Juan Pablo I fue papa apenas 33 días, pero el misterio de su muerte sigue vivo
Hay por lo menos cuatro historias distintas sobre la muerte del último pontífice italiano
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CIUDAD DEL VATICANO.- La mañana del 29 de septiembre de 1978, el Vaticano emitió un breve y sorprendente comunicado anunciando que el papa Juan Pablo I había muerto de un infarto en su cama durante la noche, y que su cuerpo sin vida había sido encontrado por el sacerdote que oficiaba como su secretario personal.
Esa fue la primera versión de lo ocurrido, pero no la última.
Los rumores de que había algo raro corrieron como reguero de pólvora en cuestión de días. Los cardenales de la Curia exigían detalles. Cuando un cable de la agencia de noticias italiana reveló que el Vaticano había identificado erróneamente a la persona que había encontrado el cuerpo, la sensación de que estaban tapando algo se profundizó: ¿cómo explicar que un papa de apenas 65 años muriera a tan solo 33 días de asumir su cargo?
Cuatro décadas más tarde, Juan Pablo I va camino a la santidad. El Vaticano anunció que será beatificado, tras atribuirle un primer milagro a su intercesión: la curación de una niña de 11 años con una enfermedad terminal en Buenos Aires en 2011.
Pero la razón primordial por la que es recordado Juan Pablo I es por las sospechas que rodearon y siguen rodeando su muerte.
Un puñado de personas se sumergieron en el caso a lo largo de los años, cada una de ellas con un enfoque drásticamente diferente, y apenas un par se atuvieron realmente a los hechos. El legado de Juan Pablo I quedó definido no solo por el misterio y supuesta conspiración alrededor de su muerte, sino también por la puja entre quienes pretenden clarificar los hechos.
Si hay algo en lo que coinciden todos los relatos es en que Juan Pablo I era un papa diferente a los demás. Provenía de una familia pobre de las montañas boscosas de Italia, y nunca había aspirado a ser más que un sacerdote rural. El conclave cardenalicio lo eligió rápidamente, en apenas 26 horas, y su selección fue bien recibida por la opinión pública. El flamante pontífice dejó de lado parte de la pompa de su cargo y usaba un lenguaje llano.
“Nunca lo habría imaginado ...”, dijo en su primer día como papa.
Y apenas un mes después, terminó su pontificado, el más corto desde principios del siglo XVII, y la grey católica tuvo que intentar encontrarle sentido a lo inexplicable.
La primera hipótesis alternativa
¿Por qué el Vaticano informó erróneamente sobre el hallazgo del cuerpo? ¿Por qué tanto apuro por embalsamar el cuerpo, sin autopsia previa? Esas y otras preguntas sobrevolaron durante años hasta que el escritor británico David Yallop publicó un libro sobre el caso donde llegaba a la conclusión de que la iglesia seguramente estaba encubriendo un asesinato. Su hipótesis era que Juan Pablo I había sido envenenado por el “Estado Vaticano profundo” cuando el papa estaba por revelar la corrupción en los más altos estamentos de la Iglesia.
El libro de Yallop de 1984, En nombre de Dios, no citaba fuentes y carecía de evidencias, pero se hizo popular a caballo de un escándalo bancario real del Vaticano, que involucraba a una logia masónica y un banquero italiano muerto en circunstancias misteriosas. En el relato de Yallop, la muerte de Juan Pablo I era parte de esa historia, porque detrás de escena, el papa tenía puesto el ojo en la corrupción financiera de la Curia romana. Yallop nombraba a seis personas potencialmente beneficiarias de la repentina muerte o destitución de Juan Pablo I, y uno era el cardenal Paul Marcinkus, el corpulento estadounidense que dirigía el Banco Vaticano.
En la escena más memorable del libro, Yallop relata que la mañana en que encontraron muerto a Juan Pablo I, Marcinkus había sido visto dentro de los muros del Vaticano a una hora inusualmente temprana y en estado de aparente confusión.
“Marcinkus tenía un motivo y tuvo la oportunidad”, escribió Yallop.
El Vaticano calificó de “absurdas” sus afirmaciones, pero ese libro, mal que les pese, se convirtió en el segundo relato de cómo murió Juan Pablo I, después del relato oficial del propio Vaticano: En nombre de Dios vendió 6 millones de copias en todo el mundo.
