La ciudad ucraniana donde comenzó el frustrado asalto ruso a Kiev: “Fue como el Armageddon”
Hostomel, al norte de la capital del país, es otra localidad devastada tras la retirada de las tropas invasoras; “Los rusos mataron a mi hijo y después lo aplastaron con un tanque”, contó una mujer
HOSTOMEL, Ucrania.- “¡Animales! ¡Los que estuvieron aquí son animales!”, repite una y otra vez Ustina Ivanivna, que llora en forma intermitente. “¡Díganle al mundo qué clase de animales estuvieron aquí, díganle al mundo lo que pasó aquí, lo que hicieron es imperdonable!”, solloza esta mujer de 73 años, que no sólo tiembla por el frío, sino que tiembla de miedo y de dolor. “Los rusos mataron a mi hijo, Sasha, cuando estaba ayudando a evacuar a otra gente... Un tanque le disparó cuando estaba en su auto y después, el tanque aplastó su auto, le pasó por arriba”, clama. “Nadie pudo reconocer el cuerpo de Sasha porque lo machacaron, lo aplastaron. Los rusos que pasaron por aquí son animales, bestias”, exclama Ustina, sin consuelo.
Es otro día gris y sopla un viento helado en Hostomel, localidad famosa por el aeródromo que guardaba el avión Antonov más grande del mundo -el AN-225 Mriya, destruido por los rusos-, que solía tener poco más de 17.000 habitantes antes de la guerra.
Hostomel es otra localidad al norte de Kiev en condiciones apocalípticas. Casi todo el mundo se escapó cuando comenzó la invasión y, en medio de feroces batallas, muchos perdieron la vida en el intento.
Sin luz, sin agua corriente, sin gas, sin conexión telefónica y con shoppings y negocios destruidos, centenares de casas están destrozadas y edificios de varios pisos incendiados, arrasados por bombas y misiles. Parece que hubiera habido un terremoto. Aún se ven, entre las ruinas, restos de tanques, decenas de autos con vidrios rotos y disparos en sus esqueletos, escombros de una guerra que cumple hoy 48 días.
La terrible devastación de #Hostomel al norte de #Kiev #UkraineUnderAttack pic.twitter.com/4HHbDi4srC
— Elisabetta Piqué (@bettapique) April 12, 2022
Desde el aeropuerto que había aquí, las fuerzas rusas el 24 de febrero comenzaron su asalto a sangre y fuego. El objetivo era tomar en forma relámpago Kiev, la capital, pero la inesperada resistencia ucraniana, formada no sólo por el ejército regular, sino por las milicias de voluntarios de las Fuerzas Territoriales de Defensa, cambió abruptamente los planes de Vladimir Putin.
“Aquí, cerca de Hostomel, tenemos el río Irpin y es el lugar donde las tropas rusas fueron frenadas”, asegura a LA NACION Alex, un soldado que no oculta su orgullo. Alex, que habla inglés, aparece junto a su pelotón en un centro de ayuda que hay en una escuela de Hostomel, a pocas cuadras de una iglesia ortodoxa con sus habituales cúpulas doradas con forma de cebolla. Allí voluntarios, que calientan con leña agua para cocinar en grandes ollas huevos duros, entregan comida -se ven bolsas de papa-, medicamentos, pañales, ropa, a los sobrevivientes de Hostomel: quienes se quedaron aquí durante las cuatro semanas de guerra.
“No estoy cien por cien seguro, pero por lo que veo aquí, Hostomel es probablemente el lugar con más destrucción en nuestro territorio”, afirma Alex.
Dos opciones
Aunque ya no se combate, en Hostomel se ven escenas de guerra. El pelotón se ha reunido en la explanada que hay frente al centro de ayuda y uno de los comandantes pronuncia una arenga ante los uniformados en fila, con kalashnikovs y otras armas en mano. El comandante felicita a los combatientes por haber defendido con valor su tierra y anuncia que, en esta nueva etapa de la ofensiva, después de la humillante retirada de los rusos de esta zona y una inminente ofensiva en el disputado Donbass, en el sudeste, hay dos opciones. Quien está en las Fuerzas Territoriales de Defensa puede seguir colaborando con este grupo de voluntarios que ha sorprendido por su tenacidad y valentía, o puede, si quiere, pasar a enrolarse en el ejército oficial, advierte el general. Aconseja, por otro lado, que como hay mucha gente armada dando vueltas que no forma parte de esas fuerzas, aumentar los controles y mantener los ojos bien abiertos, atentos ante cualquier intento de saqueo a las casas abandonadas y destruidas, que son mayoría.
En el centro de ayuda hay dos voluntarias de Médicos Sin Fronteras que, comparando sus experiencias anteriores en otros conflictos, destacan la cantidad de voluntarios -que tomaron las armas o colaboran desde otro ángulo- que ven ayudando en esta guerra en el corazón de Europa. Y aseguran que lo que más necesita la poca gente que se ha quedado en Hostomel es ayuda para superar el trauma de haber sobrevivido en sótanos, bajo tierra y bajo fuego, en medio del terror de los estruendos de la batalla, sin luz, comida, agua y calefacción, durante semanas.
