Guepardos, Rolls Royce y muertes: la caída de Haile Selassie, el emperador rastafari
Presumió el lujo y se codeó con una corte de adoradores; gobernó Etiopía durante 44 años y terminó enterrado en un sótano
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Cuando el príncipe Ras Tafari Makonnen fue coronado Rey de Reyes de Etiopía con el nombre de Haile Selassie I, un 2 de noviembre de 1930, la leyenda de un nuevo Cristo Negro sobre la tierra se diseminó por todo el África oprimida y el Caribe americano.
Las potencias occidentales cayeron seducidas por su carisma y y los primeros impulsores del nacionalismo negro creyeron ver cumplida la predicción del jamaiquino Marcus Garvey, el controvertido profeta, periodista e inspirador del movimiento rastafari: “Mirad a África, un rey negro será coronado porque el día de la liberación está cerca”.
A la luz de la historia, todo fue un gran malentendido. Haile Selassie no resultó ser la encarnación de Dios sobre la tierra, como pensaron inicialmente los rastafaris, el movimiento inspirado en la tradición judeocristiana que pugnaba por la vuelta de los descendientes esclavos al continente africano. Tampoco fue el emperador liberal y progresista que creyeron ver en Occidente.
Su popularidad se hizo mundial cuando el emperador debió exiliarse de Addis Abeba tras la invasión fascista de 1936. La Sociedad de las Naciones lo cobijó y el profeta que lo había anunciado una década antes ahora lo llamaba el “gran cobarde” por huir de las tropas de Benito Mussolini y refugiarse en el Reino Unido.
Selassie denunció los crímenes fascistas en los foros internacionales y volvió al poder de Etiopía después de la victoria británica sobre los italianos, cinco años más tarde, en 1941. Dijo: “No devolver mal por mal. No caer en las atrocidades que el enemigo ha estado practicando de forma habitual. Tened cuidado de no estropear el buen nombre de Etiopía con actos que son dignos del enemigo”.
El mundo africano se rendía a los pies del emperador que había derrotado al colonialismo con la ayuda de una potencia colonial como Inglaterra.
Esta vez Garvey, en ese entonces perseguido por la justicia estadounidense por una serie de supuestas estafas, fue quien se constituyó como uno de los primeros políticos demócratas de Jamaica, volvió a cambiar de parecer y esta vez dijo que Selassie era el verdadero “Cristo Negro”.
Haile Selassie, el señor de los guepardos y los Rolls Royce
Así de controvertida fue la figura de Ras Tafari Makonnen. Un tirano rodeado de lujos y guepardos que había gobernado un país esclavista (1930-1936), paradójicamente venerado por antiguos esclavos de todo el mundo. Fronteras afuera, Selassie era la promesa negra que encarnaba el destino de liberación de millones de oprimidos. Fronteras adentro, la realidad era muy distinta.
Autócrata, monarca absoluto e impulsor del movimiento panafricano, Selassie se convirtió en una de las figuras más discutidas del siglo XX. Lo amaron las potencias occidentales pero sobre todo miles trabajadores precarizados del Caribe antillano que vieron en él al mesías, y en Etiopía, a la verdadera “sión”, la ciudad prometida.
Para los años 50, al menos 2500 afroamericanos fundaron una nueva ciudad cerca de Addis Abeba, siguiendo los preceptos del rastafarismo, de acuerdo con el libro Rey de reyes: El triunfo y la tragedia del emperador Haile Selassie I, una biografía escrita por Asfa-Wossen Asserate, sobrino nieto del autócrata que solía pasearse por una de las ciudades más miserables del planeta a bordo de un Rolls-Royce.
La invasión italiana de Etiopía catapultó a Selassie al concierto internacional, se convirtió en una voz de denuncia frente a las atrocidades del fascismo imperialista, y le dio impulso a la narrativa rastafari que lo enarboló como al único Dios verdadero, tomando su nombre original -Ras Tafari, príncipe Tafari- para bautizar al movimiento que popularizó Bob Marley en los años setenta.
Repuesto en el poder después la derrota fascista (que había invadido el país a fuerza de bombas y gases venenosos prohibidos, y había abolido, también, la esclavitud en el único país del planeta donde todavía se compraban y vendían seres humanos con los pies engrillados), Selassie consolidó su gobierno autocrático, impulsó la primera constitución etíope y viajó por el mundo buscando inversiones, alineándose con los países que quisieran tenderle una mano a su reinado.
Así se reunió tanto con el mariscal Josip Broz Tito de Yugoslavia como con la reina Isabel II de Gran Bretaña, visitó Jamaica como si fuera el mesías y en los Estados Unidos paseó en un convertible junto a John Fitzgerald Kennedy —durante los años treinta había figurado dos veces en la tapa de la revista Time. También estuvo en Brasil, donde le dedicaron un sello postal, y en la China comunista de Mao Tse‐tung.