El contraataque de la Iglesia
Para los estándares de una iglesia —que rara vez trata de aclarar controversias y hasta mantiene cierto nivel deliberado de misterio—, el paso siguiente fue casi contraataque feroz. En 1987, el arzobispo John Foley, un funcionario de la oficina de comunicaciones del Vaticano, se puso en contacto con otro periodista y autor británico, John Cornwell, y le propuso la misión de disipar todas esas falsedades. Cornwell, exseminarista y católico no practicante, se trasladó a Roma y empezó a golpear a la puerta de los personajes claves de la historia. Y tras ser invitado a una misa privada celebrada por Juan Pablo II, una expresa bendición para su proyecto, muchas de esas puertas comenzaron a abrirse.
Y a Cornwell no tardó demasiado en encontrar fallas centrales en la teoría conspirativa de Yallop.
Resultó ser que el Vaticano había informado erróneamente sobre el hallazgo del cuerpo por simple vergüenza de admitir que una mujer, una monja que trabajaba en los aposentos papales, había entrado en el dormitorio del pontífice. Además, Juan Pablo I no parecía tener ninguna agenda secreta, ni ninguna voluntad de indagar en las finanzas de la Iglesia. Y la evidencia circunstancial utilizada para conectar a Marcinkus con un complot magnicida podría descartarse fácilmente: el cardenal era madrugador y era rutinario verlo deambular por el Vaticano a las 6 de la mañana.
Hasta ahí, Cornwell cumplió a pie juntillas con el papel que le confió el Vaticano. Pero el periodista era cualquier cosa menos un vocero institucional, y aprovechó sus largas charlas con chismosos curas para elaborar una nueva teoría sobre la muerte de Juan Pablo I.
En el relato de Cornwell, el breve pontificado de Juan Pablo I iba camino al desastre y muchos en el Vaticano podían verlo. La Curia se burlaba del nuevo Papa por considerarlo sencillo, infantil, con una “mentalidad de Reader’s Digest”, y el hombre debajo de la mitra se estaba quebrando por las presiones de su cargo. Apoyado básicamente en entrevistas con los sacerdotes-secretarios del pontífice, Cornwell relata que Juan Pablo I preguntaba diariamente a su entorno: “¿Por qué me eligieron a mí?”. Según Cornwell, estaba convencido de que su elección había sido un grave error.
“No iba a ser un gran papa”, dice actualmente Cornwell, que ahora tiene 81 años.
En su libro, Cornwell incluía una anécdota que le contó John Magee uno de los secretarios de Juan Pablo I. Según Magee, un día, mientras caminaba por una terraza del Vaticano, al papa se le escapó de las manos un puñado de documentos. Las páginas volaron en todas direcciones, desparramándose por los techos, y el papa, desesperado, no dejaba de repetir, “Dios mío, Dios mío”, al punto que Magee le sugirió que se recostara. La brigada de bomberos del Vaticano finalmente logró recuperar hasta el último papel, pero durante todo ese tiempo, el papa permaneció ovillado en posición fetal en su cama, superado por un inconveniente totalmente menor.
Cornwell no tenía la menor duda de que la muerte de Juan Pablo I había sido natural, ya fuese a causa de un infarto o de un ACV. El papa tenía un historial de problemas circulatorios, tenía sufría de hinchazón en las piernas. De hecho, horas antes de su muerte, se había quejado de un dolor en el pecho.
Pero en su parte más controvertida el libro afirmaba que la muerte de Juan Pablo I estaba relacionada con su quiebre psicológico. El libro citaba a una de las sobrinas del papa, Lina Petri, según la cual el pontífice, por el estrés de su nuevo cargo, tal vez había olvidado tomar su medicación anticoagulante. (Entrevistada por The Washington Post, Petri dijo “no tener forma de saber” si su tío había tomado o no la medicación.)
El libro insistía en el detalle de que el Papa, tras comentar que tenía dolor, no había querido que su personal llamara al médico.
En esta tercera versión de la historia —más trágica que cualquier conspiración, dice Cornwell—, Juan Pablo I era un papa que quería morir. “Alcanzó con su negativa a ver un médico y con la indiferencia del entorno para que tuviera la muerte que tan devotamente anhelaba”, escribió Cornwell.