“Mucha gente fue secuestrada por soldados chechenos y mucha murió por infartos”, asegura a LA NACION Olena, una doctora local considerada una heroína, que fue la única médica que nunca se fue, sino que se la pasó atendiendo a los vecinos yendo de aquí para allá con su ambulancia. “Llegamos a coser a heridos de combate en medio de la oscuridad, algunos no sobrevivieron, porque operábamos en sótanos, en condiciones más que precarias”, precisa Olena, quien cuenta que al principio había más de 40 heridos por día.
“Una de mis mejores amiga, Margarita, fue asesinada junto a sus dos hijos de 12 y 14 años mientras intentaban escapar en su auto. Su marido sobrevivió y perdió una pierna”, afirma Olena, de 48 años. “Hostomel era una ciudad muy linda, aquí vivíamos muy bien, en paz y cuando llegaron los rusos fue como el Armageddon, la catástrofe”, comenta.
Mientras tanto, muestra el consultorio que dirigía, que había estrenado hacía muy poco, que fue arrasado por soldados rusos que allí se escondieron. En el lugar se ven cajas de cartón verdes de las raciones militares rusas, muebles dados vuelta, botellas de vino. “Este consultorio era como mi criatura, había ordenado cada mueble, cada escritorio, cada aparato médico y mire cómo lo dejaron”, lamenta. “Pero ahora toda mi energía está puesta en limpiar todo esto y volver a empezar”, asegura, al señalar las partes del consultorio que ya logró limpiar junto a su equipo de colaboradoras.
A pocos kilómetros de allí, en una casa que se levanta en un barrio de las afueras, en medio del campo, Ustina, mujer robusta, con un pañuelo típico en la cabeza, pantalones de lana y botas, está lejos de tener ese ánimo.
“Quisieron matarme”
“Ya no como, ya no duermo, apenas logro calentarme un poco de agua para el té, no tengo fuerzas”, dice. Su hijo, Sasha, que tenía 46 años y trabajaba como jardinero municipal de la cercana localidad de Bucha, es el tercero que se le muere en pocos años. Otros dos varones que trabajaban en Chernobyl, debido a las radiaciones de la central nuclear, murieron a los 40, el mayor, y a lo 33, el menor. Sólo le queda una hija mujer, que es enfermera y trabaja en un hospital de Kiev.
Ustina no vio el cuerpo de su hijo. Pero sabe que en verdad no existe, son sólo restos, porque fue aplastado brutalmente por el tanque que también lo mató, como le contó una amiga que fue a la morgue a verlo. Será enterrado cuando caven la fosa en el cementerio. Su gran preocupación, ahora, es recuperar su cadenita con la cruz de oro que llevaba al cuello -que al parecer desapareció en manos de un funcionario de la morgue-, porque se la quiere dar a su hija, Dasha, de 12 años. La niña ahora se encuentra con su madre en Polonia o en algún otro país de Europa. “No sé exactamente dónde están mi nuera y mi nieta, la hija de Sasha, lo único que sé es que no para de llorar”, dice Ustina.
¿Cuándo mataron a su hijo? “El 7 de marzo. La última vez que había hablado con él por teléfono fue el 3 de marzo y mi alma entonces presintió que era la última vez”, confiesa.
Mientras busca entre unos viejos álbumes una foto de Sasha en una biblioteca del modesto living de su casa -desordenada y donde hace más frío que afuera, un frío húmedo-, como si no alcanzara con que mataron a su hijo, el último que le quedaba vivo, Ustina cuenta que también ella fue víctima de los “animales”.
“No sé si le sacaron su documento y vieron la dirección, pero vinieron a mi casa, rompieron violentamente la puerta de entrada y cuando vieron que tenía una bandera ucraniana, que justo me habían regalado unas jóvenes para agradecerme que les doné medias de lana para los soldados, quisieron matarme”, denuncia. “Rompieron la bandera e intentaron ahorcarme con la tela, pero después me soltaron, riendo”, agrega, con ojos llenos de espanto.
“Cuando comenzaron a atacar el aeropuerto de Hostomel -sigue-, acá fue como un infierno. Había como cincuenta helicópteros y los tanques rusos pasaban por el frente. Vinieron como nueve veces acá, al principio se portaban más o menos bien, pero después el trato fue horrible, fueron como animales, monstruos”, denuncia Ustina, una mujer destruida, viuda y jubilada, que trabajó toda su vida en una compañía de tabaco. “Al único que los rusos trataron bien fue a un vecino que enseguida comenzó a colaborar con ellos, a darles comida y a invitarlos a su casa... Por supuesto su casa está intacta, no la tocaron”, acusa.
Nos despedimos de Ustina, que sigue temblando y llorando en forma intermitente y que está más sola que nunca, con un fuerte abrazo. Lo necesita.
¿Hay algo con que podamos ayudarla? “Vengan al funeral de Sasha -contesta- y díganle al mundo la clase de animales que estuvieron aquí. Nunca más nadie tiene que vivir algo así”.