Guerra Rusia-Ucrania: Odessa, la ciudad que obsesiona a Putin y que por ahora no pudo tomar
La localidad ubicada sobre el Mar Negro tiene una importancia estratégica, pero también cultural y económica; entre sus joyas arquitectónicas figura la célebre escalinata Potemkin
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PARÍS.– Trastornado por sus lecturas desordenadas de la historia, cuando lanzó la insensata invasión de Ucrania Vladimir Putin estaba obsesionado con la idea de recuperar Odessa, la llamada perla del Mar Negro. Porque ninguna ciudad expresa mejor la ambición de expansión ejecutada por la Rusia imperial y la Unión Soviética a partir del siglo XV.
En 1794, cuando decidió fundar ese puerto militar, Catalina la Grande no imaginaba utilizar esa fortaleza solo para consolidar el control del Mar Negro frente a la permanente amenaza que representaba el Imperio Otomano. La zarina rusa -única monarca humanista de ese fin de siglo turbulento- pensaba primero en concretar las ambiciones de su antecesor, Pedro I El Grande: expandir el imperio hacia los mares de aguas calientes (el Báltico, el Negro, el Mediterráneo y los puertos estratégicos de Extremo Oriente), estrategia que continuaron en forma infalible, hasta ahora, todos los gobernantes que ocuparon el poder en San Petersburgo y Moscú. Pero, además, Catalina se ilusionaba con transformar esa ciudad ubicada 450 km al sur de Kiev en una vitrina de la grandeza cultural y económica de Rusia, capaz de rivalizar con el brillo de las grandes metrópolis europeas y la Constantinopla de los sultanes. Por eso exigió bautizarla Novorossiya (Nueva Rusia).
“Aquí se respira toda Europa”, se exclamó el poeta Alexander Pushkin cuando conoció la ciudad. Por esa razón, Putin se empeña en resucitar ese nombre si prospera su aventura militar.
“Hoy la zarina estaría orgullosa de la sucesión de glorias, esplendor y tragedias que vivió Odessa en sus 228 años de historia”, estima Guido Hausmann, jefe del departamento de Historia del Instituto Leibniz de Ratisbona para Estudios de Europa del Este y Sudeste (IOS). Desde esa época, Odessa acumuló una sólida reputación de Meca de la pintura, la poesía y la música, cuyas expresiones más visibles fueron la llamada “escuela de Odessa”, con figuras como los pianistas Sviatoslav Richter, Emil Grigorievitch Guilels, el violinista David Oïstrakh o el compositor Serge Prokofiev. En los muelles del puerto también nació la célebre música klezmer —que mezcla clarinete, violoncelo y balalaika sobre ritmos de Medio Oriente— y que muchos consideran como el sonido que define la cultura ashkenazi.
Los lujosos palacios, museos, catedrales ortodoxas, teatros, hoteles, sociedades científicas, universidades, academias de arte, suntuosos edificios públicos y arterias comerciales —como la lujosa calle Deribasovska, con sus cafés y restaurantes abiertos día y noche—, así como los paseos, plazas, monumentos y jardines que forjaron su reputación de refinamiento, también parecen constituir una respuesta concluyente.
Entre esas joyas arquitectónicas figura la célebre escalinata Potemkin, concebida de 1837 a 1841 para que sirviera como entrada monumental del puerto a la ciudad: observados desde arriba, la perspectiva de los 192 escalones de 12,5 a 20 metros de ancho disimula los nueve rellanos intermedios de esa obra monumental de 142 metros de largo que, por efecto de una ilusión óptica, parece mucho más elevada. Mirando desde abajo, en cambio, se obtiene el efecto inverso. No en vano el padre del cine ruso, Serguei Eisenstein, la eligió en 1925 para rodar la escena clave de un film de propaganda comunista: El acorazado Potenkim relata el motín de los marinos de un navío de guerra en el puerto de Odessa. El momento más importante de la película es la interminable caída de un landó ocupado por un bebé por esa escalera. Los 96 segundos de esa secuencia se convirtieron en una de las escenas icónicas de la historia del séptimo arte.
