Guerra Rusia-Ucrania. El mayor logro político de la humanidad ha sido la disminución de las guerras: hoy ese legado está en riesgo
El prestigioso historiador israelí Yuval Noah Harari se pregunta, en medio del conflicto, si existe la posibilidad de un cambio en la forma de actuar de los humanos o si la historia se repetirá
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LONDRES.- En el corazón de la crisis de Ucrania yace una pregunta fundamental sobre la naturaleza de la historia y de la humanidad: ¿el cambio es posible? ¿Los humanos pueden cambiar su forma de actuar, o la historia se repite a sí misma infinitamente y los humanos estamos condenados a recrear las tragedias del pasado sin el menor cambio, excepto de escenografía?
Una escuela de pensamiento argumenta que la así llamada ley de la jungla no es en absoluto una ley natural: los humanos la crearon y los humanos pueden cambiarla. Contrariamente a una idea errónea muy extendida, las primeras evidencias de una guerra organizada recién aparecen en los restos arqueológicos de hace 13.000 años. Y de hecho, incluso mucho después de esa fecha, hay numerosos períodos en los que no hay evidencia arqueológica de guerra. A diferencia de la gravedad, la guerra no es una fuerza elemental de la naturaleza. Su intensidad, frecuencia y existencia dependen de factores tecnológicos, económicos y culturales subyacentes.
La evidencia de ese cambio nos rodea. En las últimas pocas generaciones, las armas nucleares convirtieron cualquier guerra entre superpotencias en un acto demente de suicidio colectivo, y obligaron a las naciones más poderosas de la Tierra a encontrar formas menos violentas de resolver sus conflictos. Mientras que las guerras entre grandes potencias, como la segunda Guerra Púnica o la Segunda Guerra Mundial, han sido hechos salientes para la historia, en las últimas siete décadas no ha habido una guerra directa entre superpotencias.
Durante el mismo período, la economía global dejó de estar basada en materiales para transformarse en una economía del conocimiento. Allí donde las principales fuentes de riqueza eran los recursos materiales, como las minas de oro, los campos de trigo y los pozos de petróleo, hoy en día la principal fuente de riqueza es el conocimiento. Y si bien uno puede apoderarse de los campos petroleros por la fuerza, nadie puede adquirir conocimiento de esa manera. Como resultado, la rentabilidad de la conquista ha disminuido.
Finalmente, también se ha producido un cambio tectónico en la cultura global. Muchas élites de la historia -los caudillos hunos, los jarls vikingos y patricios romanos, por ejemplo- veían la guerra como algo positivo. Desde Sargón el Grande hasta Benito Mussolini, numerosos gobernantes buscaron pasar a la inmortalidad por sus conquistas, y artistas como Homero y Shakespeare, por suerte, les cumplieron esa fantasía. Para otras élites, como la iglesia cristiana, la guerra era algo malo, pero inevitable.
Sin embargo, en las últimas generaciones y por primera vez en la historia, el mundo ha estado en mano de élites que ven la guerra como algo malo y al mismo tiempo evitable. Hasta gobernantes como George W. Bush y Donald Trump -y ni hablar de las Angela Merkel y Jacinda Ardern del mundo-, son políticos muy diferentes de Attila, rey de los hunos, o de Alarico el godo. Los líderes de estos últimos años por lo general llegan al poder con sueños de reforma interna, y no de conquistas en el extranjero. Y en el ámbito del arte y el pensamiento, sus luces más brillantes, desde Pablo Picasso hasta Stanley Kubrick, son más conocidas por representar los horrores sin sentido de la guerra que por glorificar a sus arquitectos.
Como resultado de todos estos cambios, la mayoría de los gobiernos dejaron de ver las guerras de agresión como una herramienta aceptable para impulsar sus intereses, y la mayoría de las naciones dejaron de fantasear con conquistar y anexarse a sus vecinos. Es claramente falso que la fuerza militar es lo único que impide que Brasil conquiste Uruguay o que España invada Marruecos.
Los parámetros de la paz
La disminución de las guerras es a todas luces evidente en numerosas estadísticas. Desde 1945, ha sido relativamente raro que una invasión extranjera obligue a redibujar las fronteras internacionales, y ni un solo país reconocido internacionalmente ha sido barrido por completo del mapa por una conquista. Es cierto que no han faltado otro tipo de conflictos, como las guerras civiles y las insurgencias. Pero incluso sumando todos esos conflictos, en las dos primeras décadas del siglo XXI la violencia entre los humanos ha terminado con menos vidas que el suicidio, los accidentes de tránsito, o las enfermedades relacionadas con la obesidad: la pólvora ya es menos letal que el azúcar.
