La burocracia del Vaticano pone a prueba incluso a los infalibles
CIUDAD DEL VATICANO- Un industrial italiano intentó ganarse algunos favores donando trufas por valor de 100.000 dólares. Un ejecutivo de Mercedes-Benz anhelaba que le concedieran una audiencia para sugerir mejoras en el papamóvil. Pero en los años finales del pontificado de Benedicto XVI también existieron otros desesperados por contar con la oreja del Papa, a quien enviaron mensajes muy diferentes.
Un cardenal advirtió que los altos funcionarios de gobierno del Papa estaban socavando su pontificado, y dos benefactores de la Iglesia alertaron que la jerarquía vaticana, conocida como la curia romana, era un amasijo de intrigas.
"¿Quién tiene la fortaleza necesaria en la curia para resistirse a las tentaciones del poder?", le preguntaron en enero de 2011 a Benedicto XVI, en una de los cientos de cartas que fueron publicadas el año pasado en el libro que desencadenó el escándalo "VatiLeaks". Ése es el Vaticano que hereda Francisco.
En su primera semana como pontífice, Jorge Bergoglio mostró una humildad inusual, señal de una nueva dirección para la Iglesia. Sin embargo, cambiar el estilo del papado es muchísimo más fácil que cambiar el Vaticano, una antigua monarquía en la que el Papa recibe el trato de un rey, donde hay ramas de la jerarquía que son dirigidas como feudos medievales y suplicantes que rivalizan por posicionarse y ganar influencia.
Durante décadas, los papas intentaron cambiar el Vaticano, y en general fallaron. Los resultados que obtenga Francisco en esta tarea podrían determinar su papado y definir si la Iglesia puede atender mejor a sus 1200 millones de fieles en todo el mundo.
"Ya hubo varios papas sucesivos con personalidades diferentes, pero la estructura sigue siendo la misma", dijo un ex superior general de una orden religiosa católica, que vivió en Roma. "Sin importar quién sea el elegido, es absorbido por la estructura. En vez de ser uno el que transforma la estructura, es la estructura la que lo transforma a uno", resumió.
Como cabeza de la Iglesia Católica, Francisco es más que un líder espiritual. También es la cúspide de uno de los organigramas de gobierno más confusos del planeta, que gobierna el último y verdadero imperio global desde el Estado soberano más pequeño del mundo, asentado en el corazón de Roma.
Si bien el poder del Papa es absoluto, los intereses institucionales establecidos y la vasta burocracia vaticana también son poderosos. Los días finales del turbulento pontificado de Benedicto XVI estuvieron signados por las quejas de católicos de a pie y también de poderosos cardenales, que acusan a la curia de ocuparse más de acumular poder que de responder a sus fieles.
Para que Francisco pueda cambiar eso, debe enfrentarse a los núcleos de poder del Vaticano que giran en torno a cuestiones como el dinero, las propiedades inmobiliarias y la distribución de los recursos, pero también la política exterior, la ideología y la doctrina de la Iglesia. Por debajo del Papa, un puñado de poderosos cardenales presiden sobre nueve congregaciones, incluidas las que manejan las órdenes religiosas, así como 12 consejos pontificios.
El funcionario de gobierno más poderoso después del Papa es el secretario de Estado, que desempeña un rol crucial en la dirección de los asuntos de la Iglesia, establece la agenda de política exterior y controla el acceso al Papa.
Benedicto XVI eligió para ese cargo al cardenal Tarcisio Bertone, un abogado experto en derecho canónico, que amasó un extraordinario poder como principal guardián de las puertas del Vaticano, se ganó la antipatía de muchos en el interior de la estructura, y siempre pareció más interesado en la política italiana que en los asuntos mundiales.
La profunda insatisfacción que cosechó su gestión empeoró aún más las guerras intestinas de larga data. "Hace tiempo que en varios sectores de la Iglesia se vienen escuchando críticas acerca de la falta de coordinación y la confusión que reinan en el centro de la institución", le decía al papa emérito el cardenal italiano Paolo Sardi, en 2009, en una de las cartas publicadas en mayo pasado en el libro Su Santidad: los papeles secretos de Benedicto XVI .
Esa filtración de informaciones redobló la apuesta, pues dejaba expuesto al Papa. El libro mostraba el diluvio de pedidos personales que recibía Benedicto XVI, pero también incluía las quejas por la corrupción reinante realizadas por un alto funcionario vaticano que fue transferido cuando intentó poner freno a la sobrefacturación. Y algo no menos importante: las cartas dejaban entrever esa cultura vaticana que suele parecerse a una corte del barroco, donde los cardenales reciben trato de "Su Eminencia" y los obispos, de "Su Excelencia". Son costumbres que se remontan a siglos atrás, y Benedicto XVI parecía sacar provecho de ellas.
"Los cardenales están acostumbrados a ser tratados como la nobleza", dijo Jason Berry, autor de A Roma lo que es de Roma , un libro que examina las finanzas de la Iglesia. "Los cardenales tienen inmunidad de facto. Bajo la ley canónica, nunca son castigados. El otro problema es que los papas son muy, pero muy reacios a trastocar la cultura política que fue la que los eligió."
Los críticos de la curia dicen que esas tradiciones han alimentado una jerarquía donde los ascensos y los cargos se basan en favoritismos y conexiones personales. Según dicen, la estructura es inmanejable y descoordinada, y a la vez está demasiado centralizada, lo que genera resentimientos por la forma poco transparente y antidemocrática en la que emite sus juicios.
El papa Francisco parece dispuesto a cambiar esa cultura. Quienes conocen a fondo el Vaticano saben que ese cambio no será sencillo. "Si quisiera ser malicioso, diría que no conocí muchas personas que cuando llegaron a la cima de su organización no hayan pensado que había que renovarla a fondo, y que después de ellos, ya nada sería igual", dijo la semana pasada el cardenal André Vingt-Trois, arzobispo de París.
Traducción de Jaime Arrambide
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