Selassie no era un Dios, eso estaba claro, aunque presumiera ser descendiente directo de Salomón, el tercer rey de Israel. Le había dado a Etiopía su primera carta magna y abolió definitivamente la esclavitud por la presión de la Sociedad de las Naciones, pero eso sí, sin reconocer la democracia como forma de gobierno ni a los partidos políticos; una segunda Constitución, la de 1955, fue algo más amplia en términos de derechos individuales. Había sido redactada al calor de los procesos de descolonización africanos que se multiplicaban por todo el continente.
La nueva constitución establecía que sus “súbditos” tenían iguales derechos ante la ley, pero había una cláusula muy clara: “En virtud de su sangre Imperial así como por la unción que Él ha recibido, la persona del Emperador es sagrada. Su dignidad es inviolable y su Poder indiscutible. En consecuencia, tiene derecho a todos los honores que le corresponden de acuerdo con la tradición y la presente Constitución. Cualquiera que sea tan audaz como para intentar herir al Emperador será castigado”.
Selassie fue el último emperador de una monarquía con 3000 años de antigüedad (el soberano número 225 de la dinastía salomónica) y gobernó “su antiguo reino como un autócrata medieval”, consignó The New York Times cuando informó su muerte, a los 83 años, ocurrida un 27 de agosto de 1975, tras ser depuesto por un golpe militar de corte comunista que capitalizó el descontento campesino luego de una hambruna que se cobró más de 100.000 vidas.
Pero así como le recordó a sus súbditos que jamás olvidasen su poder “indiscutible”, también tuvo gestos celebrados en el frente de países no alineados, como promover la educación en un país con 90 % de analfabetismo, y el haber reunido a la Organización de la Unidad Africana en 1963, con sede en Addis Abeba, la capital de una nación “medieval” con 26 millones de personas repartidas en una veintena de clanes tribales cuyos integrantes nacían y morían en chozas de barro.
Selassie nació el 23 de julio de 1892 y fue bautizado como Tafari en Ejersa Goro, una ciudad gobernada por su padre, el Ras Makonnen. Se había casado con la princesa Menen Asfaw, ascendida a emperatriz cuando él fue coronado en 1930. Con ella tuvo seis hijos, de los cuales solo dos lo sobrevivieron. De acuerdo con la Constitución de 1955, sus títulos eran: «Haile Selassie I, Elegido de Dios, Rey de Reyes de Etiopía, León y Conquistador de la Tribu de Judá y Defensor de la Fe Cristiana».
La caída del León de Judá, enterrado en un sótano
Tras 44 años de reinado (sin descontar los cinco años que estuvo en el exilio), Selassie fue depuesto en 1974 por un coronel revolucionario, Mengistu Haile Mariam, después de una revuelta de oficiales descontentos por las malas condiciones en que vivían sus tropas. Recluido en los sótanos de su palacio que antes lo había tenido como amo y señor, murió 11 meses después “por causas naturales”.
No recibió un funeral de Estado y nunca se supo con precisión dónde habían sido enterrados sus restos sino hasta el año 1992 cuando, tras el colapso del régimen comunista del coronel Mengistu, encontraron en aquel sótano, a un costado de las letrinas, una tumba con restos humanos atribuidos al ex Elegido de Dios.
Un tirano grotesco
En el libro El Emperador de Ryszard Kapuściński (1983), lleno de elementos que describen a Selassie como un tirano grotesco e inútil sin su corte de adoradores ni su poder ancestral, una escena muestra la desesperante disociación entre la monarquía que decía luchar por la liberación negra y el pueblo etíope que decía conducir, hambreado hasta el paroxismo.
Mientras el emperador brindaba un banquete con todo tipo de carnes y pescados regados con vinos europeos para 3000 comensales, durante un encuentro con mandatarios de Occidente en el palacio real, una hilera de camareros se pasaban de mano en mano las bandejas con las sobras del festín y se dirigía hacia un barranco ubicado a pocos metros de la residencia.
“De aquellas bandejas fluía hacia el barrancón un reguero de huesos, cortezas, restos de ensaladas, cabezas de pescado y despojos de carne”, cuenta el libro. “En la profundidad de la noche, hundida en el barro y bajo la lluvia, se apiñaba una turba de mendigos descalzos a los que les arrojaban las sobras de las bandejas los que trabajaban fregando platos y cubiertos”, continúa. Puertas adentro, un rey; puertas afuera, el hambre.
“Me quedé contemplando aquella multitud, que, sumida en un grave silencio, comía, poniendo gran esmero, las cáscaras, los huesos y las cabezas de pescado”, concluye el pasaje del libro. Es una evidencia de las sombras -más que las luces- que marcaron a un tirano cruel.
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