Guerra Rusia-Ucrania. La voluntad beligerante, el sello de Vladimir Putin en su larga carrera en el poder
En más de 20 años en el poder, el líder ruso dirigió varias conquistas territoriales, aplastó y alentó insurrecciones y separatismos, y brindó respaldo militar a autócratas cercanos al Kremlin
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PARÍS.– Su aventura guerrera contra Ucrania no es la primera, tampoco la segunda. Presa de una nostalgia obsesiva que lo impulsa a perseguir una aterradora quimera de reconquista, el autócrata del Kremlin, Vladimir Putin, se aplica desde comienzos de los años 90 a restaurar la influencia del desaparecido imperio soviético. Desde que llegó al poder, hace 22 años, invadió países, aplastó insurrecciones extranjeras y participó indirectamente en focos de crisis a través de sus mercenarios.
En 1994, Putin aún no presidía los destinos de Rusia. Pero si bien ya había dejado de pertenecer al FSB, los servicios secretos que sucedieron al KGB, era un hombre clave cuando Moscú intervino por primera vez en Chechenia, una de las repúblicas rusas constitutivas, que había declarado su independencia. Esa primera guerra terminó en un fiasco para Moscú, obligado a retirar sus tropas en 1996.
Cinco años más tarde fue bajo el impulso de Putin, como primer ministro de Boris Yeltsin, que las fuerzas rusas entraron de nuevo en Chechenia. El Kremlin calificó esa decisión de “operación antiterrorista” después de sangrientos ataques y atentados en Rusia, atribuidos a los separatistas chechenos.
En febrero de 2000, los militares rusos recuperaron Grozny, la capital chechena. Pero fue necesario esperar hasta 2009 para que Moscú decretara el fin de su misión e instalara un gobierno fantoche que, hasta ahora, está al servicio de Putin. El número de víctimas mortales de esa guerra brutal se estima entre 100.000 y 300.000 personas.
Moscú todavía seguía su guerra en Chechenia cuando, en agosto de 2008, Rusia y Georgia se enfrentaron por el control de Osetia del Sur y de Abjasia, dos pequeñas repúblicas separatistas georgianas prorrusas, que se declararon independientes inmediatamente después de la caída de la URSS.
La situación se envenenó cuando Moscú anunció que reforzaría sus lazos con los separatistas. Acusando al Kremlin de querer anexar ambas regiones, el Ejército georgiano lanzó una ofensiva para recuperar Osetia del Sur y la respuesta rusa fue inmediata. A mediados de agosto, los dos gobiernos firmaron un tratado de paz. Pero diez días después Rusia reconoció la independencia de Osetia del Sur y de Abjasia.
En 2014, después del movimiento popular pro-UE de Maidán y la huida a Rusia del presidente Yanukovich, vasallo del Kremlin, Moscú anexó la península ucraniana de Crimea. Una anexión no reconocida por la comunidad internacional, que Moscú justifica hasta hoy con los resultados de un referéndum donde el 96% de la población de Crimea se manifestó a favor.
Al mismo tiempo, movimientos separatistas prorrusos emergieron en el este de Ucrania, en Donetsk y Lugansk, regiones del Donbass fronterizas con Rusia. Comenzó entonces un largo conflicto entre el Ejército regular ucraniano y los rebeldes, apoyados por Rusia, que les proveyó material y tropas. Moscú siempre negó esa acusación, reconociendo solo la presencia de “voluntarios” rusos llegados a ayudar a esas poblaciones “torturadas y masacradas” por las tropas de Kiev.
Desde entonces, ese conflicto nunca cesó. Solo bajó de intensidad en 2014 y 2015 con los llamados acuerdos de Minsk, nombre de la capital bielorrusa donde fueron firmados entre Ucrania, Rusia y los separatistas, con mediación franco-alemana. Ese pacto debía poner fin al conflicto, con el retiro de armas pesadas y de fuerzas extranjeras y el mantenimiento de ambas regiones separatistas bajo pabellón ucraniano. Apenas firmado, el acuerdo fue violado. Los enfrentamientos continuaron hasta que Putin anunció el lunes su decisión de reconocer la independencia de ambas repúblicas autoproclamadas, paso previo a la actual invasión total de Ucrania.
