Según se supo con el paso de muchos años, el hombre quería que el bebé, de 11 meses, muriera para no cubrir su manutención
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Cuando el padre de Brryan Jackson le inyectó sangre infectada con VIH esperaba nunca verlo crecer. No imaginó que 31 años después estaría enfrentándolo en tribunales, los que debieron escuchar los detalles de su impactante y devastador crimen.
Es hora de almuerzo en el Departamento de Cárceles de Misuri. Brryan Jackson está nervioso y es llevado desde la ruidosa entrada de la sala de espera hasta una sala blanca y tranquila. Del otro lado, un hombre que viste un uniforme blanco de prisionero lo está esperando. Es su padre, Bryan Stewart, a quien no ve desde que era un bebé.
Jackson está aquí para leer una declaración que asegure que su padre permanezca tras las rejas por el mayor tiempo posible. Un conjunto de palabras que no creía que iba a tener la oportunidad de leer desde que, en 1992, fuera diagnosticado con sida avanzado y desahuciado.
Aferrándose a una sola hoja de papel impreso, Jackson se ubica calmadamente al lado de su madre, a cinco asientos del hombre. “Traté de mantener la mirada hacia delante, no quería hacer contacto visual con él”, cuenta. Sin embargo, lo pudo ver de reojo. “Lo reconocí por su foto de prontuario, pero no tengo ninguna conexión con él”, dice Jackson. “Ni siquiera lo reconozco como mi padre”.
La comisión de libertad bajo palabra lo llama a leer su declaración de víctima. Jackson hace una pausa. “En ese momento me pregunté si estaba haciendo lo correcto, pero mi madre siempre me enseñó a ser valiente. Traté de recordarme que Dios siempre está conmigo. Cualquiera sea el resultado de la audiencia. Dios es más grande que yo, más grande que mi padre, más grande que esa sala e incluso más grande que el Departamento de Justicia”.
Respira hondo, fija sus ojos en la comisión y comienza su relato.
Lo que el desierto se llevó
Comienza hablando sobre cuando sus padres se conocieron en dependencias militares en Misuri, donde ambos estudiaron medicina. Se mudaron a vivir juntos y cinco meses después, en 1991, su madre quedó embarazada.
“Cuando nací, mi padre estaba muy entusiasmado. Pero todo cambió cuando se fue a la operación ‘Tormenta del desierto’ (la ofensiva aliada en la Guerra del Golfo) y cuando volvió de Arabia Saudita su actitud era completamente distinta”, asegura Jackson. Stewart comenzó a desconocer a Jackson como su hijo, pidió pruebas de ADN y comenzó a maltratar verbal y físicamente a su madre.
Cuando finalmente ella lo dejó, la pareja se enfrascó en un amargo conflicto por la manutención de sus hijos, la que Stewart se negó a pagar. Durante esas peleas, Stewart hacía siniestras amenazas. “Solía decir cosas como: ‘Tu hijo no vivirá más allá de los 5 años’ y ‘Cuando te deje, no va a quedar ningún vínculo entre nosotros’”.
Por esa época Stewart, quien consiguió trabajo tomando muestras para un laboratorio, comenzó secretamente a guardar en su casa muestras de sangre infectadas, algo que los investigadores descubrirían tiempo después. “Solía bromear con sus colegas y decir: “Si quisiera infectar a alguien con estos virus, nunca sabrían quién lo hizo”, contó Jackson.
Para cuando Jackson tenía 11 meses, sus padres habían perdido completamente contacto. Pero cuando Jackson cayó en el hospital por un ataque de asma, su madre tomó el teléfono. “Mi madre llamó a mi padre y le contó. Asumió que le interesaría saber que su hijo estaba enfermo. Cuando lo llamó, sus colegas le dijeron: ‘Bryan Stewart no tiene hijos’”.
El día que estaba siendo dado de alta, Stewart se apareció inesperadamente. “No era un padre muy presente, así que a todos les extrañó que apareciera”, dice Jackson. “Mandó a mi mamá a la cafetería por un café, así podía estar a solas conmigo”. Y cuando no hubo moros en la costa, Stewart tomó una jeringa con sangre contaminada con VIH y se la inyectó.
“Esperaba que me muriera, así no tenía que pagar mi mantención”, recuerda Jackson. Su madre volvió y lo encontró gritando en los brazos de su padre. “Mis signos vitales estaban todos alterados porque no sólo me inyectó sangre contaminada con VIH, sino también incompatible con mi grupo sanguíneo”.
Los doctores no entendían nada. Sin tener idea del virus mortal que corría por sus venas, le restablecieron el pulso, la temperatura, la respiración y lo mandaron a casa. Pero en las semanas que siguieron, la madre de Jackson vio cómo el cuerpo de su hijo comenzó a deteriorarse frente a sus ojos.
Desesperada por un diagnóstico, durante cuatro años “me llevó a un sinnúmero de citas médicas rogándoles averiguar por qué me estaba muriendo”, relata Jackson. Ninguna de las pruebas que le hacían arrojaba alguna pista. Si bien era un niño, Jackson se daba cuenta de que la situación era aterradora. “Me acuerdo de despertar en medio de la noche gritando: ‘Mamá, por favor, no dejes que me muera’”, cuenta.
