Cuatro siglos atrás, la inundación de San Mateo sumergió a la actual capital de México y provocó alrededor de 30.000 muertes
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Quien vive en Ciudad de México sabe que su ubicación no solo la hace especialmente susceptible de sufrir terremotos. Su fundación sobre un lago hace que sea también tremendamente vulnerable ante inundaciones. Es por eso que, desde hace siete siglos, los habitantes de esta zona miran con cierto recelo al cielo cuando llueve con fuerza ante el temor de dramáticas consecuencias.
Este 13 de mayo, el gobierno mexicano conmemoró los 700 años de la fundación de Tenochtitlan, antigua capital mexica y actual Ciudad de México.
Y aunque hay grandes dudas sobre la veracidad de esta fecha -muchos historiadores creen que el aniversario se celebraría en 2025-, de lo que no hay duda es que la megaurbe se ha enfrentado a grandes inundaciones a lo largo de su historia.
Pero entre todas, destaca la registrada en 1629: un desastre que, aunque desconocido por muchos, fue sin duda una de las mayores tragedias de todos los tiempos para la ciudad.
La fuerza de la lluvia fue tal que la capital “desapareció” bajo las aguas durante nada menos que cinco años y se llegó a plantear su traslado a otro lugar. La ciudad tuvo que emerger, literalmente, y reconstruirse casi desde cero.
Aquella catástrofe que marcó a una generación entera es conocida como el diluvio o inundación de San Mateo.
Los problemas de vivir sobre un lago
Cuando los mexicas fundaron Tenochtitlan en el siglo XIV sabían el riesgo de ubicarla en medio del lago de Tezcuco. Por eso realizaron obras como diques y muros de piedra para controlar el nivel de las aguas que les rodeaban.
Cuando cayó ante los españoles dos siglos después, Hernán Cortés lideró la construcción sobre aquellas ruinas de una magnífica ciudad destinada a ser la capital del virreinato de Nueva España.
Entre lagos se levantaron palacios, iglesias, plazas y hospitales, pero no los sistemas de drenaje adecuados para aquel entorno.
A inicios del siglo XVII, Ciudad de México sufrió hasta cinco grandes inundaciones. Las autoridades pensaron como solución en construir un gran desagüe que fuera drenando los lagos de la cuenca de México.
El proyecto le fue encomendado al ingeniero Enrico Martínez, que comenzó las obras del canal de Huehuetoca en 1607. Pero el desastre se veía cada vez más cerca.
“Enrico Martínez comprendió que la deforestación, el pastoreo sin discriminación y la expansión de los cultivos habían erosionado la capa de tierra. Año con año, las fuertes lluvias arrastraban más tierra a los lagos, elevando el nivel del agua”, escribió Richard Everett Boyer en su libro La gran inundación.
Dos décadas después del inicio de su construcción, las constantes modificaciones y la falta de inversión hicieron que el canal aún no estuviera funcionando.
Una ciudad desierta
Cuando entre el 20 y 21 de septiembre de 1629 una gran tromba de agua azotó la capital, Martínez decidió bloquear la entrada del canal para evitar que el agua afectara a las reparaciones que se le estaban realizando.
Las consecuencias para los habitantes de la ciudad fueron dramáticas. La lluvia que cayó con furia durante 36 horas seguidas bajó imparable desde los montes hasta la ciudad, donde el nivel del agua superó los dos metros de altura.
El torrente arrasó con las frágiles casas de adobe de la población indígena que vivía en la periferia de Ciudad de México.
Los muertos se contaban por miles, que flotaban entre animales y muebles llevados por la corriente que alcanzaba los pisos altos de las casas que habían quedado en pie.
Muchos de los habitantes de clases pudientes que sobrevivieron decidieron marcharse. Algunas fuentes apuntan a que de 20.000 familias que vivían antes de la inundación, quedaron solo 400.