Al rescate del dictador
A partir de septiembre de 2015, Rusia comenzó a desplegar sus fuerzas militares en Siria para apoyar al régimen de Bashar al-Assad. Moscú respondió a una solicitud oficial de ayuda de Damasco y justificó esa intervención por la necesidad de luchar contra el terrorismo islámico. Es decir, en aquel momento, contra Estado Islámico (EI) y el Frente al-Nusra. En los hechos, esa ayuda rusa se centró sobre todo en los grupos rebeldes que luchaban contra el régimen de Al-Assad.
En todo caso Moscú, que consiguió imponerse como un actor central en Siria, dispone ahora de dos bases militares en ese país. Más de 63.000 militares rusos participaron en esa campaña.
En septiembre de 2020, sangrientos conflictos estallaron en el Alto Karabaj oponiendo a separatistas armenios y fuerzas de Azerbaiyán. Era un nuevo episodio de un enfrentamiento que data de antes de la caída de la URSS y que opone a Armenia y Azerbaiyán.
En noviembre de ese mismo año, tras seis semanas de mortíferos combates en el Alto Karabaj, Moscú comenzó a desplegar más de 2000 militares. Oficialmente se trataba de mantener la paz después de la firma de un acuerdo elaborado bajo su patrocinio entre los dos países beligerantes. Pero las tropas rusas nunca se retiraron.
A comienzos de este año, Kazajistán, que hasta entonces aparecía como un modelo de estabilidad, fue objeto de una explosión popular. Bajo la amenaza de ser derrumbado por los manifestantes –que al comienzo protestaban contra el aumento vertiginoso del precio de la energía–, el régimen solicitó ayuda a Moscú, invocando el mecanismo de asistencia militar mutuo de la organización ODKB (Kazajistán, Rusia, Belarús, Tayikistán, Kirguistán y Armenia).
Como ese tratado solo puede ser activado en caso de agresión exterior y no por razones de agitación interna, siguiendo los consejos del Kremlin, el régimen kazajo argumentó “acciones organizadas por terroristas dirigidos por potencias extranjeras” no especificadas. El 7 de enero, el presidente Kassym-Jomart Tokaiev afirmó que el orden había sido “restablecido” en gran parte del territorio. Una semana después, los 2000 hombres despachados por Moscú dejaron el país.
Pero el Kremlin no siempre interviene con sus fuerzas regulares. Utilizando a sus regímenes aliados o echando mano de grupos de mercenarios, Putin continúa su aventura de desestabilización de Occidente.
Belarús entra perfectamente en el primero de esos casos. En agosto de 2020, una violenta manifestación popular contra el presidente Alexander Lukashenko, estalló en el país. El llamado “dictador más viejo de Europa” se vio confrontado entonces a dos amenazas: ser destituido por su propio pueblo o verse sometido a la presencia de las tropas rusas que, por decisión de Putin, estacionaron su guardia nacional a dos pasos de su frontera.
Consciente del valor estratégico de ese país ubicado a las puertas de la OTAN y de la Unión Europea, el jefe del Kremlin hace años que se esfuerza en concretar su proyecto de integración entre ambos países. Para escapar a esa amenaza, el dictador Alexander Lukashenko suele someterse mansamente a los pedidos de su poderoso vecino.
Por ejemplo, cuando este le solicitó que abriera su frontera con Polonia para permitir el ingreso de miles de migrantes traídos especialmente del norte de África y Afganistán, y provocar así una nueva crisis migratoria en Europa. También aceptó firmar un acuerdo con Moscú de cooperación y ayuda. Resultado: Belarús recibió recientemente con los brazos abiertos a miles de soldados y material bélico ruso que, en este momento, está siendo utilizados para invadir Ucrania.
El grupo Wagner, aguerridos mercenarios rusos al servicio del Kremlin, actúan desde hace años, sobre todo en África. Primero fue en Siria, después en Libia y ahora en Mali, donde la junta golpista paga fortunas por su presencia y sigue ciegamente sus instrucciones. Primer objetivo logrado: obtener el retiro de Francia y de su operación militar Barkhane que, desde 2014, perseguía a los grupos terroristas afiliados a Estado Islámico en esa región.
Valiéndose de esos métodos “proxy”, Rusia no solo se interesa por razones geopolíticas sino también económicas. La presencia en el terreno de una compañía rusa privada permite a Moscú permanecer oficialmente fuera de los conflictos locales, tratando al mismo tiempo de mantener un equilibrio de fuerzas entre ambos beligerantes.
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