Hanif Kureishi: “Los dibujos de Charlie Hebdo no me gustaron, no por razones morales, sino estéticas, pero defiendo su derecho a publicarlos”
Londinense de origen paquistaní, Hanif Kureishi ha sido, a sus 59 años, testigo de alguna de las grandes mutaciones del mundo contemporáneo en Oriente y Occidente. Su familia conoció el Pakistán anterior a la islamización y él se crió en la Inglaterra del bienestar desmantelada por la revolución conservadora de los años 80. De todo eso hablan sus novelas y guiones de cine. En esta conversación también aborda los fundamentalismos y defiende el derecho a blasfemar.
"He pasado más tiempo hablando de mis libros que escribiéndolos", dice mientras toma agua con gas en el bar de un hotel madrileño. No lo dice como una queja, sino porque, afirma, forma parte de su "trabajo". Con su aire de estrella pop en zapatillas, pasó por Madrid esta primavera [boreal] para presentar su último libro, protagonizado por un furioso narrador de origen indio. Se titula La última palabra y lo edita Anagrama.
–Cada tiempo tiene sus grandes temas, y el tema del nuestro es el regreso de la religión como política, dice el protagonista de su último libro. ¿Está de acuerdo?
–Sí y no. Yo creo que hay dos: uno es el islam; el otro, la supremacía del neoliberalismo. En España lo saben bien, y en Portugal, y en Grecia. De hecho, en todo Occidente. Cómo vive la gente, dónde duerme, cómo sueña, incluso, está marcado por el neoliberalismo. En el Reino Unido fuimos pioneros en los 80 con el thatcherismo. Ahora lo vivimos en todo su esplendor.
–¿Y cuál es el papel de la religión?
–Algunos están más preocupados por el islam que por nuestra religión verdadera, que es el neoliberalismo, el fundamentalismo financiero. Otra cosa es el terrorismo, y otra, la inmigración, que es uno de los efectos del neoliberalismo. Necesitamos buenas ideas sobre esas dos cosas, no tópicos. Hasta el racismo ha cambiado.
–¿Es distinto ahora que en su infancia?
–Ahora el racismo está mucho más organizado. Está más en el mainstream. Entonces era un fenómeno callejero, ahora Marine Le Pen puede llegar a presidenta de Francia. En el fondo, el racismo se basa en una idea mítica de lo que es un inmigrante. Antes nacía del desprecio por el Tercer Mundo y la gente de color. Ahora es fruto de la desesperación de gente que ve que su mundo, sus derechos, su trabajo, su seguridad, están siendo destruidos, pero no por la inmigración, sino por el sistema. El capitalismo es una revolución, la más rápida y exitosa que hayamos conocido.
–¿Se acabó el multiculturalismo?
–Nunca ha existido. Hemos tenido y tenemos una sociedad monocultural. Sólo hay un sistema: el neoliberalismo. Hay una sociedad multirracial hecha de escoceses, ingleses, irlandeses, paquistaníes y lo que sea, pero dentro del sistema. No hay alternativa.
–¿No la hay?
–Hay muchas formas de capitalismo. Por ejemplo, el sistema en el que crecí, basado en los derechos sociales, en un Estado de bie-nestar fuerte. También teníamos partidos de izquierda. Ya no queda nada. Incluso la idea de Estado de bienestar ha sido arrasada. Vivimos en la precariedad. Mis hijos tienen muchas menos oportunidades de las que yo tuve. Tengo que pagar sus estudios y, además, esos estudios no les van a garantizar un trabajo.
–¿En qué momento cambió todo?
–Con Thatcher. Decía ser una patriota. Quería tanto a Inglaterra que destruyó el sistema público de vivienda, los sindicatos… Reagan lo hizo en Estados Unidos. ¿Resultado? Ahora vivimos en un fundamentalismo financiero. Todo se mide en dinero. En Londres sólo quedan dos clases sociales: los ricos y sus sirvientes. Casi no hay clase media, no se pueden permitir vivir en la ciudad. Lo curioso es que se trata de una ideología que la gente no ve. Promete mucho –fama, éxito, trabajo–, pero no es más que publicidad. ¿Qué hacemos en cuanto tenemos algo de dinero? Ir de compras.
–¿Toda la culpa es del sistema? Ir de compras no es obligatorio.
–Es cierto, pero los que tenían que luchar por los derechos de los débiles se pasaron al otro bando. Tony Blair fue un thatcherista. Ella misma dijo que su mayor éxito había sido Tony Blair. Estaba orgullosa de él.
–¿La clase trabajadora se ha vuelto conservadora?
–Murdoch tuvo mucha influencia, desplazó a todos los medios de comunicación hacia la derecha. Vivimos un tiempo interesante, pero no tengo mucha esperanza: la precariedad, la vuelta de la religión…
–¿Cuál era el papel de la religión en su vida cuando era joven?
