La cruzada de una mujer contra su abuelo nazi
Jacqueline Gies prácticamente no existía en Google antes de su viaje a Buenos Aires. En Alemania nunca fue entrevistada. Su categórica proclama, "Soy nieta de un nazi asesino que se murió sin castigo", en su país no quiere ser escuchada.
Está asombrada, dice que también conmovida, por la cantidad de gente que se acercó a conocerla durante la semana de charlas y mesas de debate que organizó para ella la Fundación Ana Frank de Argentina, gestora de su viaje. Fueron jornadas sin quejas ni cansancio hablando durante horas en contra del negacionismo, la xenofobia y el antisemitismo. Es la forma que encontró esta mujer de 52 años, graduada en Historia del Arte, casada y sin hijos, de rendirle tributo a las víctimas de su abuelo y de los otros cientos de magnánimos cómplices del régimen de Hitler a los que nunca les cayó el peso de la justicia.
Con el correr de los días, Jacqueline contó que él, Robert Gies, se unió al Partido Nazi en 1933. Integrante de las Schutzstaffel –cuerpo de protección– primero, y del servicio de inteligencia después, trabajó para líderes como Reinhard Heydrich –máxima autoridad del Protectorado de Bohemia y Moravia creado por Hitler en la ex Checoslovaquia– y Karl Herman Frank –su Secretario de Estado–. Cuando en 1942 Heydrich fue asesinado, y ante la sospecha de que los dos miembros de la resistencia checa que lo ultimaron estaban escondidos en una aldea a 16 kilómetros de Praga llamada Lídice, Hitler ordenó ejecutar a sus 192 habitantes hombres y mandar a sus 196 mujeres y 88 niños a un campo de concentración, en donde la mayoría terminó encontrando la muerte. Todo esto, en una única jornada de 1942 que se conoce como Masacre de Lídice y de la que Gies fue uno de sus grandes responsables. Pero no pagó por los crímenes: finalizada la guerra se escondió en un monasterio, cambió su nombre, volvió a Alemania, pasaron los años, recuperó su nombre y murió "pacíficamente" en una cama de hospital, en 1974, a los 72 años.
Cuarenta y cinco años después, en el jardín de la Fundación Ana Frank de Belgrano, debajo de un retoño del castaño que Ana Frank espiaba desde su refugio secreto en la casa de Amsterdam, Jacqueline se abrazó con Sara Rus, la activista polaca judía de 92 años que tiene el aciago sino de ser sobreviviente de Auschwitz y madre de Plaza de Mayo –su hijo desapareció en 1977, a los 26 años–. Hablaron juntas, durante casi dos horas, ante un auditorio lleno al que la alemana le dijo cosas como: "Si mi abuelo estuviera vivo. lo denunciaría (…) Me parece increíble que Sara y su nieta –la docente e investigadora Paula Scheinkopf– hayan querido sentarse con la nieta de un genocida. Estoy muy emocionada". Además, Jacqueline se hizo tiempo para conversar con LA NACION revista.
¿A qué edad conociste la historia de tu abuelo?
No guardo recuerdo de un momento preciso en el que me haya enterado de todo. Pero cuando tenía entre 10 y 11 años, mis padres me contaron que había ocupado un alto cargo entre los nazis de Praga. Lo que no teníamos eran pruebas escritas, documentos concretos que lo demostraran. Pero quedaba claro que sí había sido parte de esa maquinaria, que tuvo que haber sabido lo que pasaba y haber participado de alguna manera. No lo conocí personalmente, murió cuando yo tenía 7 años y para esa época no había ningún tipo de relación entre mi padre y su padre. No se hablaban. Creo que por eso me resultó relativamente fácil investigar y decidir hablar sobre el tema: si hubiera tenido recuerdos de mi abuelo vinculados a lo afectivo, hubiera sido mucho más difícil.
Él se separa de tu abuela en Praga y ella se vuelve a Alemania. ¿Por algún argumento moral?