Pasado negro
Pero la ciudad también acumuló una larga tradición de episodios de sangre y desdicha que forjaron relatos tenebrosos, leyendas y páginas oscuras.
En su época dorada, durante el siglo XIX, la ciudad portuaria era un centro cosmopolita de primera importancia, habitada por comerciantes, artesanos y artistas griegos, turcos, austro-húngaros, balcánicos más un gran número de aventureros y fugitivos de la justicia. Gracias al puerto y a la tradición iluminista que dejó Catalina, la ciudad era famosa por su tolerancia política y religiosa. Se calcula que, en esa época, sobre un total de 600.000 habitantes, 30 por ciento de la población, es decir unas 180.000 personas, era de origen judío. Incapaces de confirmar esa estimación, los historiadores prefieren responder con una boutade famosa en los años 30.
Cuando le preguntaban a un funcionario municipal cuántos habitantes tenía la ciudad, solía responder:
-Un millón.
-¿Y cuántos judíos?
- Acabo de decirle: un millón.
Hoy quedan menos de 30.000 porque en 1941, cuando los nazis invadieron el país, apoyados por sus aliados rumanos, gran parte de la comunidad había logrado escapar. De los 90.000 que habían decidido permanecer en Odessa, muchos murieron inmediatamente después de la invasión cuando los nazis, con el pretexto de “castigar” un atentado contra el ocupante, reunieron 19.000 judíos en una plaza cerca del puerto: algunos fueron ametrallados, otros murieron abrasados por el fuego dentro de un depósito o rociados con combustible mientras que los soldados acribillaban a los que trataban de huir. Los sobrevivientes murieron de frío, hambre y enfermedades en la cárcel o incinerados en los campos de concentración gestionados por los rumanos en Transnistria, un minúsculo territorio situado entre Ucrania y Moldavia. El Ejército Rojo soviético liberó Odessa en abril de 1944.
Ese pasado negro dio paso a otro episodio turbio que contribuyó a agravar la sangrienta historia de Odessa: por ese puerto transitaban las redes nazis de evasión, que permitieron a miles de criminales de guerra nazis huir de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Adolf Eichmann, Josef Mengele, Martin Borman o Ante Pavelić figuran entre los principales jerarcas del Tercer Reich que pudieron refugiarse en la Argentina, Paraguay, Chile, Brasil, o países árabes como Egipto y Siria gracias a esas tramas —conocidas en inglés como ratlines y Rattenlinien en alemán (líneas de ratas)— que contaban con la complicidad de gobiernos e instituciones internacionales, como el Vaticano, la congregación franciscana de San Girolamo o la Cruz Roja Internacional, e incluso el gobierno de Estados Unidos, según las frecuentes denuncias formuladas desde 1946 por el célebre cazador de nazis Simon Wiesenthal.
Odessa también fue utilizada por la red HIAG (Hilfsgemeinschaft auf Gegenseitigkeit der Angehörigen der ehemaligen Waffen-SS), que literalmente significa “Asociación de Ayuda Mutua de exmiembros de las Waffen-SS”). Esa hermandad, fundada en 1951 por ex miembros de las Waffen-SS, se encargaba únicamente de ayudar a los oficiales de la fuerza más despiadada del ejército hitleriano. Muchos de los soldados de menor rango, en cambio, pasaron a engrosar las filas de la mafia rusa, que desde su centro operacional en Brighton Beach, conocido como Little Odessa, durante los años 80 controló las actividades del crimen organizado en Nueva York.
Ahora, después de la invasión rusa de Ucrania, los habitantes de Odessa viven con una espada de Damocles sobre la cabeza porque temen que las ambiciones expansionistas de Putin puedan terminar por escribir un nuevo capítulo de sangre y pólvora en la historia de esa ciudad que nació hace dos siglos con otro destino.
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