–Mi padre y sus hermanos hacían chistes. Veían a la gente religiosa como tú puedes ver a un cura. Sabían que eran hipócritas o tontos. Formaban parte del paisaje. Mis tíos eran de clase media, intelectuales, digamos. Pensaban que la religión estaba muerta y que aquella gente era un chiste. Por eso fue un shock, sobre todo en Paquistán, el regreso del islam. Mi familia no daba crédito porque era gente de la izquierda anticlerical. Ahora mis primos, con los que me crié, se han vuelto muy religiosos, van a la mezquita.
–¿Por qué ellos y no usted?
–Porque en el Tercer Mundo había un agujero ideológico. Bueno, no sé si en todo el Tercer Mundo; en Pakistán, seguro. Nunca iban a ser comunistas, así que necesitaban una ideología que les diera una identidad: eran antiamericanos, antiimperialistas. Fue una ideología que funcionaba en las mezquitas y en la calle porque ya eran musulmanes como usted puede ser católico, socialmente. Sólo hubo que politizarlos. Lo vieron como una solución. Estaban hartos de los británicos, primero, y de los americanos, después. El islam lo ha ocupado todo. En el fondo, la mayoría de la gente no es creyente, pasa como en los antiguos países comunistas: tienes que rezar, seguir esas costumbres, decir esto, callar lo otro. La gente lleva una doble vida.
–Otro tema que plantea en su nuevo libro es la vuelta de la figura del padre después de acabar con ella en los años 60.
–Me refería a la idea de autoridad, de obediencia. Es así. Sobre todo en el islam, tienes que obedecer, no hay sentido de la duda o espacio para otras ideas. Es como ver la Fox todo el tiempo. Pero no es sólo autoridad, es sumisión. Eso le da a la gente cierto idealismo porque le promete el paraíso. Lo único que tienes que hacer es obedecer, renunciar a la libertad de pensar.
–¿Cómo es usted como padre?
–Soy permisivo y a la vez estricto. Mis hijos pueden hacer lo que quieran, pero deben estudiar. No me importa si van a fiestas, tienen relaciones sexuales o se drogan, pero tienen que estudiar y comportarse con educación. Ellos han visto que he trabajado duro para ser escritor. Cuesta ser un escritor de éxito, sobre todo si vienes de donde yo vengo. Eso lo saben. Mis dos hijos mayores se van a licenciar ahora en Filosofía. Son gemelos, de 21 años. El otro tiene 17, está terminando la secundaria.
–¿Tienen cosas en común con usted?
–Trato de mantener una relación entre todas las generaciones. A todos nos interesa la literatura, la política, esas cosas. Es un vínculo. Algo así como el Kureishi way of life. Y, claro, tienen que ser del Manchester United.
–Incluso viviendo en Londres.
–Que fuesen del Arsenal sería un pequeño drama. Por suerte, odian al Chelsea. [Se ríe.] Cuando hay partido, vemos la tele con las bufandas del Manchester. Es obligatorio. Soy permisivo, pero no tanto.
–¿Han leído sus libros?
–No.
–¿Ni han visto sus películas?
–No creo. Toman distancia.
–¿Usted las ha vuelto a ver?
–Ni loco. Hace poco proyectaron en Londres Ropa limpia, negocios sucios, porque se cumplen 25 años del estreno, o 30, ya ni me acuerdo. Estaba todo el mundo: los actores, el equipo, todos. Stephen Frears, el director, y yo nos fuimos al bar. Ni se me ocurre volver a verla. No quiero pasarme la vida viéndole los defectos. Prefiero mirar hacia delante.
–¿Leyó usted las novelas de su padre?
–Sí, cuando estaba escribiendo Mi oído en su corazón. Son interesantes porque hablan de cómo era crecer en el Imperio Británico. En Bombay los soldados estaban presentes todo el tiempo. Les tenían miedo. Cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, se tuvieron que poner del lado de los británicos contra Hitler. No podían ser a la vez anti y probritánicos. Es muy interesante, porque en algún momento todos somos minoría para alguien.
–¿Escribió El buda de los suburbios porque sentía que nadie había hablado de ese mundo?
–Yo había leído mucha literatura inglesa –H. G. Wells, Graham Greene–; también tenía mucha influencia americana: el primer Philip Roth –el de El lamento de Portnoy–, tal vez Saul Bellow. De Salinger, sobre todo. Había leído mucho sobre gente de barrio en Estados Unidos y quería escribir sobre un muchacho de barrio, pero en el Reino Unido, gente que escuchaba música pop y se drogaba. Y sobre la inmigración. Nunca había leído nada sobre la inmigración en Londres. Bueno, un par de cosas, y alguna buena, pero todas tristes, del tipo "cómo el racismo me arruinó la vida". El buda de los suburbios es un libro alegre, optimista. Me divertí escribiéndolo. Tuve que inventarme un tono, pero en eso consiste ser escritor, en inventarte una voz en la que quepa todo lo que piensas.