De ninguna manera esa separación tuvo que ver con que mi abuela estuviera horrorizada por las acciones de mi abuelo. Los motivos fueron estrictamente personales. Intuyo que debe haber tenido algo que ver que ella se enterara de que había otra mujer, porque un año después de la separación él volvió a casarse. Así que acá no hubo cuestiones morales. Pero yo tampoco conocí a mi abuela personalmente. Mi padre y su hermana tenían una muy mala relación con ella. No la consideraban una verdadera madre, sino una señora de buen hogar burgués a la que le interesaba cualquier cosa menos ocuparse de sus hijos. De hecho, en Alemania fueron criados por los abuelos maternos. Después del ‘45, mi abuela hizo declarar muerto a su exmarido para cobrar la asignación como viuda de guerra. Les contó a sus hijos que efectivamente había fallecido y recién en los ‘50, siendo mi padre un adolescente, se enteró de que en realidad seguía vivo. Había pasado varios años escondido con un nombre falso, pero en esa época ya se movía libremente con su nombre de siempre. Ahí es cuando mi padre empieza a buscarlo para establecer contacto y plantearle una serie de preguntas: ¿Cuál había sido su rol durante el nacional-socialismo? ¿Qué culpa tenía en todo eso? Pero no le dio las respuestas que él esperaba.
¿Qué le contó?
Respondió con evasivas. Por supuesto que para entonces ya habían cambiado muchas cosas en la sociedad. Mi abuelo venía siguiendo con mucho interés los juicios de Auschwitz, o sea que estaba informado al respecto. Mi papá también intentó obtener información de mi abuela, pero lo que único que ella hacía era insultar a su exmarido. Lo llamaba "cerdo", no por su pasado nacional-socialista, sino por haberla abandonado.
Y él murió sin ser condenado y sin ningún cargo de conciencia.
Murió en paz en un hospital. Y según lo que me dijo mi padre, nunca se arrepintió de nada. No se hizo cargo de su responsabilidad ni públicamente ni en la intimidad de su familia. Cuando le preguntaban, siempre contestaba que había estado a cargo de "asuntos culturales".
Para reparar la memoria de las víctimas de la Guerra Civil, el gobierno español estudia revocar los títulos nobiliarios de los familiares de Franco. Durante el traslado de sus restos se les prohibió vitorearlo o aplaudirlo. ¿Alemania tuvo actitudes parecidas?
Hasta bien entrados los 60, lo que se esperaba en Alemania era silencio, no se hablaba. Fue la generación de mis padres, la del ‘68, la que se atrevió a preguntarle a sus mayores qué es lo que habían hecho. Así es como el tema entró en la opinión pública. En las décadas del 70 y el 80 desde el gobierno y las instituciones, en particular desde las escuelas, se empezó a reconocer la culpa. En las aulas, por ejemplo, se comenzó a tratar muy intensamente la Shoá. Pero desde mi punto de vista, por un lado Alemania se expresaba como un Estado que admitía el Holocausto a nivel oficial, y por el otro, a nivel privado, no, de ningún modo. En los 90, hubo en Hamburgo una exposición que mostraba los crímenes de los soldados del ejército alemán. Las reacciones fueron muy fuertes. Uno de los lemas usados para protestar fue: "Mi abuelo no fue un nazi". O sea, a nivel oficial la culpa es parte de una razón de Estado, pero en la manera de vivir y de percibir se la rechaza. Creo incluso que hoy ese rechazo es aún mayor que antes. Con mi marido tenemos una pequeña librería en Berlín. Cuando en 2016 el partido populista de derechas ganó un escaño en el parlamento municipal, varias librerías levantamos la voz contra el regreso de la intolerancia, el racismo y el nacionalismo. Uno de los libreros organizó una especie de debate abierto y grupos de neonazis le rompieron el auto y la vidriera.
¿Y cómo quedás vos, con tu propia pequeña "gesta", parada frente a eso?
