Indudablemente, era una de las civilizaciones más grandiosas del planeta y sus impresionantes monumentos eran prueba de su magnificencia, pero sus secretos estaban ocultos
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La historia del Antiguo Egipto se la había llevado el viento del olvido. Quizás las voces labradas en sus vestigios podrían contarla, pero por siglos los expertos intentaron descifrar el código en vano.
Al final, una piedra y una batalla entre dos mentes brillantes ayudaron a resolver el misterio. Fue un duelo en el que estaba tanto el orgullo personal como el nacional en juego, entre un genio de las lenguas francés, Jean-Francois Champollion, y un célebre polímata británico, Thomas Young.
La piedra
En su campaña para conquistar el Mediterráneo oriental y amenazar el dominio británico en India, Napoleón Bonaparte invadió Egipto en 1798. El país estuvo prácticamente cerrado a los europeos durante siglos, y su civilización perdida asombró a los franceses.
En julio de 1799, mientras excavaban cerca de la ciudad de Rosetta (hoy Rashid) en el delta del Nilo, se toparon con un hallazgo único. Una piedra con tres tipos de inscripciones: los misteriosos jeroglíficos antiguos en la parte superior, un texto desconocido en el centro (que después se llamaría egipcio demótico) y, en la parte inferior, griego antiguo.
Además de soldados, Napoleón había llevado un ejército de 167 eruditos, incluidos anticuarios, artistas y lingüistas, que reconocieron su valor. Ese octubre, el propio Napoleón, recién regresado de Egipto, le dijo al Instituto Nacional de París que la piedra era “un medio para adquirir cierta información de este, hasta ahora, lenguaje ininteligible”.
El idioma griego era conocido, así que sabiendo qué decía la milenaria escritura, hallarían claves para entenderla. Esa roca prometía desentrañar la antigua cultura de Egipto. Pero hubo problemas.
La guerra
El primero fue el vicealmirante de la Marina Real británica, Horatio Nelson. En la Batalla del Nilo en agosto de 1798, Nelson atacó a la flota francesa en Alejandría y la hizo trizas, atrapando a los franceses en Egipto.
Después de tres años de asedio, los británicos finalmente los expulsaron, y todo lo que le “pertenecía” a Francia pasó a manos de Gran Bretaña y sus aliados. Incluida la piedra de Rosetta. Los franceses, sin embargo, habían hecho copias. Los mejores lingüistas en París ya estaban tratando de descifrarla, sin éxito.
Pero, entre tanto, en las provincias, un niño prodigio crecía alentado por su hermano mayor para que cultivara su don con los idiomas. Aunque eran demasiado pobres para una educación privilegiada, a los 13 años, Champollion ya había aprendido seis lenguas antiguas.
El griego
La inscripción griega en la piedra de Rosetta indicaba que era propaganda del 285º faraón de Egipto, Ptolomeo V. Cuando la encargó en 196 a.C., la civilización egipcia había existido durante 3.000 años, pero sus días de gloria estaban en el pasado.
Tras una serie de invasiones, había sido conquistada en 332 a.C. por Alejandro Magno, quien se hizo faraón, trajo su propio gobierno y convirtió al griego en el idioma de los gobernantes. Su presencia era resentida.
Desesperado, Ptolomeo V erigió tabletas de piedra en los templos, proclamando sus virtudes y subrayando que él era el faraón legítimo. Pasarían 19 siglos antes de que una de ellas consiguiera por fin parte de su propósito: revivir la gloria de su civilización.
El británico
Young era una brillante personalidad de la Ilustración, con contribuciones notables a los campos de la visión, la luz, la mecánica de sólidos, la energía, la fisiología y la armonía musical. Cuando en 1814 asumió el reto de descifrar al Antiguo Egipto, aparte de su intelecto, prestigio y riqueza, tenía la ventaja de que la piedra de Rosetta estaba en el Museo Británico.
Traducirla antes que los franceses era cuestión de honor. Pero el problema de Young y Champollion era que nadie sabía realmente qué eran los jeroglíficos. ¿Símbolos o letras que representaban los sonidos de un idioma hablado?
Los jeroglíficos
Los símbolos comunican ideas, pero no son un lenguaje: no se pueden leer de la misma manera que el texto de un libro.
Por siglos el pensamiento europeo reflejaba el de los antiguos griegos y romanos, quienes le atribuían a Egipto la invención de la escritura, como un regalo de los dioses, pero creían que los jeroglíficos eran símbolos impenetrables de la antigua sabiduría egipcia.