El terrible diagnóstico
Una noche, después de haberle realizado todas las pruebas habidas y por haber, su pediatra despertó de una pesadilla, llamó al hospital y les pidió que le hicieran un test de VIH. “Cuando llegaron los resultados fui diagnosticado con sida avanzado y tres infecciones oportunistas”.
Los doctores llegaron a la conclusión de que no había posibilidad de que sobreviviera. “Querían que tuviera la vida más normal que pudiera”, dice. “Así que me dieron cinco meses de vida y me mandaron a casa”. A pesar del diagnóstico, los médicos siguieron tratando a Jackson con todos los medicamentos disponibles.
Durante su infancia, mantenerse vivo ya era un gran logro. “Un día estaba bien y a la hora siguiente me tenían que llevar de urgencias al hospital por otra infección”, relata. Quedó con deficiencias auditivas producto de los medicamentos. Pero mientras otros niños que Jackson había conocido en el hospital no sobrevivían, la salud de Jackson comenzó a mejorar, ante la sorpresa de sus doctores.
De pronto estaba lo suficientemente saludable como para ir al colegio, así que comenzó a ir a clases media jornada, con la mochila llena de remedios y una sonda intravenosa a cuestas. Como el niño sociable que era, no se daba cuenta del estigma que rodeaba su enfermedad.
“En los ‘90 la gente pensaba que podías pegarte el sida por usar el mismo baño. Una vez leí un texto que decía que podías contagiarte incluso por hacer contacto visual”. No eran los niños los que le tenían miedo, sino sus padres. No lo invitaban a sus cumpleaños, de hecho, no invitaban ni siquiera a su media hermana. Pero a medida que fueron creciendo, los niños empezaron a adoptar los prejuicios de sus padres.
“Me decían cosas como ‘el sidoso, el gay’. Fue entonces cuando comencé a sentirme aislado y solo. Sentía que no había lugar en el mundo para mí”.
El crimen se revela
Cuando tenía 10 años, los cabos sueltos de su enfermedad comenzaron a atarse. Y apuntaron a su padre. Le tomó años darse cuenta de la magnitud de lo que su padre había hecho. “Al principio estaba enojado, amargado. Crecí mirando películas donde los padres aman a sus hijos. No podía dejar de pensar en cómo mi propio padre había sido capaz de hacerme algo así”.
“No sólo trató de matarme, sino que cambió mi vida para siempre. Él es el responsable de los abusos, de las burlas, de todos los años de hospital. Él es la razón por la que debo estar constantemente preocupado de mi salud”. Cuando tenía 13 años y estudiando solo la Biblia en su habitación se dio cuenta de que a través de la fe podía perdonar a su padre.
“Perdonar no es fácil, pero no quiero rebajarme a su nivel”. A pesar de que nació como Bryan Stewart junior, el año pasado le agregó una “R” a su nombre y adoptó el apellido de su madre.
Justicia
“Durante la audiencia él se refirió a mí como su hijo. Traté de alzar mi mano para pedir que se refiriera a mí como su víctima. ¿En qué momento había sido yo su hijo? ¿Era su hijo cuando intencionalmente me inyectó VIH? En julio, Jackson recibió una carta de la Oficina de Cárceles de Misuri. Le informaba que, considerando la audiencia, se le había negado la libertad bajo palabra a su padre por otros cinco años.
“Todo lo que podía hacer en la audiencia era leer mi declaración y rogar porque se hiciera justicia. Pero ese veredicto me da mucha fuerza. A veces tengo pesadillas con que vendrá a terminar el trabajo que empezó”, cuenta. “Puede que lo haya perdonado, pero creo que debe pagar por lo que hizo”.
Su padre argumentó en su defensa que sufría de trastorno por estrés postraumático luego de su paso por Arabia Saudita. Sin embargo, Bryan no le cree. Dice que él estuvo en reservas militares y que nunca vivió el combate.
La paternidad
Por ahora, Jackson sigue superando todas las expectativas médicas. “¡Estoy sano como un caballo! ¡Más que un caballo!”, dice. “En este momento mi conteo de células T es superior a la media. Eso significa que prácticamente no hay ninguna posibilidad de que transmita el virus. Pasé de tomar 23 pastillas al día a una sola. No sé lo que hice, pero por ahora mi VIH es ‘indetectable’”.
“Igual todavía tengo sida”, comenta sin perder la alegría. “Un diagnóstico de VIH es siempre un diagnóstico de VIH”. Y a pesar de haber tenido un mal padre, no pierde la esperanza de ser uno bueno él mismo. “Me gustaría ser un padre”, dice.
“Un padre es una de las cosas en la vida para las que siento que estoy destinado”. Me gustaría criar a mis hijos con esperanza. Darles una visión de que el mundo es un lugar lleno de paz y que siempre estaré allí para protegerlos”, asegura.
“De las cosas malas pueden surgir grandes cosas”, concluye.
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