Guerra Rusia-Ucrania. Putin quiere un choque de civilizaciones, ¿caerá Occidente en la trampa?
Cuanto más se hable de “la determinación de Occidente”, más parecerá que los principios del orden internacional liberal son valores provincianos de un pueblo y un lugar en particular
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BERLÍN.- En medio del horror sin atenuantes de la invasión rusa a Ucrania, la zona de guerra en Europa también parece ser la zona de confort de gran parte del establishment político de Estados Unidos. En su discurso sobre el Estado de la Unión frente al Congreso, el presidente Joe Biden declaró que frente a la agresión de Vladimir Putin, “vemos una Europa más unificada, un Occidente más unificado”. Nada más cierto. Los nacionalistas polacos y los burócratas de la Unión Europea son de pronto hermanos de armas. ¿Y por casa cómo andamos? En Estados Unidos, demócratas y republicanos dejaron de lado sus diferencias sobre cambio climático y derecho al voto para escoger un enemigo que parece salido de un casting de la Guerra Fría: una vez más, un imperio maligno inicia su marcha sobre Europa.
La invasión de Rusia también actuó como un desfibrilador geopolítico para la OTAN. El sempiterno reclamo de Washington de que los europeos paguen su parte de los gastos de la alianza atlántica que los defiende se ha visto favorecido por la aprobación sin precedentes de Alemania para aumentar su presupuesto militar y su aporte a la OTAN. Hasta Turquía, la oveja negra de la OTAN y amiga de Putin, ha vuelto al redil en buenos términos: proveyó a los ucranianos de los drones Bayraktar que al parecer frustraron el avance de las fuerzas rusas, y hasta cerró el paso del Bósforo y los Dardanelos a los barcos de guerra.
La unificación en Europa de la que habla Biden es ciertamente real, pero como una cruel paradoja del destino, la cohesión europea solo parece lograrse amarrándose más fuertemente al mástil del poder y las prerrogativas que ostenta Estados Unidos. La sola idea de una Europa geopolíticamente autónoma que actúe independientemente de Estados Unidos —una visión históricamente muy cercana al corazón de los franceses—, se está volviendo rápidamente impronunciable. Aunque en Washington a veces les cueste entenderlo, los europeos viven en Europa, y evalúan sus amenazas de manera diferente a sus proveedores de seguridad estadounidenses, que duermen tranquilos a 8000 kilómetros de Moscú. Y cuanto más imbriquen Europa y Estados Unidos sus intereses de seguridad, menos logrará Europa hacerse su propio lugar en el mundo y desempeñar el papel de mediador entre Estados Unidos y las potencias rivales.
Pero el mayor de los problemas es que “Occidente”, por unificado y comprometido que diga estar en la lucha contra el autoritarismo, muestra señales de empezar a compartir la complicadísima lógica de identidad y choque de civilizaciones que plantea Putin. El resultado puede ser una contienda escalonada donde cada adversario desafía al otro a creer que su inflada identidad de civilización corre riesgo de desaparecer.
Eso se debe a que la agresión de Putin también ha resucitado otra idea que últimamente luchaba por su vida: la civilización occidental. En un notable discurso en Polonia en 2017, Donald Trump se esforzó por revivir la idea de defender la civilización occidental, pero para los progresistas de Occidente eran más palabras huecas de un hombre que cuestionaba la existencia misma de la OTAN. Ahora, de pronto, la palabra “Occidente” se les cae a todos de la boca, y los términos que lo acompañan —”el mundo libre” y “la civilización occidental”— han sido convocados nuevamente al servicio activo.