–¿Hay ahora un mundo del que nadie esté hablando?
–Tal vez. Me gustaría leer la novela de un joven español o italiano sobre la crisis, sobre cómo es sentir que no tienes futuro, sobre cómo grandes naciones europeas han terminado siendo dirigidas por las instituciones financieras internacionales. O la historia de esos inmigrantes que huyen de África.
–En muchas ocasiones van a un país cuya lengua no hablan. No es el caso de los protagonistas de sus libros. Supongo que habrá que esperar.
–Es cierto. Yo nunca me sentí en un idioma extranjero. Ya en India, mi familia hablaba inglés. El idioma fue una suerte. Si escribes en francés es más difícil que te traduzcan o triunfar en Estados Unidos.
–¿Preferiría el Oscar de Hollywood o el Nobel de Literatura?
–Qué pregunta. Para mí, escribir un guión, una novela o un ensayo es todo lo mismo: escribir, contar una historia.
–El protagonista de La última palabra detesta a Forster y a Orwell, pero adora a Jean Rhys. ¿Comparte sus gustos?
–El odio, no; el amor, sí. Me encanta Jean Rhys, su fuerza, su melancolía, su crudeza al mismo tiempo; la vida en la calle, en los bares, esos amores fugaces y desgarradores, la precariedad de su vida.
–Cuando parecía que era usted el cronista callejero de los inmigrantes, la fatua contra su amigo Salman Rushdie le llevó a escribir El álbum negro y el cuento "Mi hijo el fanático". ¿No tuvo miedo?
–La fatua me hizo pensar en el islam, el radicalismo, la integración, todo eso. No tuve miedo porque nunca blasfemé. No soy tan tonto.
–¿Rushdie lo fue?
–No, no, él escribió un buen libro. No como las caricaturas, que sí eran una tontería.
–¿Las danesas?
–No, las de Charlie Hebdo. Ni siquiera eran graciosas. Salman las defendió, y uno tiene que defenderlas, pero nunca me parecieron ni graciosas ni inteligentes. Pero yo defiendo su derecho a dibujar lo que quieran. Blasfemar es un derecho. Yo nunca lo usaría, pero lo defendería siempre. Odio el autoritarismo religioso que te dice lo que puedes hacer o decir, pero los dibujos de Charlie Hebdo no me gustaron, no por motivos morales sino estéticos: eran muy feos. Y nada inteligentes. Pero, insisto, defendería en cualquier sitio su derecho a dibujarlos. Eso no me da miedo.
–Alguna vez ha dicho que escribir es fácil si se sabe cómo hacerlo. ¿Se puede aprender a escribir? ¿Se puede enseñar?
–Escribir es todo un trabajo. Antes hablábamos de Jean Rhys. Piensa en ella y en su fracaso durante años. Contó maravillosamente su trocito de mundo: las calles, los cafés, el alcohol, el amor, el sexo… Tiene una visión personal del mundo, una visión muy fuerte. Eso es lo que necesitas para escribir, y eso lo tienes o no lo tienes. Mucha gente no lo tiene por mucho que haya leído o por muy inteligente que sea. Escribir tiene que ver con eso: una visión del mundo. Puede ser pequeña, pero debe ser personal, única. Y profunda. Y que interese a los demás, claro. Es como un truco de magia.
–Siempre habla de divertirse. ¿Cuál fue el libro más duro de escribir?
–Intimidad. Tenía que ser a la vez directo y distante. Tenía que escribir sobre mi propia experiencia, sobre cosas que odiaba tener que escribir, cosas que normalmente piensas, pero no dices. El amor, el fin del amor.
–Hace poco vendió sus manuscritos a la Biblioteca Británica. ¿No releyó sus diarios antes de entregarlos?
–No. Había cientos de cuadernos. Siempre llevo uno encima, como una cámara fotográfica: están llenos de ideas instantáneas que deseo atrapar. En alguno está la primera frase de El buda de los suburbios: "Me llamo Karim Amir y soy inglés de los pies a la cabeza, casi". Pensé que ahí había algo. En otro están los días en que Salman me iba contando que estaba escribiendo una nueva novela. Era, precisamente, Los versos satánicos. Pero no voy a releer todo eso. Necesitaría otra vida para revisar lo que he escrito en ésta. Ni loco. Se estaban pudriendo en mi casa y pensé: que se pudran en la Biblioteca Británica.
Bio
Profesión: escritor
Edad: 60 años
Hijo de madre inglesa y padre paquistaní, nació en Londres. Novelista, dramaturgo y guionista y director de cine, es autor de las novelas El buda de los suburbios e Intimidad, y de los guiones de Ropa limpia, negocios sucios y Sammy y Rosie se van a la cama, films que dirigió Stephen Frears
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