde. “Estaba muy confundida, no podía entender qué había sucedido, y por qué mi compañero de clase estaba tirado en el suelo”. Todo estaba pasando tan rápido. Además, justo acababa de ver que su hijo Slavyk estaba entre la fila de hombres. Había sido capturado por separado y golpeado, antes de ser llevado a unirse a los demás.
Mientras esperaba, Slavyk vio sangre en el suelo y escuchó a los rusos hablar de un hombre herido. Es casi seguro que se trataba de Andriy Verbovyi. “Los escuché hablar entre ellos para rematarlo porque no iba a sobrevivir”, recuerda Slavyk.
Empezó a temer por su propia vida. Irina encontró a un oficial y suplicó por la vida de Slavyk. El soldado escuchó. Luego llamó a un confidente ucraniano, posiblemente el arrestado que se había chivado después del tiroteo de Vitaliy Karpenko, y le preguntó: “¿Es él uno de ellos?”.
“No”, contestó, y Slavyk fue entregado a su madre. Les dijeron que se marcharan a casa, pero Irina tenía un sentimiento horroroso cuando se fue. “Tenía miedo de que sucedieran cosas horribles”.
Al día siguiente, 5 de marzo, la esposa de Andriy Verbovyi, Natalya, le envió un mensaje. “¿Dónde estás? Tu cadena [de buena suerte] está conmigo, el amuleto también. Te estoy protegiendo de todas las cosas malas. Estamos rezando por ti. Estamos esperando tu llamada. Escríbenos al menos dos palabras”.
Para entonces, Andriy estaba muerto.
Ivan Skyba sintió que el tiempo se acababa. A última hora de la tarde del 4 de marzo, dos de los ocho hombres capturados con él habían muerto a tiros. “Los rusos comenzaron a hablar entre ellos sobre lo que harían con nosotros. La conversación fue la siguiente: ‘¿Qué haremos con ellos?’ El segundo hombre dice: ‘Acaba con ellos, pero sácalos para que no estén tirados aquí’”.
Los hombres que quedaban fueron conducidos a un pequeño patio, doblando la esquina. Por el borde de su ropa, Ivan vio el cuerpo de un hombre tendido sobre una pequeña plataforma de cemento. Claramente le habían disparado antes. Los rusos comenzaron a burlarse de sus víctimas. “Estaban disfrutando de la ejecución, usando palabrotas, diciendo: ‘Eso es todo. ¡Es kapooey (muerte) para ti!”.
Ivan recuerda un último intercambio de palabras con sus camaradas. “Nos despedimos. Eso fue todo”. Entre aquellos a quienes dijo adiós estaba Svyatoslav Turovsky, el padrino de su hija. Según Ivan, Anatoliy Prykhidko de repente decidió escapar, pero recibió un disparo de inmediato. Entonces los rusos abrieron fuego contra los demás.
“Sentí que una bala me entraba en el costado”, rememora Ivan. “Me hirió y me caí”. Ivan no puede recordar cuánto tiempo se quedaron los rusos, pero parecieron más minutos que horas. Cuando sintió que se habían ido, se arriesgó a mirar por debajo de la chaqueta. El patio estaba vacío de vida. Ahora era su oportunidad. Extendió la mano hacia un par de pies cerca de él, los del hombre muerto que había visto cuando entraron por primera vez en el patio.
Le quitó los zapatos para ponérselos y luego se arrastró hasta una valla, hacia unos jardines cercanos. Tenía que cruzar otra cerca antes de llegar a una casa abandonada durante el bombardeo. Lo que siguió fue otro calvario aterrador. Dentro de la casa, Ivan se curó la herida con un líquido antiséptico que encontró en el baño y se vistió con la ropa que dejó el dueño.
Se envolvió en una manta y trató de dormir. Pero lo perturbaron las voces. Voces rusas. Resultó que varios soldados rusos también descansaban en la casa. “Me vieron y comenzaron a preguntarme quién era y qué estaba haciendo allí”.
Los convenció de que él era el dueño de la casa y que su familia había sido evacuada. Sus heridas, explicó, fueron producto de los bombardeos. Los soldados creyeron su historia, pero le dijeron que no podía quedarse donde estaba.
Dijeron que lo llevarían a su base para recibir tratamiento médico. De vuelta en la calle Yablunska 144. “Estaba aterrorizado por lo que sucedería después, de un cautiverio a otro”. Pero la suerte de Iván persistió.