Afirmaban que eran signos conceptuales, en los que, por ejemplo, un pictograma de un halcón representaba la rapidez. Algunos estudiosos habían aventurado conjeturas útiles, como el clérigo inglés Abbé Barthélemy, quien supuso -correctamente- en 1762 de que unos “paquetes de símbolos” atados por una cuerda -que los soldados franceses más tarde llamaron ‘cartuchos’- podían contener los nombres de reyes o dioses. Pero el consenso, en ese momento, era que los jeroglíficos eran símbolos silenciosos.
Matemáticas
La última frase escrita en griego en la piedra de Rosetta alentó a los posibles descifradores: “Este decreto se inscribirá en una estela de piedra dura en caracteres sagrados y nativos y griegos...”. En otras palabras, las tres inscripciones eran equivalentes en significado.
Young abordó los ilegibles textos como un código que debía descifrarse con el poder de la lógica y el análisis numérico.
El método era sencillo: si contaba las veces que aparecía una palabra en griego -por ejemplo Ptolomeo- y encontraba grupos de símbolos que aparecieran un número similar de veces, podría ir dilucidando un alfabeto, unas palabras y unas frases. Champollion adoptó un enfoque completamente diferente.
Copto
Había logrado el sueño de ir a París a estudiar lenguas orientales con el principal lingüista del país, Silvestre de Sacy, quien ya había tratado de desvelar el enigma de la piedra de Rosetta. Y aunque el maestro lo desalentó, alegando que los jeroglíficos eran encarnaciones de ideas y entenderlas era tan monumentalmente difícil que, de poderse lograr, tomaría una vida entera, Champollion no desistió.
Estaba convencido de que los jeroglíficos conformaban palabras, y las palabras debían pronunciarse. Como lingüista, pensaba que revelaría su significado a través del estudio de las lenguas antiguas de Egipto. Así que se propuso aprender el último idioma conocido hablado en la época de los jeroglíficos: el copto.
El copto hablado descendía del idioma del antiguo Egipto, pero el escrito no era jeroglífico; era alfabético, como el griego y el latín. Si los jeroglíficos estaban conectados al copto, eran la escritura de un idioma, no símbolos místicos vagos.
Cartuchos
En vez de colaboradores, Young y Champallion se volvieron rivales en una competencia a los ojos del mundo, con partidarios y opositores. En esos jeroglíficos, algo llamaba la atención: aquellos cartuchos con los nombres de faraones a veces contenían los mismos elementos en el mismo orden, pero podían ser verticales u horizontales y, lo que era aún más confuso, podían estar escritos de derecha a izquierda o visceversa.
Young notó que, en esos casos, eran un reflejo: como si escribieras ‘HOLA’ y ‘ALOH’... entonces, ¿cómo saber en qué dirección se leía un texto?
Descubrió que dependía de la dirección de las caras de los animales. Además, trató de hacer coincidir las letras ‘p, t, o, l, m, e, s’ en Ptolmes, la ortografía griega de Ptolomeo, con los jeroglíficos en el cartucho con el nombre del gobernante y tras aplicar la misma técnica al nombre de una reina ptolemaica, Berenice, obtuvo un “alfabeto” jeroglífico tentativo. Eran avances significativos que el polímata británico comenzó a publicar.
Sedición
Champollion también iba progresando en su tarea, pero con más dificultad, pues debía preocuparse por ganarse la vida. En 1815 presentó su diccionario de copto para su publicación, pero su antiguo maestro, Sacy, lo bloqueó: era un poderoso enemigo que además de sentir animosidad personal y envidiarlo, también resentía sus afinidades republicanas.
Ese mismo año, la derrota en la batalla de Waterloo llevó al fin de Napoleón y la efímera República Francesa. En el torbellino político, Champollion fue declarado culpable de sedición contra la Corona, removido de su trabajo en la Universidad de Grenoble y exiliado a la casa de su padre.
Entre tanto, Young acumulaba conocimientos, descubriendo los jeroglíficos para palabras como dios, rey, Isis, sacerdote... pero eso no significaba que pudiera leerlas.
Cleopatra
En diciembre de 1821, llegó a Inglaterra otro antiguo artefacto egipcio encontrado en el templo de File que quizás ofrecería más pistas: un obelisco con inscripciones en jeroglíficos y en griego antiguo.
Había sido hallado y comprado por el egiptólogo británico William John Bankes, quien identificó en él el cartucho de Cleopatra. Debía haberle dado más ventaja a Young, quien crucialmente ya había demostrado que los signos demóticos eran una derivación de los jeroglíficos, y concluido, correctamente, que la escritura demótica consistía en “imitaciones de los jeroglíficos... mezclados con letras del alfabeto”.
