La extraña vida sin rumbo de los pasajeros fantasma del aeropuerto de Barajas
MADRID (El País).- Los pasajeros del vuelo EK 144 con destino a Dubai, operado por Emirates, facturan valijas de diseño. En la cola aguardan señoras con vestidos caros y caballeros de traje y corbata, como si se dirigieran a un cóctel en lugar de a un viaje nocturno de seis horas. La monotonía del trámite queda rota por los gestos ampulosos de un hombre que carga con maletín negro. Se quita las anteojos, se frota los ojos, se tantea los bolsillos interiores de la campera.
-¿Le ocurre algo?-, le pregunta por fin una mujer joven.
-He perdido mi cartera, mi documentación...-, responde en inglés, y arranca en una profusa explicación que poco a poco se va apagando, como una radio a la que le bajan el volumen.
En la fila hay arqueo de cejas. Caras de incredulidad. Ojos clavados en el móvil. El hombre, un cincuentón de pelo abundante, se revuelve nervioso, sin saber qué hacer ante la indiferencia general. Parece confuso. Agarra la valija de cuatro ruedas y se va bajo la gran bóveda que empapa de luz natural la T4 de Barajas, en Madrid .
En la próxima hora, El Griego dará cuatro vueltas completas a la terminal. Se parará a hablar con una veintena de pasajeros a los que contará la misma historia de la documentación extraviada. Cuando se sienta observado fingirá que habla por teléfono desde una cabina y acordará una cita fantasma. Cruzará la pasarela que conecta la zona de salidas con el estacionamiento, bajará dos plantas, esperará un rato y volverá a entrar al edificio por el área de llegadas como un hombre renovado, que empieza de cero, pendiente de volar a algún lugar exótico del mundo.
Anastasius es el más conocido de los viajeros fantasma del aeropuerto de Madrid, por el que transitan 155.000 pasajeros cada día. Campera de cuero negra, camisa, valija que parece nueva con su nombre en un costado y una bolsa de mano que transmite la sensación de que lleva algo de valor encima. Para los trabajadores de Barajas, El Griego forma parte del paisaje, por lo que resulta invisible. Vive en la terminal desde hace al menos cinco años. Forma parte de un grupo de sin techo que se hace pasar por viajero, en su caso uno al que acaban de robar.
A diferencia de los indigentes que duermen en un pasillo largo que une la T2 y la T3 y llevan consigo cartones y bultos que los identifican con facilidad, los viajeros fantasma van ligeros de equipaje, con una tarjeta de embarque olvidada por alguien, ocultos entre la multitud viajera. ¿Su misión? recaudar un par de euros con la excusa de que necesitan dinero para llamar a sus familiares o a la embajada. Un joven que formó durante un tiempo tándem con El Griego dice que caminaban juntos entre 16 y 18 kilómetros al día, según un reloj Garmin Forerunner que llevaba en la muñeca. Después dejó de saberlo porque empeñó el podómetro en un Cash Converters, una tienda de segunda mano.
El ómnibus gratuito que conecta las terminales les sirve para estar todo el día de arriba para abajo. Conocen con precisión los horarios de los vuelos y ya detectaron cuáles son los más rentables. El Griego, aunque haya días que se vaya sin nada, como hoy, siempre acude a la facturación del de Dubai después de haber probado suerte en los que van a Londres o Nueva York.
Sus movimientos a veces los delatan. Los conductores del ómnibus los distinguen porque son de los pocos, exceptuando los trabajadores, que se bajan en la T3. A través del retrovisor, Agustín, un conductor que repite una docena de veces diarias el mismo trayecto, dice ser capaz de identificarlos la tercera vez que los ve. Desde ahí van andando hasta el pueblo de Barajas, dos kilómetros a pie, un buen tramo en una carretera sin acera. Allí compran en supermercados a precios razonables. Y si han juntado los 27 euros que cuesta una habitación con baño en un hostal humilde, puede que se queden a dormir.
