Haqqani, el jihadista que sembró terror durante décadas y hoy se vende como la esperanza de cambio del régimen talibán
Hasta hace no mucho era visto como un ángel de la muerte en la guerra contra las fuerzas lideradas por EE.UU., pero ahora se muestra como una voz relativamente moderada dentro de un gobierno extremista
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KABUL.- Durante casi dos décadas, ningún nombre inspiró más terror entre los afganos de a pie que el de Sirajuddin Haqqani.
Para muchos afganos, Haqqani era el cuco, un ángel de la muerte que en la guerra contra las fuerzas lideradas por Estados Unidos tenía el poder de decidir quién vivía y quién moría: el líder talibán enviaba a sus hombres-bomba a desatar una carnicería entre las tropas norteamericanas y los civiles afganos, sin distinción. Como cerebro en las sombras de la jihad global con profundos vínculos con al-Qaeda y otras redes terroristas, Haqqani encabezaba la lista de los hombres más buscados por Estados Unidos en Afganistán: por su cabeza se ofrecía una recompensa de 10 millones de dólares.
Pero resulta que desde la caótica retirada de los norteamericanos de Afganistán, en 2021, y del consecuente regreso de los talibanes al poder, Haqqani se ha mostrado como algo radicalmente distinto: un pragmático estadista, un diplomático de fiar, y una voz relativamente moderada dentro de un gobierno sumido en el extremismo religioso.
La metamorfosis de Haqqani tiene que ver con el conflicto interno que agita al movimiento talibán desde hace tres años, por más que la agrupación haga lo posible por mostrarse como un frente unido. Y en el centro de ese conflicto está el emir y jefe de Estado de los talibanes, el jeque Haibatullah Akhundzada, un clérigo de línea dura que con la cancelación de los derechos de las mujeres ha convertido a Afganistán en un paria en la escena internacional.
A medida que Akhundzada fue tomando el control casi total de las políticas del país, Haqqani empezó a mostrarse como su retador más persistente. Según varios talibanes y funcionarios extranjeros, Haqqani ha presionado secretamente para que se permita que las niñas sigan yendo a la escuela más allá de séptimo grado y que las mujeres puedan volver a trabajar en el Estado. Y cada vez que Akhundzada despotrica contra los ideales occidentales y rechaza los reclamos de Occidente, Haqqani se ha ofrecido como puente para acercar posiciones.
También ha realizado giras diplomáticas y mantenido conversaciones por canales informales para difundir su visión más digerible y fomentar los intereses comunes con Occidente, como mantener a raya a los grupos terroristas en suelo afgano. Y según funcionarios extranjeros, Haqqani incluso ha construido una relación con algunos de sus exenemigos de Europa, así como con Rusia, China, y varios países islámicos.
“Fueron veinte años de jihad para llegar a la victoria”, me dijo Haqqani este año cuando lo entrevisté en Kabul, la segunda vez que hablaba con un periodista de Occidente. “Ahora hemos abierto un nuevo capítulo de compromiso positivo con el mundo, y hemos cerrado el capítulo de violencia y de guerra”.
A muchos diplomáticos occidentales los impresiona mucho la transformación de Haqqani, y se preguntan si hay que creerle… Haqqani es un enigma: por un lado es un operador político ávido de poder, y al mismo tiempo es un jihadista acérrimo bañado en sangre. Hasta se desconoce la fecha y el lugar exactos donde nació. Y su promesa de restituir los derechos de las mujeres podría tener menos que ver con una transformación personal que con un frío cálculo para tener de su lado a los países de Occidente en su enfrentamiento con el jeque Akhundzada.
Haqqani y su familia tienen una larga historia —antes secreta— de ese tipo de acercamientos: durante la guerra liderada por Estados Unidos en Afganistán, en varios momentos los Haqqani buscaron acercarse a Estados Unidos, según reveló entonces una investigación de The New York Times. Pero los funcionarios norteamericanos los rechazaron, por considerarlos irredimibles y poco confiables, a la luz del tendal de muertos que había dejado durante la guerra.
Algunos diplomáticos ahora dicen que las ofertas de diálogo de los Haqqani fueron oportunidades perdidas y que ayudan a explicar por qué la guerra de Estados Unidos en Afganistán duró 20 años y por qué la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo en general terminó multiplicando los mismos enemigos que se proponía destruir.
Por eso algunos funcionarios y expertos estadounidenses dice que seguir rechazando los intentos de acercamiento con Haqqani sería repetir esos errores. Ante la falta de alternativas, algunos ven a Haqqani como una fuerza potencial de cambio que algún día podría redefinir la vida bajo el régimen talibán y las relaciones del país con el mundo.
Haqqani el insurgente
Una noche de este año, alrededor de las diez, me senté a entrevistar a Haqqani en una mansión de dos pisos justo frente a la antigua Zona Verde fortificada de Kabul. Haqqani es un hombre corpulento de unos 40 años, de áspera barba negra, con el aspecto encanecido de un insurgente devenido en estadista.
