Juan Carlos I: el hombre que derribó el régimen que se le había encomendado continuar
Elegido por el dictador Franco como su sucesor, se encargó de impulsar la transición democrática; los escándalos de los últimos años terminaron su idilio con los españoles
A España la vio por primera vez desde la ventanilla de un tren que había partido de Lisboa. Juan Carlos de Borbón y Borbón-Dos Sicilias era un chico de 10 años que lloraba en silencio acurrucado en su asiento, acaso por la intuición precoz de que iba camino a la historia.
Tenía estirpe de rey, nombre de rey y cara de rey. Pero viajaba a un país sin reyes; a una tierra desolada por la guerra, el odio fratricida y la miseria en la que el poder absoluto residía en el hombre que lo había mandado llamar: Francisco Franco.
Ayer, al despedirse de la vida pública, el anciano que fue aquel niño habrá matizado la amargura de un final no deseado con el alivio de haber cumplido el mandato de su sangre.
La España moderna no puede entenderse sin él. Creció con él. O más aún: nació gracias a la voluntad política y el coraje con que Juan Carlos I se dispuso a derrumbar a partir de 1975 el régimen dictatorial que Franco, ya moribundo, le había encomendado continuar.
Si no fuera un personaje tan humanamente presente, se diría que es una metáfora de España: tan capaz de simbolizar el despertar democrático, el progreso económico o la inserción en Europa como de encarnar el declive moral que ensombrece estos días de crisis y desesperanza.
No estaba destinado a reinar cuando nació, en Roma, el 5 de enero de 1938. Su abuelo, Alfonso XIII, había huido siete años antes al proclamarse la Segunda República. Su padre, don Juan, no era el primogénito, pero tras la muerte de uno de sus hermanos y la renuncia de otro quedó como el jefe de la dinastía en 1941.
Pero la reinstauración borbónica tenía un escollo en Franco, que no había liquidado la República para entregarle el poder a un rey lejano que había vivido la Guerra Civil entre Italia, Suiza y Portugal.
El desprecio de Franco con don Juan marcó una era. El dictador había prometido reponer la monarquía, pero quería reservarse el derecho a elegir el rey.
El pretendiente y el generalísimo se reunieron por primera vez en el verano de 1948, a bordo del yate Azor, en aguas del Cantábrico. De allí saldría el acuerdo para que "Juanito" fuera educado en España, bajo supervisión directa de Franco.
La noche del 8 de noviembre de aquel año el principito se despidió de sus padres en una estación al norte de Lisboa y se subió al coche cama del Lusitania Express. Lo esperaba España, tierra de fábula.
Durante los siguientes 20 años Juan Carlos vivió tironeado entre la lealtad a su padre, en lucha por calzarse la corona desde su residencia de Estoril, y la presión a la que lo sometía Franco para que renegara de sus raíces y se convirtiera en el símbolo de la continuidad del régimen.
En su travesía incierta hacia el trono, Juan Carlos se vio sacudido por la tragedia. El 29 de marzo de 1956, en Estoril, le disparó de manera accidental a su hermano menor, Alfonso, que murió en el acto. El drama acentuó el carácter reservado y melancólico que lo caracterizaba entonces.
Para ahondar su pena, Franco lo sometía a largas temporadas de indiferencia y su padre parecía culparlo en silencio. El dictador no terminaba de definir su sucesión. Incluso coqueteaba con instaurar la monarquía con otra rama de los borbones.
La espera terminó el 22 de julio de 1969, cuando por fin se anunció que, a la muerte de Franco, Juan Carlos sería nombrado rey de España. El aspirante llevaba siete años casado con la princesa Sofía de Grecia y ya era padre de dos niñas, Elena y Cristina, y un varón, Felipe.
Aceptar el designio lo enfrentó al trauma de su vida: cerrarle a su padre el camino del objetivo por el que había peleado durante décadas.
Quizá por eso siempre que pudo Juan Carlos describió como uno de los días más felices de su vida el 14 de mayo de 1977, cuando don Juan renunció al fin a sus derechos dinásticos. El hijo reinaba desde hacía más de un año y fue una de las pocas ocasiones en que se permitió llorar en público.
Tenía 37 años cuando le llegó la hora. El 22 de noviembre de 1975, en pleno duelo por la muerte de Franco, Juan Carlos I juró por los principios del régimen engalanado con su traje de general.
Todavía carecía de poder suficiente para derrumbar la dictadura. Había heredado el gobierno franquista, conducido por el ultraconservador Carlos Arias Navarro, y un aparato represivo que seguía activo.