Ese número está grabado a fuego en sus cabezas: 27. El Griego, al que es difícil ver en reposo, lo repite como un mantra ("necesito 27 euros"). Su inglés fluido, su francés más trabajoso, lo dotan de cierta credibilidad. Si se para a hablar un momento, ruega que la conversación sea breve, concisa. Cinco minutos perdidos son, como poco, dos viajeros a los que ha podido abordar y ya nunca lo hará. Permanecer inmóvil es perder dinero. El taxímetro no avanza.
El McDonald's es el punto de reunión. Se come barato, en grandes cantidades y nadie va a molestarlos. Aquí el tiempo parece suspendido. Cada día es idéntico al anterior y al siguiente. David -campera marrón, camisa roja a cuadros, un sombrero- lleva por tercer día consecutivo sentado en las mesas de fuera del local. Al que se pare escucharlo le cuenta que perdió un vuelo a Tel Aviv y desde entonces está a la espera de que un familiar le envíe el código de un billete nuevo. Asegura que duerme poco y que por eso está más nervioso de lo normal. Vende el sombrero por 30 euros. Se siente como un buque varado ("sí, como Tom Hanks en esa pelí").
El más misterioso de los pasajeros fantasmas tiene un alto sentido de la dignidad. Cuando un guarda de seguridad colombiano del aeropuerto se acerca a preguntarle de dónde es ("compa, ¿de dónde es usted, pues?"), responde cortante: "Eso no forma parte de su competencia. Dedíquese a su trabajo".
Le dicen El Japonés o el del Chelsea, porque lleva una camiseta del equipo de Londres. Tiene 56 años. A veces ha hecho de traductor para la policía cuando algún pasajero japonés se ha visto envuelto en algún problema. Lleva viviendo aquí ocho años ininterrumpidamente. Una serie de decisiones incorrectas en los negocios lo llevaron a estas circunstancias. Al caer la tarde se sienta en una mesa del McDonald's y conecta su tableta a la red wifi ("de mala calidad, lamentablemente") para ver en Youtube videos de kung fu, documentales y películas. ¿La última que vio? "Jungla de Cristal 2. El catálogo es muy antiguo".
Duerme en una esquina de la terminal, en el suelo, junto a los ventanales que dan a las pistas. Sobre las 5.30 empieza a escuchar el ruido de los trabajadores de la limpieza pero no se levanta hasta que suena su despertador, a las seis en punto. Va directo al baño, donde se lava la cara, los dientes y sale dispuesto a encontrar "algo interesante". Sabe dónde hacerlo. En una puerta suele encontrar cajitas de desayuno que preparan los hoteles para sus huéspedes que se marchan antes de que abra el buffet.
Con el estómago lleno, toca ganarse la vida: "Sin robar, pedir, ni amenazar". Hace de guía, para, se pasea por los mostradores en busca de algún viajero en apuros con sobrepeso en la maleta. Es entonces cuando ofrece uno de los bultos de mano que lleva consigo. A veces lo que tiene son bolsas grandes, como las de Carrefour o Ikea. También valen. Y si, por causalidad, se ha hecho con algún rollo que las empresas de embalar olvidan, se ofrece a plastificar maletas por su cuenta.
Antes salía más a la calle, iba a Tres Cantos, una localidad ubicada a unos 22 kilómetros, por algún motivo que no desvela (¿amor?), pero desde hace un año y medio no ha puesto un pie fuera de la terminal: "Estoy pegao". El resto de viajeros perpetuos le llaman enchufado porque se ha ganado a los trabajadores de las tiendas, que a menudo le ofrecen café y comida gratis. Lamenta que Iberia haya cancelado la suscripción al Financial Times ("periodismo de alta cualificación, muy bien escrito"), un periódico que devoraba pese a que, como dice él, muestra una realidad muy alejada de la suya. Ahora que se lo preguntan, dice que sí, que a veces ha pensado en irse, pero que le resulta una idea antigua, perdida en la bruma del pasado.
-¿Se imagina pasando aquí el resto de su vida?
-Sí, ¿por qué no? Podría ocurrir.
El País, SL
Juan Diego Quesada
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