En la base, los médicos de combate trataron sus heridas. Si las tropas que le dispararon todavía estaban cerca, no lo vieron regresar o no lo reconocieron. Fue colocado con civiles refugiados en el búnker del edificio. Después de varios días, se les permitió irse.
Los cuerpos de los hombres asesinados que habían estado defendiendo Bucha con Ivan fueron abandonados en el patio, donde los rusos tiraban basura durante el mes restante de ocupación. Ivan encontró a su familia, aún refugiándose de la guerra, en casa.
Pudieron huir de Bucha -y, finalmente, de Ucrania a Polonia-, pero no del legado de las terribles horas en el 144 de la calle Yablunska.
La derrota militar obligó a la retirada. Acosados por las fuerzas ucranianas, los rusos abandonaron Bucha el 31 de marzo y se dirigieron al norte hacia la frontera con Bielorrusia. Los invasores dejaron numerosos rastros de su presencia. Desde lo banal -grafitis obscenos garabateados en las paredes- hasta lo potencialmente significativo.
En el suelo del número 144 de la calle Yablunska, encontramos la tarjeta de débito de un soldado emitida por el ejército, y lo rastreamos hasta Pskov en el noroeste de Rusia, una base importante para las fuerzas aerotransportadas. Otros periodistas encontraron evidencia que conducía a las mismas unidades: los regimientos 104 y 234 de Asalto Aerotransportado.
Un residente de Bucha encontró el teléfono de Ivan Skyba, que los rusos dejaron atrás cuando se retiraron. Contenía registros de llamadas realizadas a varios números en Rusia. Los registros no vinculan directamente con la masacre a ninguna de las personas que llamaron.
El teléfono podría haber pasado fácilmente entre un gran grupo de soldados. Pero los registros de llamadas podrían ayudar a reducir la búsqueda de los perpetradores a unidades más pequeñas dentro de los regimientos presentes cuando Ivan y los demás fueron ametrallados.
Los asesinatos en el 144 de la calle Yablunska y en otras partes de Bucha son el foco de una enorme investigación de crímenes de guerra por parte de la Corte Penal Internacional y Ucrania. La investigación ucraniana está dirigida por un abogado policial que, hasta hace poco, era más conocido por investigar casos de brutalidad dentro de la fuerza policial del país. Mostrándome la escena del crimen, Yuriy Belousov dice tener la esperanza de que los perpetradores finalmente enfrenten los tribunales.
“Los soldados rusos que cometieron este crimen podrían ser detenidos en alguna otra parte”, dice, citando el reciente juicio de un prisionero de guerra ruso acusado de asesinar a un civil cerca de Kyiv. Pero los grandes objetivos de la investigación son el presidente ruso, Vladimir Putin, y la élite militar y política rusa.
“Fue planeado de antemano”, asegura Belousov. “Se instruyó desde arriba sobre cómo comportarse. Los sospechosos son la punta del iceberg, los tipos que realmente ejecutan la guerra, digamos. Es como una cadena de personas cuyas decisiones llevaron a la invasión de Ucrania”. A menos que se produzca un cambio de régimen en Moscú, cualquier procesamiento inminente parece muy poco probable.
Si hay procesamientos, Ivan Skyba será un testigo de vital importancia. Por ahora, trabaja con el hombre polaco que dio cobijo a la familia. Los rusos parecen físicamente lejanos, pero el terror viene por la noche. “Te despiertas porque estás anticipando ese disparo en tu cabeza. Tengo esa sensación. Viene como una ola”.
Cuando caminamos hacia un lago cercano, noto que un adolescente se unió al grupo familiar. Juega con el hijo de Ivan, que es solo unos años más joven. Ivan me dice que el adolescente es hijo de su amigo asesinado y padrino de su hija, Svyatoslav Turovsky. El niño y su madre se mudaron a Polonia con la familia Skyba.
Es una idílica tarde de principios de verano: los niños pescan, Ivan se apoya contra un árbol y observa, su esposa mantiene a su hija pequeña lejos de la orilla del agua. Pero para Ivan y su familia, para sus amigos -los Turovskyi-, para todas las familias de los hombres del 144 de la calle Yablunska, la invasión de Rusia y la masacre que desató lo cambió todo.
Recuerdo las palabras de Olha Prykhidko, cuyo esposo, Anatoliy, trató de huir para salvar su vida, y cuya tumba visita todos los días con dos tazas de café, una para él y otra para ella. “Cuando nadie puede oírme”, dice ella, “lo llamo por su nombre”.
Día tras día ella lo llama, de silencio en silencio, desde el vacío que deja la guerra.
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