“Aquella gran ciudad quedó casi abandonada, desierta. El panorama era desolador y las escenas que se veían eran apocalípticas”, le dice a BBC Mundo Enrique Ortiz García, escritor y cronista de Ciudad de México.
Una de ellas, destaca el divulgador cultural, es la procesión que se organizó sobre las aguas y en la que participaron unas 200 canoas encabezadas por la virgen de Guadalupe, a quienes los habitantes pedían que intercediera para que las aguas se disiparan.
O la llamada “isla de los perros”, un montículo en el desparejo suelo de la actual plaza del Zócalo a donde acudieron desesperados todos los perros callejeros de la ciudad para refugiarse y evitar ahogarse.
Vivir inundados
Las aguas no bajaban, por lo que quienes se quedaron tuvieron que aprender a convivir con ellas. Se colocaron puentes de madera en las terrazas y se recuperaron las canoas, como se usaban en la antigua Tenochtitlan, como única manera de desplazarse por la ciudad. A las casas solo se podía entrar por las ventanas del segundo piso.
Los sacerdotes celebraban misas en los techos de los conventos para tratar de confortar a los vecinos, que les escuchaban desde sus casas creyendo que estaban condenados, como aquella ciudad, a desaparecer.
Había carestía de alimentos y los saqueos eran continuos. La falta de higiene y el agua contaminada estancada en la ciudad inundada propagaron las enfermedades como la pólvora.
“Esta ciudad no volverá a poblarse jamás”, escribió fray Gonzalo de Córdoba, según destaca Héctor de Mauleón en su libro La ciudad oculta.
Dos años después de la inundación, e incapaces de descubrir un sistema para que las aguas desaparecieran, las autoridades discutieron sobre la posibilidad de trasladar la ciudad a otro lugar.
Rodrigo Pacheco y Osorio, marqués de Cerralvo y virrey de Nueva España, se planteó establecer la capital en Coyoacán o Tacuba. Pero la idea fue finalmente desechada. La inversión para crear Ciudad de México había sido millonaria, por lo que reconstruir las obras y edificios afectados por el agua sería más barato que empezar una urbe desde cero.
Una generación marcada
La ciudad siguió sufriendo lluvias torrenciales y permaneció bajo el agua durante cinco años.
No fue hasta 1634 que una sequía disminuyó el nivel del agua. Muchos prefirieron pensar que fueron sus plegarias a la virgen de Guadalupe las que salvaron la capital.
Se estima que unas 30.000 personas murieron en total, ahogadas o por las enfermedades causadas por las inundaciones durante los años posteriores.
La catástrofe marcó, por lo tanto, a una generación entera de capitalinos. Los cimientos de todas las construcciones quedaron dañados y muchas acabaron colapsando tiempo después.
“En la Ciudad de México actual no quedan más de 10 construcciones anteriores a 1629. De tal grado fue la inundación, que prácticamente hubo que reconstruir con el tiempo toda la ciudad”, señala Ortiz García.
Aquella decisión de mantener Ciudad de México en su emplazamiento original marca innegablemente el destino de quienes viven en ella siglos después. “Es un deporte extremo vivir en esta ciudad porque te cuidas de las inundaciones, de los temblores por ser zona sísmica…”, afirma el escritor.
Sin embargo, y pese a ser una de las tragedias más importantes en la historia de la capital con efectos y consecuencias hasta el día de hoy, la inundación de San Mateo no es ampliamente conocida.
Según Ortiz García, “el periodo virreinal en México es en general poco estudiado porque todavía, de algún modo, ‘cala’ en el ánimo de los mexicanos. Los gobiernos posrevolucionarios enaltecieron las culturas originarias y todo lo que marca el origen del México independiente”.
“Algunos incluso inculcaron un menosprecio hacia la ocupación española porque lo veían desde un contexto actual. Eso es entender la historia de mala forma, porque son hechos del pasado que también forman parte de nuestra existencia”, remata.
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