Guerra Rusia-Ucrania. Tras la masacre, se revelan detalles del horror en Bucha: “Ataron sus manos, pegaron sus ojos con cinta y los torturaron”
Casi una semana después de la retirada de las tropas rusas, la ciudad sigue descubriendo el infierno al que fueron sometidos los ciudadanos; el silencio y el olor a podrido inundan el ambiente
BUCHA.- Las bolsas de plástico negras, abiertas, están puestas una al lado de la otra, en fila. Cada una tiene al lado un número de plástico amarillo, que va contabilizando el horror, la masacre. Algunas están entreabiertas y es imposible no ver rostros deformados violetas, abdómenes hinchados. El silencio es sepulcral en Bucha, la ciudad símbolo del horror de esta guerra que ya ha cumplido seis semanas y que sigue sembrando muerte y destrucción, ahora en el sudeste de Ucrania, donde un misil ruso sobre la estación de tren de Kramatorsk dejó 50 muertos -cinco de ellos, niños- y al menos 86 heridos.
Después de las imágenes de espanto que conmovieron al mundo hace unos días, cuando salieron a la luz fotos de decenas de cuerpos maniatados tirados por las calles tras la retirada de los rusos, en Bucha comienzan a aflorar historias aún más atroces, que hablan de torturas.
Son las 11 de la mañana de una jornada gris y lluviosa y en lo que era el jardín trasero de la Iglesia ortodoxa de San Andrés -un templo moderno con los clásicos campanarios dorados-, se levanta una impresionante fosa común. Vallada con unas cintas de plástico, como ocurre en una escena del crimen, en la fosa trabajan médicos forenses con mamelucos blancos que, acompañados por decenas de agentes con chalecos azules donde se lee “war crimes prosecutors” (fiscales de crímenes de guerra), están sacando, uno por uno, los cadáveres que allí las autoridades de la ciudad, desbordadas por la matanza cometida aquí por las fuerzas rusas, fueron enterrando. Hay palas sobre la montaña de arena, sillas plegables, muchos militares armados hasta los dientes y funcionarios que anotan e intentan identificar a los muertos.
“Es toda gente común, civiles, muchos de ellos estaban tirados en las calles... Era gente que trataba de escapar y los soldados rusos les dispararon”, explica a LA NACION don Andri, el párroco de una Iglesia cuyo jardín, ahora convertido en un cementerio a cielo abierto, es hoy noticia y es incluso visitado como ejemplo del espanto por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen.
El silencio es roto por una topadora que sigue cavando en la espantosa fosa, el canto de un gallo enloquecido que viene de unas cuadras más allá y el llanto, en su mayoría, tímido, de las personas que se acercan a reconocer a familiares y amigos.
Ante decenas de camarógrafos, la excepción es Volodimir, un hombre joven con gorro de lana negro, barba corta, que llora desconsoladamente. “Reconocí enseguida a mi hermano cuando lo sacaron de la fosa, se llamaba Dimitri, también estaba un vecino junto a él”, grita Volodimir, entre sollozos que le cortan el respiro. “Queríamos sumarnos a las Fuerzas Territoriales de Defensa, pero nos rechazaron porque ya no tenían más armas”, agrega, desesperado de dolor.
Tortura y desaparecidos
Anastasia, que se protege de la lluvia con una capucha color rosa, cuenta que en esa fosa se encuentra un amigo. Se llamaba Alexander y tenía 38 años y dice que prefiere no ir a verlo ahora que es un cadáver más, puesto en fila en una de las bolsas de plástico negras. “Él era absolutamente pacífico, nunca le hizo nada a nadie y los rusos lo torturaron”, denuncia. “Sí, ataron sus manos y pegaron sus ojos con cinta adhesiva y los soldados los torturaron. Pero ellos no le habían hecho daño a nadie”, insiste, sin quebrarse. ¿Cómo sabe que fueron torturados? “Nos lo contó una persona que estaba con ellos pero que fue liberada”, contesta esta joven, que dice que aún no dio su testimonio ante los fiscales de crímenes de guerra presentes y que desconoce cómo es el procedimiento para hacerlo.
