La ciudad latinoamericana que sufrió múltiples epidemias de viruela: cómo la enfrentó antes de la vacuna
En dos grandes brotes en el siglo XVI murió el 90% de la población indígena de Tunja, en Colombia, y luego hubo 22 brotes más hasta la llegada del fármaco en 1804; de la policía sanitaria a confesiones en la iglesia, las distintas estrategias a las que acudieron
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BOGOTÁ.- Corría el año de 1558, cuando la viruela tocó a los pobladores de la Nueva Granada. Esta enfermedad altamente contagiosa fue traída a estos suelos, según historiadores, por los conquistadores españoles, quienes la transportaron desde su territorio.
Las dos epidemias de este virus (la de 1558 y la de 1564) lograron terminar con la vida del 90 por ciento de la población indígena que habitaba estas tierras, de acuerdo con un informe del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Icanh).
Como era de esperarse, la viruela viajó por todo el territorio y llegó hasta Tunja (Boyacá), la ciudad señorial de Colombia, y fue tanto su impacto que obligó a sus dirigentes a aislar la ciudad, quemar las ropas de los fallecidos y hasta individualizar a los enfermos.
Medidas de aislamiento
De acuerdo con el documento ‘La epidemia de viruela en la ciudad de Tunja, 1780-1805′, de Andrea Gutiérrez, la primera vez que los habitantes de esa ciudad experimentaron una epidemia de viruela fue en 1559 y, desde ese momento, tuvieron que vivir con repeticiones de esta en 23 ocasiones más, en diferentes años. Aunque en un principio las medidas fueron escasas, con el tiempo estas incrementaron su severidad. Para 1607, la cantidad de personas contagiadas era tan elevada que los miembros de la sala de Justicia y Regimiento de la ciudad decidieron controlar los insumos alimenticios que ingresaban a Tunja. Ello con el fin de que se limitara el número de personas que podía cruzar la frontera del territorio.
Tunja fue cercada y cerrada cada vez que había un anuncio de una posible epidemia en otra ciudad, no obstante, dicha medida era insuficiente.
El exilio de los tunjanos
El archivo regional de Boyacá se refiere a las disposiciones que tomaron las autoridades dentro de Tunja al notar que el aislamiento de la ciudad no era suficiente. El degrado, una medida que pretendía el exilio temporal de un grupo de personas, puede asemejarse a las medidas que tuvieron que cumplir los viajeros de otros países a raíz de la pandemia por Covid-19.
Cada persona que viniera de un lugar foráneo a Tunja tenía que pasar por un periodo de aislamiento lo suficientemente extenso para comprobar que no se encontraba contagiado. Si el individuo estaba enfermo, ni él ni su ropa ni su mercancía podían entrar a la ciudad señorial de Colombia. Este precepto causó gran revuelo en las familias de los fallecidos, quienes no solo tenían que lidiar con el duelo, sino también con el hecho de que toda la ropa y objetos de su ser querido fueran quemados por corregidores, la policía sanitaria de esa época.
Para el siglo XVIII, según el informe citado con anterioridad, se inició una individualización de los casos dentro de la misma familia, así pues, eran sus mismos parientes los encargados del cuidado de quien tenía la infección. Aquella decisión fue crucial para la formación de nuevos médicos y boticarios que pasaron de curar a su ser amado a la población en general, de acuerdo con el libro La Farmacia Ilustrada: 1750–1820.
Reformas y más reformas
A mediados del siglo XVIII la corona española decidió hacer algunas reformas económicas y de salubridad para favorecer a la población. “La limpieza y organización de la ciudad, el desplazamiento de los cementerios, la reestructuración de la institución hospitalaria, el plan de estudios médicos, el establecimiento de mecanismos más eficaces para luchar contra las epidemias y la traducción y distribución de manuales de salud fueron algunos de estos”, afirma Gutiérrez.
De esta manera, Tunja organizó la disposición de sus basuras, el entierro de personas y el consumo de comida en mal estado. Además, como esta era una población altamente religiosa que veía en las epidemias de viruela un “castigo divino”, las autoridades de la ciudad obligaron a sus pobladores a asistir a procesiones y confesiones para limpiar los pecados. Los ruegos no fueron suficientes y la viruela seguía cobrando la vida de cientos de tunjanos entre escasez de personal y hospitales sin capacidad.
En medio del desespero, las autoridades prohibieron a los perros y los cerdos, ya que, según ellos, aumentaban la insalubridad de la ciudad, así como el riesgo de contraer la infección.
Salvados por la inoculación
Luego de una epidemia en Venezuela que había sido ampliamente detenida por el uso de la inoculación, los tunjanos empezaron a experimentar con esta medida. Introdujeron la enfermedad por medio de incisiones a cuerpos que estaban sanos, obteniendo grandes resultados.
Marcelo Frías, investigador y autor de Enfermedad y sociedad en la crisis colonial del antiguo régimen, señala que esta práctica tuvo varios detractores de tipo ideológico, quienes creían que modificar a la naturaleza era combatir los deseos de Dios. No obstante, para cuando llegó la epidemia de viruela en 1802, gran parte de los habitantes ya estaban inoculados, por lo que los índices de mortalidad descendieron drásticamente. Dos años después, la vacuna por fin había arribado a Tunja.
La Junta de Vacuna de la ciudad subsistió hasta el mes de abril de 1810, acorde con el Archivo Histórico, debido a distintos acontecimientos políticos de la época. Los tunjanos se pudieron vacunar contra la viruela y esta se erradicó de su población.
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