Sin embargo, no dio el siguiente paso lógico: entender que la escritura jeroglífica en su conjunto, no solo los cartuchos, podía ser una escritura mixta como la escritura demótica. Ese fue su gran error y el avance revolucionario que le dio el triunfo a Champollion.
Para cuando llegó el obelisco, Champollion ya había compuesto un “alfabeto” jeroglífico, con el que podía escribir, por ejemplo, el nombre de Cleopatra. Al comparar lo que él escribió con el cartucho del obelisco, comprobó que iba por muy buen camino.
Pero la prueba reina sería poder leer nombres de gobernantes sin saber de antemano cuáles eran y en cartuchos anteriores a la llegada de Alejandro Magno, para que los jeroglíficos no tuvieran la huella del griego antiguo. Y lo logró: en dibujos de los templos de Abu Simbel en Nubia, de los que no se sabía nada, pudo leer el nombre del faraón Ramsés II por primera vez en miles de años.
Tras analizar la abrumadora combinación de signos fonéticos y no fonéticos, en septiembre de 1822 -23 años después de encontrada la piedra de Rosetta- Champollion anunció que había logrado descifrar los antiguos jeroglíficos egipcios. Y él era la única persona en el mundo que podía leerlos. Pero le esperaban más batallas por lidiar.
Noé
No sólo la élite educada de Europa se mostró escéptica -y a menudo contraria- sino que su logro lo llevó a un territorio peligroso. La Iglesia católica había seguido el duelo de Young y Champollion con profunda preocupación. La razón era el diluvio de Noé, que los eruditos bíblicos habían fechado en el año 2.349 a.C. y que, según la verdad de la Biblia, había aniquilado a todas las civilizaciones anteriores.
Si los jeroglíficos demostraban que la civilización egipcia existía antes y después del diluvio, las palabras de los faraones socavarían los pilares del cristianismo. Pero Champóllion tuvo la oportunidad de acallar los temores de la Iglesia cuando declaró que el zodiaco de Dendera, un relieve tallado en el techo de un templo que llegó a París, no era, como habían dicho varios académicos, anterior a Noé.
Aliviados, los religiosos hicieron pública su evaluación: la opinión de un perito librepensador era más valiosa que cualquier otra.
Celos y secretos
Sin embargo, la amarga batalla con sus numerosos críticos, a los que se había unido Young -quien inicialmente aplaudió a Champollion pero después se ofendió pues éste no reconocía su contribución en sus escritos- continuaba.
Los académicos dentro y fuera de Francia lo atacaban constantemente. Por ellos y por él, tenía que poner a prueba su habilidad en los templos y tumbas del Antiguo Egipto. Y necesitaba apoyo.
La Iglesia se lo ofreció, con la condición de que nunca revelara ningún hallazgo que contradijera sus enseñanzas. Aceptó y, con el respaldo de Leopoldo II de Toscana y Carlos X de Francia, reunió un equipo con el que viajó por Egipto, deteniéndose en tantas tumbas y templos como pudo.
En Saqqara, visitó la pirámide más antigua del mundo, pero lo que lo sacudió fue un descubrimiento que le dijo algo increíble sobre la edad del mundo. Era una tumba y los jeroglíficos revelaron que era de Menofre, un sacerdote real de una dinastía anterior al Diluvio, lo que, según la Biblia, era imposible.
Consternado, varias décadas antes de Charles Darwin, dudó de la fecha de la Creación. Sin embargo no pudo hacer más que consignar su hallazgo en su diario privado y llevarse el secreto a su tumba. Pero fue al llegar al Valle de los Reyes que finalmente pudo hacer más que leer jeroglíficos: logró empezar a comprenderlos.
La victoria final
A lo largo de su viaje, había leído historias ilegibles e incognoscibles por cientos de años, reviviendo mundos olvidados, gloriosas batallas, elaborados rituales y conocimientos perdidos. Sin embargo, algo le intrigaba intensamente: por qué la muerte era tan importante para los antiguos egipcios; por qué creaban obras tan fantásticas para ocultarlas.
Y ahí, en el que fue el cementerio real durante casi 500 años, por fin entendió que ese no era un valle de muerte. Era un valle de renacimiento.
Descubrió la razón de la magnificencia de las tumbas del Antiguo Egipto: los faraones eran los protectores de todos los egipcios en la vida y en la muerte, así que su viaje al más allá era trascendental.
Si los faraónes sobrevivían su paso por el inframundo, también lo haría su pueblo. Por toda la eternidad. Champollion abrió las puertas de esa gran civilización perdida, y su llave fue la piedra de Rosetta.
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