Durante más de tres horas, Haqqani dio detalles antes desconocidos de su educación, sus despiadados cálculos contra las tropas norteamericanas y las interacciones previamente secretas entre su familia y los funcionarios de Estados Unidos. También hizo hincapié en su visión para Afganistán: librar por fin a su país de la violencia y la guerra.
Nacido en la época de la invasión soviética de Afganistán en 1979, Haqqani creció en Miran Shah, un enclave de refugiados afganos de casas de adobe, apenas cruzando la frontera con Pakistán. Su padre, Jalaluddin Haqqani, era un destacado comandante de los muyahidines —los insurgentes afganos que libraban una guerra santa contra las fuerzas soviéticas— que supo forjar relación con poderosos patrocinadores de todo el sur de Asia y el Golfo Pérsico.
Durante la guerra contra los soviéticos, Jalaluddin Haqqani cultivó el apoyo de las agencias de inteligencia paquistaníes y saudíes, y fomentó vínculos estrechos con la CIA, que le envió cientos de miles de dólares en efectivo y armas. También se hizo amigo de Osama bin Laden, quien luego formaría al-Qaeda con el apoyo de los Haqqani.
Al mismo tiempo, Haqqani iba preparando a su hijo Sirajuddin para que se hiciera cargo de la extensa red jihadista que estaba creando, sostenida por un lucrativo imperio delictivo de drogas, secuestros y extorsión que se extendía por todo el mundo árabe. De hecho, desde que Sirajuddin era un niño, los vecinos y parientes ya lo llamaban “califa”, título que en el islam refiere a un líder o a su sucesor.
En la entrevista, Sirajuddin contó que sus primeros recuerdos de infancia eran de sus viajes a los campos de entrenamiento de los muyahidines en el este de Afganistán para visitar a su padre, donde tronaban los morteros de los combates cercanos y el aire apestaba por el sudor de los combatientes muyahidines que volvían del campo de batalla.
Cuando su padre no podía abandonar el campo de batalla, él y sus hermanos trepaban a las colinas cercanas para observar los combates. “De pronto nos dábamos cuenta que nuestro padre, nuestros tíos, estaban ahí abajo, en medio de la batalla”, recordó.
Haqqani y sus hermanos pasaron el resto de su infancia estudiando en una madrasa local, y luego con tutores privados contratados por su padre para que les enseñaran sobre política global y textos religiosos. Gracias a eso, Haqqani tuvo una exposición al mundo exterior poco común para un futuro líder talibán.
Haqqani recuerda que cuando Estados Unidos invadió Afganistán, en 2001, él tenía poco más de 20 años y estaba sentado en la madrasa que su familia dirigía en la provincia de Khost, en el sureste del país. La noticia les llegó con interferencias a través una vieja radio muyahidín: había misiles norteamericanos cayendo sobre Kabul.
Una descarga de adrenalina recorrió la sala. “Éramos jóvenes y llenos de energía. Estábamos física y mentalmente preparados para luchar”, recordó.
Aunque el régimen talibán cayó rápidamente, para mediados de 2006 el movimiento se había reagrupado y volvía en forma de insurgencia. Para entonces, Haqqani ya lideraba operaciones de guerrilla en el este, para luego quedar finalmente a cargo de supervisar la estrategia militar talibán en todo el país como adjunto del emir.
Las fuerzas norteamericanas lo persiguieron sin éxito, algo de lo que se enorgullece. Haqqani cuenta que a veces cambiaba de ubicación diez veces la misma noche y que nunca usaba dos veces el mismo auto o los mismos guardaespaldas para burlar a los norteamericanos.
“Te pido que les preguntes a nuestros enemigos cómo no pudieron matarme o arrestarme con todo el equipamiento que tenían”, me dijo Haqqani sentado en un sillón de cuero beige bajo tubos fluorescentes.
También recuerda la felicidad que sintió cuando se enteró que Estados Unidos lo había incluido en su lista negra. Era una prueba, dijo, de que sus esfuerzos contra Estados Unidos en el campo de batalla habían sido “muy efectivos.”
Haqqani el político
Hace tres años, a los pocos meses de que los talibanes volvieran al poder, el jeque Akhundzada aplicó mano de hierro y pasó a ser el único que decidía las políticas y nombramientos importantes.
En la primavera boreal de 2022, incumplió una promesa pública hecha por otros funcionarios talibanes de permitir que las niñas cursaran la escuela secundaria. Desde entonces, aplica contra las mujeres y las niñas las restricciones más duras que existen en el mundo, medidas con las que la mayoría de los líderes talibanes más influyentes no estarían de acuerdo, según los expertos y los funcionarios.
