La ciudad italiana de las momias: el secreto guardado en las catacumbas de Palermo que sorprendió al mundo
En la capital de Sicilia se encuentran las bóvedas de los monjes capuchinos, corredores subterráneos que albergan miles de cadáveres momificados o esqueletizados
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Palermo es la capital y la ciudad la más poblada de Sicilia. Ubicada en la parte más septentrional de esa isla, es una de las metrópolis más importantes de Italia. Su patrimonio arquitectónico y cultural, sumado a sus bellas playas bañadas por el mar Tirreno, convierten a esta ciudad en una verdadera joya mediterránea. Anualmente, esta urbe convocaba -en épocas de prepandemia- a miles de visitantes, prestos a recorrer sus estrechas calles y a maravillarse con su fisonomía, macerada en siglos de historia, donde descollan sus palacios, sus iglesias y sus monumentos.
Pero Palermo tiene algo más. En un barrio del oeste de la ciudad llamado Cuba-Calatafimi, anexo a la iglesia de Santa Maria della Pace, existe un convento que perteneció a los monjes Capuchinos. Y en los subsuelos de este lugar hay una serie de catacumbas en las que es posible tener un particular encuentro con la muerte. Sucede que en ellas, y acomodados en posición erguida o en sus ataúdes abiertos a lo largo de sus paredes, se encuentran más de 8000 cadáveres, esqueletizados o momificados.
Son los restos de los monjes que habitaron el lugar, pero también de ciudadanos de la sociedad palermitana que eligieron las cámaras subterráneas del convento como el lugar de su postrero descanso. La mayor parte de los cadáveres se encuentran vestidos con los mejores atuendos que tuvieron en vida. Además, los moradores de las catacumbas reposan en seis cámaras separadas por edad, por sexo y hasta por profesiones.
Son una docena de peldaños los que los visitantes deben descender para llegar a descubrir los pasillos de este particular cementerio de los monjes Capuchinos. Un lugar que albergó cientos de difuntos especialmente entre los siglos XVI y XIX de nuestra era y que hoy permanece abierto para que los turistas que lo visiten se sumerjan en un truculento espectáculo funerario, y puedan reflexionar acerca de la brevedad de la vida y de lo etéreo de las vanidades humanas.
El origen de las catacumbas
La orden franciscana de los monjes Capuchinos, fundada en 1525, llegó a tierras sicilianas en 1534. Entonces, los religiosos se instalaron en el terreno contiguo a la citada iglesia de Santa María della Pace. En los primeros años, cuando alguno de los frailes de la congregación moría, se lo sepultaba, envuelto en una túnica, en una especie de fosa común que se abría como una cisterna bajo el altar del templo.
Hacia el fin del siglo XVI, los frailes de la congregación decidieron ampliar el lugar para el eterno descanso de sus religiosos, ya que la fosa inicial estaba volviéndose insuficiente. Aprovecharon entonces la existencia de cuevas en el lugar para realizar allí excavaciones para la creación de tumbas subterráneas. Comenzaron con esta tarea en 1597, y dos años después, las catacumbas ya estaban listas para recibir a sus moradores.
Fue en 1599, entonces, cuando los monjes decidieron trasladar los cadáveres de sus 45 hermanos de la fosa común al nuevo lugar para su sepultura. En ese momento, los religiosos quedaron estupefactos al descubrir que los restos de los frailes estaban prácticamente intactos. Quizás fue por las corrientes de aire del lugar, o la sequedad del ambiente, o la química del suelo, pero lo cierto es que los cuerpos se habían momificado de manera natural.
De acuerdo con la página oficial de las Catacumbas de Palermo, la conservación de los restos de los frailes fue tomado por los religiosos como una señal divina y decidieron entonces no enterrar a sus muertos, sino colocarlos de pie en una serie de hornacinas dispuestas a lo largo de uno de los túneles que conformaban las catacumbas.
Silvestro da Gubio, fraile de la congregación de los capuchinos de Palermo, fue el primero de los que comenzaron a poblar las paredes de las tumbas subterráneas. Un cartel apenas deteriorado por el paso del tiempo que alguien puso sobre el atuendo de este monje, y que él parece sostener con su brazo, señala la fecha en que el hombre de la iglesia comenzó con su eterna vigilia: “16 de octubre de 1599″.
