Juliane Koepcke cayó desde 3000 metros en el Amazonas: la otra increíble historia de supervivencia que ocurrió en América del Sur poco antes de la de los Andes
Fue la única superviviente de un avión que, hace 53 años, se estrelló en la selva peruana; Hoy, se dedica a cuidar los ecosistemas que, según ella, le salvaron la vida
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El 24 de diciembre de 1971, Juliane Koepcke cayó del cielo. Con tan solo 17 años, sobrevivió para contarlo. Así lo relata en el libro “Cuando caí del cielo y la selva me devolvió la vida”, que después se volvería un documental.
Viajaba en el vuelo 508 de LANSA desde su Lima natal hacia Pucallpa, también en Perú. A tan solo 25 minutos del destino un episodio trágico le cambió la vida para siempre. “Este es el fin, se acabó”, fueron las últimas palabras que le oyó decir a María Koepcke, su madre.
Desde su asiento pudo ver rayos alrededor del avión, hasta que uno impactó directamente sobre el motor derecho. El temor se apoderó de ella y solo atinó a tomar de la mano a su madre. De repente ya no sentía los dedos de ella entrelazados con los suyos. Como si estuviera en un transe, identificó que se encontraba aún aferrada a su butaca gracias al cinturón de seguridad, aunque estaba en sentido inverso. Caía en picada, cabeza abajo.
Era solo ella y el sonido del viento. Desde lo alto, a más de 3000 metros, anticipó lo que ocurriría, su cuerpo se estrellaría y moriría instantáneamente. Juliane no recuerda lo que pasó, perdió la conciencia. Cuando despertó de la conmoción cerebral, al día siguiente, en lo único que pensó fue en que era una sobreviviente del accidente que partió el avión a unos 3 kilómetros de altitud y se cobró la vida de los otros 91 pasajeros que transportaba el aeronave. Aunque intentó localizar a su mamá con gritos, nunca obtuvo respuesta.
No tuvieron que pasar muchas horas para que su cuerpo le advirtiera que no se encontraba en buen estado. Las secuelas de su caída fueron notorias: se había roto la clavícula y el ligamento de la rodilla que le impedía caminar; y además contaba con unos cortes profundos en las piernas. Sufrió otro corte en el brazo, el cual se infectó y albergó gusanos de un centímetro de largo.
“Oía las hélices de los helicópteros de rescate del ejército, pero no los veía por la tupida vegetación” dijo en una entrevista radial con El Comercio en Perú, muchos años después. Al décimo día ese zumbido de esperanza se detuvo. Habían abandonado la búsqueda porque ya nadie pensaba que podría haber sobrevivientes.
Tenía muy desarrollado el sentido de la audición, gracias a sus padres que la habían llevado a la selva por primera vez a los cuatro años. Le habían enseñado que a la selva había que escucharla. Su padre era biólogo, profesión y pasión que luego heredó, y su madre ornitóloga. Cuando Juliane tenía 14 años, los tres se mudaron a Panguana, a una estación ecológica que fundaron en 1968.
Tras incorporarse y registrar todos las secuelas que le había dejado la caída, buscó a su madre entre los cadáveres que la rodeaban. La mayoría de los cuerpos estaban boca abajo y los movía con una rama horrorizada, esperanzada de no encontrarla en ese estado.
Cuando se cansó de buscar sin éxito, entendió que debía ponerse en marcha para sobrevivir. Entre cuerpos desmembrados, ropa enganchada en las ramas de los árboles y restos de chatarra metálica de la aeronave, encontró una bolsa de caramelos. Esa sería su única provisión durante los próximos 12 días.
Veía poco, ya que perdió sus lentes, y le costaba caminar porque andaba con un solo zapato. Igualmente, se dispuso a encontrar agua, algún arroyito que la llevara a la civilización. Así le habían enseñado los Koepcke. Siguió su instinto y caminó por un arroyo, exponiéndose a que los animales la ataquen, como las serpientes que por su piel logran camuflarse fácilmente en las hojas secas. Durante su travesía se escondía de los buitres que se posaban sobre los pasajeros que no escaparon de su trágico destino y serían alimento para los pájaros carroñeros.
El sol le había propinado quemaduras de segundo grado y ya comenzaba a alucinar con comida y casas. El décimo día la venció por completo y se dejó llevar por el río. Al siguiente día se topó con un barco amarrado en una orilla y casi milagrosamente distinguió a lo lejos una choza donde encontró gasolina. “Tenía una herida en la parte superior del brazo derecho que estaba infectada con gusanos de aproximadamente un centímetro de largo. Recordé que nuestro perro tenía la misma infección y mi padre le había puesto kerosene, así que succioné la gasolina y la puse en la herida”, explicó la joven.
El dolor que sintió fue intenso, pero Juliane logró sacar 30 gusanos de la herida en su brazo y pasó la noche en el lugar. A la mañana próxima escuchó voces, pero esta vez no eran producto de su imaginación.
Era el 3 de enero de 1972. “Fue como escuchar las voces de los ángeles”, declaró. Los tres hombres que la encontraron la atendieron, le dieron de comer y la llevaron de regreso a la ciudad.
El mundo estaba conmocionado, no solo nadie esperaba que alguien pudiera sobrevivir, sino que se hizo palpable la fascinación del horror. La increíble experiencia de Juliane se difundió globalmente y, además de plasmar su historia en un libro autobiográfico, en 1998 fue la figura central del documental “Alas de esperanza”, dirigido por Werner Herzog. Este cineasta estuvo a punto de abordar el mismo vuelo que Juliane y su madre, pero por alguna razón no lo hizo. Veintisiete años después, Herzog colaboró con Juliane para reconstruir los detalles de su asombroso suceso.
La supervivencia de Juliane tras la caída se debió a una combinación extremadamente improbable de circunstancias fortuitas, casi como un milagro. Su resistencia durante esos días en soledad no fue resultado de intervención divina, sino de su fortaleza y habilidad para manejarse en ese entorno. Su valentía y sabiduría fueron determinantes.
Juliane, en una entrevista con la BBC años después, confesó que la selva tropical no es el temido “infierno verde” que muchos imaginan. Su conexión con la Amazonia es profunda: allí logró sobrevivir, pero también fue el lugar donde su madre perdió la vida en el mismo accidente. Tiene una relación simbiótica con la selva, ya que le debe su vida y su vocación actual como bióloga, dedicada a preservar los ecosistemas. Pero eso no quita que también haya sido el escenario de sus peores pesadillas. “Afortunadamente ya no me atormentan aquellos sueños trágicos que tuve durante años, pero todos los días pienso, aunque sea segundos, en lo que sucedió. Estoy enjaulada en esas experiencias”, reveló en una entrevista radial.
“Esa selva me salvó la vida y gracias a lo que me enseñaron mis padres pude sobrevivir. El vínculo es muy fuerte”, reflexionó. Juliane se formó y se especializó en zoología, convirtiéndose en una destacada experta en esta disciplina. A sus 68 años, continúa trabajando y opta por utilizar su apellido de casada para evitar tener que relatar una vez más la historia de la mujer que cayó del cielo.
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