Haqqani y otros pragmáticos le hicieron pedidos personales al emir para que suavizara las medidas más restrictivas. Luego, a modo de protesta, él y algunos de sus aliados se negaron a asistir a las reuniones con el emir en Kandahar, el bastión conservador de Akhundzada en el sur del país, según expertos y funcionarios extranjeros al tanto de esos esfuerzos.
En un discurso del año pasado, Haqqani dijo que el liderazgo del movimiento talibán estaba “monopolizando el poder” y “dañando la reputación” del gobierno, comentarios que muchos observadores consideraron una crítica velada al emir. Los asesores de Haqqani negaron esa interpretación de sus palabras y dijeron que estaba expresando un deseo general de que el gobierno estableciera una buena relación con sus ciudadanos.
Pero esas objeciones públicas parecían violar el código básico de los talibanes: lealtad absoluta al líder supremo.
Y Akhundzada respondió con todo el peso de su autoridad.
Reasignó los batallones que respondían a los funcionarios disidentes a su base en Kandahar y estableció su propia fuerza de protección privada, y reemplazó por aliados a los pragmáticos que ocupaban puestos claves del gobierno. Según algunos analistas, el emir también intentó socavar deliberadamente las propuestas de Haqqani a Occidente cercenando aún más los derechos de las mujeres.
Así que ahora que la mayoría de sus aliados tienen miedo y guardan silencio, Haqqani sale cada vez más de su país para intentar inclinar la balanza de poder a su favor.
Haqqani el diplomático
En cuanto a sus esfuerzos por establecer vínculos con otros países —actualmente, ninguna nación reconoce oficialmente al gobierno talibán— Haqqani dice que su objetivo es que los líderes de su movimiento sean actores en el escenario internacional.
Según me informaron funcionarios extranjeros, Haqqani ha establecido sólidas relaciones de trabajo con funcionarios de la ONU y los países europeos. También le dio luz verde a las inversiones chinas y entabló estrechos vínculos con Rusia.
En líneas generales, Estados Unidos ha rechazado los esfuerzos de los funcionarios talibanes por establecer vínculos formales con el gobierno de Washington, trazando una línea roja sobre la cuestión de los derechos de las mujeres. Pero Estados Unidos conserva una enorme influencia en Afganistán: sigue siendo su mayor donante de ayuda externa, sus sanciones ayudan a marcar el ritmo del flujo de efectivo y la tan necesaria asistencia humanitaria, y en los hechos controla miles de millones de dólares en activos congelados pertenecientes al banco central de Afganistán.
“Son tácticamente muy astutos”, me dijo Munir Akram, embajador paquistaní ante las Naciones Unidas, en referencia al movimiento talibán de Afganistán, y agregó que su relación con sus milicias es tanto ideológica como estratégica “para asegurarse una mayor influencia sobre los países vecinos.”
Durante la entrevista, Haqqani insistió en que no había grupos terroristas con presencia en Afganistán y recalcó que “el Emirato Islámico controla hasta el último rincón del país”. Una lectura más ecuánime de la situación de seguridad bajo el régimen talibán sería que si bien en Afganistán hay presencia de focos terroristas, durante los últimos tres años no han atacado objetivos en Occidente como una señal de la voluntad de Haqqani de involucrarse en la escena global.
La pregunta es qué piensa obtener a cambio.
“Trabajar con los Haqqani es un camino peligroso”, dice Hans-Jakob Schindler, excoordinador del grupo de monitoreo de las Naciones Unidas sobre el grupo Estado Islámico, al-Qaeda y el movimiento talibán. “Nunca sabés de que lado van a estar el día que te toque negociar con ellos: de tu lado, del suyo propio, o del lado del terrorismo internacional”.
Haqqani el negociador
Estados Unidos tiene grabada con sangre su desconfianza por los Haqqani. Pero la reputación de los Haqqani como ideólogos extremistas y enemigos declarados puede ser uno de los muchos conceptos erróneos que empantanaron a Estados Unidos en Afganistán durante dos décadas.
“A diferencia de Osama bin Laden, para la ideología de los talibanes Estados Unidos nunca fue un tema central”, apunta Barnett Rubin, exdiplomático de la ONU y de Estados Unidos en Afganistán. “Pensamos que porque estaban luchando contra Estados Unidos eran antinorteamericanos, pero para ellos era simplemente luchar contra un invasor, porque están en contra de los invasores.”
Pero los esfuerzos de Haqqani han comenzado a rendir frutos. En junio, las Naciones Unidas eliminaron temporalmente su nombre de su lista negra de viajes.
Por ahora, sin embargo, Estados Unidos mantiene su distancia. Meterse en la interna de la política afgana sería una apuesta arriesgada, empañada por 20 años de guerra que costaron miles de vidas y miles de millones de dólares, y que terminaron con el regreso de los talibanes al poder de Afganistán.
Por Christina Goldbaum
Traducción de Jaime Arrambide
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