No esperaría demasiado. A mediados de 1976 forzó la renuncia de Arias Navarro con una jugada que lo pinta en su astucia. Le bastó un diálogo en apariencia casual con la revista Newsweek en el que calificó al gobierno de "desastre sin paliativos". El segundo paso fue acertar con el hombre indicado para dinamitar el régimen. Se inclinó por un joven audaz surgido de las entrañas el movimiento: Adolfo Suárez. Juntos forzaron ese mismo 1976 el inverosímil suicidio de la jerarquía franquista, que votó la ley de reforma política, primer paso hacia la legalización de los partidos y la elección libre de autoridades.
La transición fue un tsunami político. En tiempo récord, los españoles pudieron votar un presidente democrático -Suárez-, se decretó una amnistía política casi total, fue legalizado el Partido Comunista, se autorizó la vida sindical y fue aprobada una Constitución que instauró las libertades civiles y reconoció las particularidades de las regiones que componen el Estado.
"Me acaban de legalizar", bromeó Juan Carlos cuando presenció, en 1978, la aprobación del artículo 2 de la Constitución por el que se institucionalizó la monarquía y le otorgó al rey el papel de garante del sistema, una figura con más peso simbólico que poder efectivo.
Consolidado por ley, a Juan Carlos le faltaba su legitimación definitiva. El derecho al trono se lo ganaría para siempre el 23 de febrero de 1981. La frágil democracia española zozobró aquel día con el golpe de Estado encabezado por el guardia civil Antonio Tejero, que tomó por las armas el Congreso de los Diputados el día en que se iba a investir al sucesor de Suárez. Vestido de militar, Juan Carlos detuvo la asonada en un discurso transmitido de madrugada por la televisión estatal en el que advirtió que la corona no iba a tolerar acciones de quienes "pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que instauró la Constitución votada por el pueblo".
Su popularidad no pararía de crecer en los 80. España entraba en la prosperidad europea y la monarquía florecía de la mano de un gobierno de izquierda, encabezado por Felipe González.
Juan Carlos fue la cara de España en el mundo, un activista de la internacionalización de las empresas españolas. Podía ser protocolario hasta el hartazgo y campechano como el último de los plebeyos. Un negociador cercano o un contendiente feroz, como esa tarde en Santiago de Chile en la que le espetó a Hugo Chávez el ya mítico "¡por qué no te callas!".
Relevado de ejercer el poder, el rey se dio tiempo para sus placeres. Los públicos -el deporte, la cacería- y los no tanto -las conquistas amorosas, que no siempre consiguió mantener en secreto-.
El blindaje popular no duraría para siempre. Los males estallaron todos juntos en el peor momento, cuando España se hundía en la crisis económica más profunda en 50 años.
El declive del rey empezó cuando la justicia empezó a investigar a su yerno Iñaki Urdangarin por haber defraudado al Estado en millones de euros con la pantalla del Instituto Nóos, una falsa entidad benéfica. Jamás pudo espantar las sospechas de que él había amparado el negocio turbio del marido de su hija; ni siquiera después de tomar la cruda decisión de excluirlos del protocolo de la familia real, a fines de 2011. Para entonces en los medios de comunicación ya se ventilaban anécdotas de su "amistad especial" con la atractiva princesa alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein, 26 años menor y experta en negocios transnacionales.
Su caída más sonora, literal y simbólica, ocurrió en abril de 2012, cuando se fracturó la cadera en un viaje privado a Botswana para cazar elefantes. "Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir", dijo al salir del hospital, condenado a tragarse el orgullo ante una sociedad indignada por sus excesos.
Los últimos dos años de su reinado fueron una lucha contra el destino. Juan Carlos se convirtió en un hombre frágil que necesitaba ayuda para caminar, que sufría con el tobogán judicial de su hija, que entraba y salía de quirófanos y al que la reina acompañaba a una distancia que lo exponía a la culpa. Hizo un esfuerzo sobrehumano para reponerse y enmendar lo que creía haber arruinado. Pocas veces fue tan dramático ese intento como en la última pascua militar, cuando -convaleciente de su última cirugía- dio un discurso titubeante y confuso ante un grupo de generales que temía verlo desfallecer en sus narices. Aquel acto fue el 6 de enero pasado, justo después de su cumpleaños 76. En esas horas, confesó ayer, decidió que debía abdicar en su hijo Felipe.
Le llevó seis meses encontrar el momento para blanquear que se rendía. Necesitaba recuperar la salud, mostrarse activo, presentar el relevo en el trono como un acto natural de continuidad. Probarse, al menos a sí mismo, que había sido fiel a la sangre.
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