Hay olor a carne podrida, muchos comienzan a ponerse barbijos, pañuelos y bufandas sobre la nariz. El aire, fétido, lo impregna todo. Tatiana Lepinska, ojos celestes, pelo corto rubio, coordinadora del call center que abrió la municipalidad de Bucha para que se denuncien los desaparecidos, dice a LA NACION que están recibiendo entre 300 y 400 llamados por día. “Hasta ahora llamaron al menos 3000 personas”, indica.
Ella también fue testigo de lo que pasó en Bucha, localidad que queda a tan sólo 30 kilómetros al noroeste de Kiev que fue tomada el 25 de febrero, el día después del comienzo de la invasión lanzada por Vladimir Putin contra esta exrepública soviética, por soldados chechenos. Las fuerzas ucranianas destruyeron días más tarde la columna de blindados con la que los chechenos habían ingresado -cuyos restos, achatarrados, pueden verse aún en la calle Volkzal’na- y el 4 de marzo llegaron otros soldados rusos, acompañados por siberianos, con ojos asiáticos, según los vecinos. Ellos siguieron adelante con esta guerra sucia contra civiles.
“Genocidio”
Tatiana, que logró escapar por un “corredor verde” el 11 de marzo y que regresó ayer, estuvo lo suficiente en Bucha como para ver el comienzo de la carnicería. “Todos los vecinos de Bucha estábamos encerrados en los sótanos; quienes intentaron irse en auto, fueron masacrados con metralletas, como también ocurrió con los voluntarios que en bicicleta repartían los medicamentos. Los soldados rusos también los mataron a ellos a sangre fría”, denuncia.
“Incluso le dispararon, con un tanque, a un conocido que vivía en un quinto piso que se atrevió a asomarse por la ventana. Lo hicieron intencionalmente y después quemaron su cadáver porque incendiaron su casa. Cuando algunos vecinos salieron a intentar apagar el fuego, a ellos también los mataron”, agrega.
“Los rusos dicen que esto fue una ‘operación especial’, pero los soldados que entraron a Bucha lo que hicieron fue un genocidio”, acusa Tatiana, que es oriunda de Donetsk -ciudad del Donbass, la región del sudeste bajo disputa y bajo fuego-, de donde se mudó en 2016. Allí también, asegura, fue testigo de cómo los rusos mataban a todos aquellos que se identificaban como ucranianos. “Y aquí mataron a todos porque todos somos ucranianos, fue un genocidio”, clama.
En el único hospital de Bucha, en tanto, cuentan que recién hoy reabrió la morgue, que cuando estuvieron los rusos había dejado de funcionar, como todo el resto de esta localidad arrasada, fantasma. Dos mujeres de la funeraria aseguran que el camión refrigerador que hay allí afuera, donde también se ve un ataúd con un nombre escrito a mano sobre un papel y un carrito rojo con un cadáver, “hay varios hombres torturados”.
Un joven soldado del ejército ucraniano acompaña a LA NACION y a otros periodistas italianos hasta un centro recreativo de Bucha, que se levanta en medio de un parque, frente a una iglesia con sus vidrios dañados. Allí, en el sótano de un edificio, encontraron a cinco personas torturadas. En otro edificio que fue la base principal de los invasores, se ven raciones de comida militar rusa, colchones tirados en el piso sobre los que dormían las tropas y, en el segundo piso, sobre un sofá, collares, bijouterie y demás joyas, evidentemente saqueadas en las casas. “Seguro los rusos estaban tratando de entender si había algo valioso”, explica el militar.
En el jardín de la Iglesia de San Andrés donde las excavadoras siguen sacando bolsas negras, cuando le pregunto al párroco, don Andri, qué les diría a los rusos que están diciendo que la masacre de Bucha ha sido una puesta en escena, mueve la cabeza. Y contesta sacando de su bolsillo su celular: muestra las imágenes de cuando comenzaron a enterrar, en esa misma fosa común, porque no funcionaba la morgue y para darles sepultura, a las decenas y decenas de cadáveres que estaban tirados en las calles de Bucha. “Empezamos a enterrar los muertos el 10 de marzo -asegura-, teníamos problemas con la conexión de internet y no podíamos subir directamente estos videos. Los rusos mienten, aquí hubo un genocidio”.