No utilizaría de ninguna manera el término gesta para mí misma. Además, son muchos los nietos de perpetradores que escribieron libros sobre el tema. No los conozco personalmente, pero sí los leí, de modo que no soy la única que está haciendo esto. Recién en 2017 empecé a hablar públicamente, pero desde luego nunca en Alemania tuve la oportunidad de dar entrevistas, ni se despertó el interés que hay en la Argentina por la Shoá.
¿Cómo pueden explicarse posturas tan enfrentadas? La hija de Heinrich Himmler –el "arquitecto" de los campos de concentración– dedicó su vida a hacer campaña a favor de los nazis procesados y murió hace poco defendiendo el honor de su padre.
Pero la nieta ya no. Hay dos actitudes: la hija lo defendió y Katrin Himmler, que en realidad era sobrina nieta, sentía vergüenza por su apellido. Se casó con un judío descendiente de víctimas del gueto de Varsovia, escribió un libro y también viaja mucho contando su historia. En mi caso, tengo la sensación de que seguir investigando más allá de lo que pudo investigar mi papá es una misión que me transmitió. Él llegó hasta ciertos límites, quizá también porque como hijo le faltaron fuerzas para continuar. Pero siempre le pareció muy terrible que su padre no haya tenido el castigo que le correspondía. Me resulta muy difícil entender qué es lo que les pasa por las cabezas a aquellos cuyos ancestros tuvieron un cargo jerárquico durante el nazismo. En cuanto a mí, supongo que mi actitud tiene que ver con que en mi familia siempre se habló de manera muy abierta sobre la Shoá y siempre tuvimos esa sensación de que nosotros tenemos algo de responsabilidad. Por supuesto, no somos los victimarios, pero ellos forman parte de nuestra historia y es nuestro deber sacar a la luz estas verdades.
Los niños que sobrevivieron a la matanza de Lídice hoy deben andar por los 80 años, ¿tuviste contacto con ellos o con sus familias?
Hasta ahora no me animé. Cuando se cumplieron 75 años de la masacre, asistí a una actividad conmemorativa. Había sobrevivientes y, principalmente, descendientes, pero no pude decirles quién era ni darme a conocer como nieta de. Fui al encuentro con muchísima vergüenza. Lo único que hice fue dejar constancia de mi visita en el libro de visitas. Me conmueve mucho haber tenido la oportunidad de encontrarme con Sara Rus en Argentina. Me emocionó profundamente que quisiera conocerme y que incluso hablara en alemán conmigo. Ella tampoco se imaginó que podría abrazarse con un familiar de un genocida nazi.
¿Tu carga es menos pesada después de estos encuentros?
Quisiera dejar en claro y expresar con todas las letras que no considero que crecí con una carga. No es mi manera de verlo, porque eso sería como compararme con las víctimas. Ellas sí tienen una pesada carga. Tampoco se trata de un proceso de sanación. Yo con lo único que puedo tener esperanzas es que con los encuentros que vaya teniendo con los descendientes de las víctimas pueda de alguna manera devolverles algo de lo que mi abuelo y otros les quitaron y destruyeron.
Decenas de nazis vivieron en libertad sin ser juzgados, como tu abuelo. Mengele murió nadando en una playa de Brasil… ¿será que realmente jamás tuvieron un mínimo cargo de conciencia?
No hay genocidas arrepentidos. No soy una persona religiosa, así que no pienso que pueda haber un infierno al que vayan ni nada por el estilo. Por eso es importante que las personas sean enjuiciadas, condenadas y que reciban el castigo público que les corresponde. Si eso no sucede no creo que haya algo de una esfera más elevada que se haga cargo de aplicar Justicia Divina. Lo que puedo decir, quizás para cerrar, es que siempre que hablo de mi abuelo, en los talleres, o acá en este momento, siento ira, rabia hacia él. Es una rabia que incluso se expresa corporalmente. Tengo la necesidad de moverme, de caminar, de correr. Poco a poco los sobrevivientes y los perpetradores van muriendo y quedan las preguntas. Es fundamental hablar de esto, transmitir nuestros conocimientos. Si no somos nosotros quienes contamos la historia, ¿quién lo va a hacer?
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