Una de las cosas más llamativas de la “civilización occidental” es que, como idea, es bastante nueva. Pasó a primer plano durante la Primera Guerra Mundial, cuando los progresistas angloparlantes pensaron la lucha contra Alemania y sus aliados, los imperios otomano y austrohúngaro, como una guerra de la civilización occidental contra el despotismo oriental. El progresista cosmopolita John Maynard Keynes estaba convencido de que había un abismo civilizatorio incluso entre alemanes y anglosajones, mientras que los rusos, aunque aliados de Occidente, directamente caían fuera de los límites de la modernidad occidental. Tras la Primera Guerra Mundial, las universidades de élite de Estados Unidos incorporaron cursos de “Civilización occidental” en sus programas de estudios.
Mundo libre
Al comienzo de la Guerra Fría, el término “Occidente” fue reemplazado por “mundo libre”, porque el poder de Estados Unidos exigía una bandera más globalmente inclusiva, capaz de encolumnar a los vietnamitas del sur, los indonesios y muchos otros en la guerra contra las “esclavistas sociedades comunistas”. Después de la Guerra Fría, sin embargo, pensadores estadounidenses conservadores, como Samuel Huntington, revivieron la idea de “civilización occidental” para dramatizar la forma en que determinado conjunto de valores estaba bajo asedio de nuevas amenazas: los inmigrantes, los terroristas y los relativistas morales.
Se suponía que el final de la Guerra Fría iba a disolver la fractura Este-Oeste. Y nadie se lo creyó tanto como el propio Putin, que por entonces estaba ansioso por unirse al club de Occidente. Cuando llegó al poder por primera vez, a principios de siglo, llegó a jugar con la idea de que Rusia se uniera a la OTAN, que por milagro no quedó obsoleta tras la desaparición de su única razón de ser, la Unión Soviética. “¿Cuándo nos van a invitar a unirnos a la OTAN?”, le habría preguntado Putin al secretario general de la alianza, George Robertson, en 2000. Cuando Robertson le explicó que el club tenía un proceso de postulación, Putin lo rechazó: “No pensamos hacer fila con un montón de países sin importancia.”
Ahora se habla mucho de que Ucrania está ganando la guerra de relaciones públicas, más allá de sus pérdidas en el campo de batalla, pero en cierto sentido Putin ya ha ganado en otro nivel, al encuadrar el conflicto como un choque de civilizaciones. Cuanto más se hable de “la determinación de Occidente”, más parecerá que los principios del orden internacional liberal son el conjunto de valores provincianos de un pueblo y un lugar en particular.
De los diez países más poblados del mundo, solo uno, Estados Unidos, apoya sanciones económicas fuertes contra Rusia. Indonesia, Nigeria, India y Brasil han condenado la invasión rusa, pero no parecen dispuestos a seguir a “Occidente” en sus contramedidas. Los Estados no occidentales tampoco parecen dar la bienvenida al tipo de perturbaciones económicas que resultarán de “ponerle la soga al cuello a la economía de Putin”, como lo expresó el senador Rob Portman. El norte de África y el Medio Oriente dependen de Rusia para obtener productos básicos, desde fertilizantes hasta trigo, y las poblaciones de Asia Central dependen de sus remesas de dinero. Es muy poco probable que la perturbación de esas grandes redes económicas alivie en algo el sufrimiento de los ucranianos.
Aunque han sido notablemente eficaces para matar de hambre a los niños iraquíes, iraníes y ahora también afganos, mientras satisfacen la voracidad de superioridad moral de los norteamericanos, las sanciones económicas modernas rara vez han frenado el comportamiento de un régimen. El poco entusiasmo global que despierta el hecho de que “Occidente” apunte su arma económica contra Rusia revela que al resto del mundo no solo le preocupa un empobrecimiento económico más amplio, sino también la escalada global de un conflicto entre dos “civilizaciones” que casualmente comparten la preponderancia mundial en armas nucleares.
De hecho, el propio Putin trepó al poder sobre los escombros del caos económico de la Rusia de la década de 1990. Sería temerario creer que someter a Rusia a un nuevo caos económico hará surgir un ave fénix que sea del agrado de Occidente.
Thomas Meaney
(Traducción de Jaime Arrambide)
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