Cadáveres religiosos y seglares
A partir de ese momento, se fueron sumando los cadáveres de los frailes a las tumbas subterráneas. Junto a este fenómeno, los religiosos perfeccionaron sus técnicas para momificar naturalmente -o esqueletizar, sería el término más preciso-. De acuerdo a la reconstrucción de este proceso que realiza el sitio National Geographic, los capuchinos tenían una especie de “lavadero para los cadáveres”, que luego depositaban en una celda durante ocho meses, para que los cuerpos “sudaran” su humedad y se secaran.
Luego de ello, los restos eran lavados con vinagre y dejados expuestos al sol en una terraza, hasta que quedaban con la piel acartonada. Más adelante, los cuerpos eran vestidos y ya estaban listos para ser incorporados a los corredores en los que permanecerían al menos por los siguientes cuatro siglos. Otros documentos señalan que, en algún momento del proceso, los cuerpos se cubrían con arsénico y sal. Pero, aparentemente, esto se realizaba en tiempos de epidemias.
A mediados del siglo XVIII, cuando las catacumbas alcanzaron las dimensiones que tienen aún hoy, los monjes aceptaron que ciudadanos de Palermo ajenos a la orden pudieran ser alojados allí luego del último suspiro. Se trataba en general de personajes de clase alta que podían pagar los gastos de su momificación o bien que realizaban importantes donaciones a los Capuchinos para ganarse su lugar en los corredores bajo el convento.
Los familiares de los fallecidos podían visitar allí a sus seres queridos, que siempre estaban vestidos con las mejores ropas que habían tenido en vida, y también mantenían consigo un cartel con sus nombres y la fecha de su muerte. Así, miles de personas de la ciudad llegaron a las catacumbas a transitar su último descanso, hasta que el lugar dejó de funcionar en 1880, cuando las autoridades prohibieron los entierros en el lugar.
Luego de esa fecha, dos personajes rompieron la prohibición y fueron sepultados allí. Se trata de Giovanni Paterniti, cónsul de Estados Unidos en Sicilia, que falleció en 1911 y la pequeña Rosalía Lombardo, una niña de dos años que murió en 1920. Esta pequeña no recibió el mismo proceso de conservación del resto, sino que fue embalsamada. Y lo fue de manera tal que, a raíz de la perfección del método utilizado, fue bautizada como “la bella durmiente” o “la momia más hermosa del mundo”.
En 1950, las catacumbas fueron abiertas para que los habitantes de Palermo y del resto del mundo pudieran ingresar a ellas. Desde entonces, los cadáveres montados en sus corredores se convirtieron en una tétrica atracción turística.
Seis corredores para separar a los muertos
Así, los que ingresen al lugar pueden recorrer los pasillos excavados hace siglos por los monjes capuchinos en la roca siciliana, del mismo modo que en otros tiempos lo hicieran Guy de Maupassant, Alejandro Dumas o Carlo Levi, entre otros visitantes ilustres, que quedaron entre fascinados y atemorizados tras su visita.
Las catacumbas se dividen en seis sectores o corredores. Cada uno destinado a diferentes estratos de la sociedad. El primero de ellos es el corredor de los frailes capuchinos, donde reposan los religiosos más humildes. Otra realidad tienen los que descansan en el corredor de los prelados, destinados a los monjes de mayor jerarquía.
Otro más de los pasillos corresponde a las mujeres. Aquí se diferencian las damas nobles que visten sus vestidos más lujosos con gorras ornamentales, de las muchachas que partieron del mundo vírgenes antes del matrimonio, y que se encuentran todas juntas, vestidas de blanco, en una capilla conocida como “el crucifijo”, según informa la guía de información turística Info Sicilia.
El corredor conocido como “de los hombres”, en tanto, aglomera en sus paredes a los nobles y ricos de la ciudad de Palermo. El lugar más triste de las catacumbas es, sin dudas, la capilla de los niños y pasillo familiar, donde se conservan, como su nombre lo indica, los restos de menores fallecidos, que reposan, muchas veces, junto a sus familiares.
Finalmente, resta mencionar el último de los corredores, que es el de los profesionales. Allí comparten su postrero descanso médicos, abogados, pintores, oficiales y soldados, entre otros cultores de profesiones a las que dedicaron su vida y cuya impronta no los abandonó ni siquiera tras su muerte.
En la previa de la pandemia, un promedio de 40.000 personas visitaban cada año los pasillos subterráneos de Palermo donde impera la muerte. Allí, unos 8000 cadáveres ofrecen una visión descarnada, en todo sentido, de lo que espera a todo ser humano al finalizar su vida. Es que los restos momificados ofrecen a los turistas una realidad tan abrumadora y luctuosa como inevitable.
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