La versión más reciente
Stefania Falasca, de 58 años, quiere dejar en claro desde un principio que su versión de los hechos, la más reciente, es resultado de un proceso más metódico que cualquier intento anterior. Falasca tuvo acceso a un tesoro de documentos nunca antes divulgados: leyó los informes confidenciales de los médicos y las notas sobre la historia clínica del Papa, y tuvo ese privilegio en virtud de su rol actual: es la vicepostuladora de la causa de canonización de Juan Pablo I.
Un postulador tiene que hacer equilibrio sobre una delgada línea: por un lado, es el encargado de defender las razones para la canonización de un candidato, y al mismo tiempo debe elaborar una biografía completa, que pueda sacar a la luz y anticiparse a los datos que puedan ir en contra de la canonización. De hecho, la investigación de Falasca ya llena cinco inmensos volúmenes utilizados por el Vaticano para analizar casi todas las facetas de la vida y de la muerte de Juan Pablo I.
Falasca dice que su objetivo es “salvaguardar” los hechos reales de la vida de Juan Pablo I. Apenas logra ocultar su desprecio por los relatos anteriores, a los que califica de “literatura negra” o basura sensacionalista, y entierra la cabeza entre las manos cuando le piden que comente o refute esas teorías pasadas, incluida la de Cornwell.
“Esta es la fake news de más larga data de todo el siglo XX”, dice Falasca desde su oficina, a pocas cuadras de la Plaza de San Pedro.
La opinión de Falasca es compartida por el Vaticano, cuyo órgano oficial de noticias informó recientemente que su investigación, resumida en un libro publicado en italiano en 2017, cierra “definitivamente” el caso. Allí, Falasca presenta la muerte de Juan Pablo I como una tragedia inesperada e inevitable.
Para empezar, los documentos que revisó revelan que los médicos no detectaron problemas de salud urgentes en los chequeos médicos de rutina que se le realizaron a Juan Pablo I durante su mes como pontífice. Las señales de advertencia, por el contrario, venían de su historial médico: varias personas de su familia habían tenido muertes súbitas y, tres años antes, lo habían tenido que internar por un coágulo en el ojo.
Uno de los médicos del Papa creía que la causa más probable de muerte había sido un ataque cardíaco.
Otro médico que había tratado anteriormente al Papa dijo que “no había duda clínica” de que la causa era circulatoria, vinculada a los mismos problemas que se habían manifestado en su ojo.
Falasca, quien también es periodista de Avvenire, un periódico italiano vinculado a la Iglesia, cita las opiniones contradictorias y no intenta sopesar su grado de probabilidad.
Pero en su libro dispara de manera implícita contra esos relatos anteriores. Sobre todo contra los sacerdotes-secretarios, fuentes clave del libro de Cornwell, subraya sus contradicciones y dice que “no son de fiar”, tal vez porque trataban de salvaguardar su reputación.
Falasca señala que un “pequeño círculo” de sacerdotes y laicos pensaba que Juan Pablo I no estaba a la altura de la tarea mientras dirigía la provincia eclesiástica de Venecia, su cargo anterior. Pero también cita a cardenales y a una monja en la casa papal que deban testimonio de su competencia durante su breve tiempo en el pontificado. Según esas fuentes, el entonces papa había avanzado “con decisión” en sus tareas, promoviendo el diálogo y la paz, hasta el momento de su muerte.
Si hubiera vivido más, podría haber sido un Papa histórico, dice Falasca, “pero su muerte terminó absorbiendo toda la historia de su vida”.
Cabos sueltos
La mayoría de los “habitués” del Vaticano que fueron testigos del pontificado de Juan Pablo I están muertos, y otros son demasiado viejos o recelosos para hablar. En un entorno así, es normal que algunos aspectos cruciales quedan abiertos a la interpretación.
Para empezar, la actitud del propio Juan Pablo I hacia la muerte. Cornwell insiste en haber encuadrado correctamente esa desazón del papa. Dice haber hablado extensamente con sus dos sacerdotes-secretarios, y ambos brindaron relatos similares, de un papa que hablaba con frecuencia de la muerte.
“No quería quedarse en este mundo”, le dijo a Cornwell uno de los secretarios del papa.
Chico Harlan y Stefano Pitrelli
Traducción de Jaime Arrambide
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