La discusión entre los académicos sobre esas estadísticas es interminable, pero lo importante esta más allá de la exactitud de esos números, porque el retroceso de las guerras es tanto un fenómeno estadístico como psicológico. Y su rasgo más importante es un cambio drástico en el significado mismo de la palabra “paz”. Durante la mayor parte de la historia, la paz significaba apenas “un intervalo temporario entre dos guerras”. En 1913, cuando la gente decía que había paz entre Francia y Alemania, querían decir que en ese instante el Ejército francés y el alemán no se estaban matando, pero todo el mundo sabía que la guerra entre ambos podía estallar de un momento a otro.
En las últimas décadas, “paz” empezó a significar “la inverosimilitud de una guerra”. Para muchos países, ser invadidos y conquistados por los vecinos es prácticamente inconcebible. Como vivo en Medio Oriente, sé perfectamente que hay excepciones a esa tendencia. Pero reconocer las tendencias es tan importante o más que poder señalar sus excepciones.
Esa “nueva paz” no ha sido ni una casualidad estadística ni una fantasía hippie: es algo que se refleja a las claras en los fríamente calculados presupuestos nacionales. En las últimas décadas, los gobiernos de todos los rincones del mundo se han sentido lo suficientemente seguros como para gastar solo un promedio del 6,5% del presupuesto nacional en sus fuerzas militares, mientras que en ese periodo han aumentado mucho más el gasto en educación, atención médica y beneficios sociales.
Solemos darlo por sentado, pero es una asombrosa novedad en la historia humana. Durante miles de años, el gasto militar fue, por lejos, la partida más importante del presupuesto de todos los príncipes, kanes, sultanes y emperadores, que no gastaban un centavo en educación o ayuda médica para las masas.
El retroceso de la guerra no es milagro divino ni responde a un cambio en de las leyes naturales: es resultado de mejores decisiones de los humanos. De hecho, puede decirse que es el mayor logro político y moral de la civilización moderna. Desgraciadamente, el mismo hecho de que sea fruto de la decisión humana también implica que es reversible.
La tecnología, la economía y la cultura siguen cambiando. El auge de las ciberarmas, las economías manejadas por inteligencia artificial y una nueva cultura militarista podrían abrir la puerta a era de guerra peor que todo lo que hayamos visto. Para gozar de paz, es necesario que todos los actores tomen buenas decisiones; una mala elección de uno solo de los bandos, por el contrario, puede conducir a la guerra.
Es por eso que la invasión rusa a Ucrania debería ser una preocupación para todos los habitantes de la Tierra. Si vuelve a ser norma que los países poderosos pueden devorarse a sus vecinos más débiles, las consecuencias se reflejarían en el sentir y el actuar de las personas en todo el mundo. El resultado más inmediato y más obvio de un retorno a la ley de la selva sería un fuerte aumento del gasto militar en detrimento de todo lo demás. Ese dinero que debería destinarse a maestros, enfermeras y trabajadores sociales, se usaría para comprar tanques, misiles y ciberarmas.
Ese regreso a la jungla también socavaría los trabajos de cooperación global para enfrentar problemas como el catastrófico cambio climático o para regular tecnologías disruptivas, como la inteligencia artificial y la ingeniería genética. No es fácil trabajar con países que se preparan para eliminarte. Y cuanto más se acelere el cambio climático y la carrera armamentista de inteligencia artificial, más crecerá la amenaza de un conflicto armado, cerrando un círculo vicioso que bien podría condenar a nuestra especie a la extinción.
El rumbo de la historia
Cuando se cree que el cambio histórico es imposible y que la humanidad nunca salió de la selva ni lo hará, la única opción que queda es jugar el rol de depredador o el rol de presa. Y ante semejante elección, la mayoría de los líderes preferirán pasar a la historia como depredadores alfa, y así sumar sus nombres a la lúgubre lista de conquistadores que después los pobres estudiantes tienen que memorizar para sus exámenes de historia.
¿Pero si el cambio es posible? ¿Y si la ley de la selva es más una elección que algo inexorable? Si es así, todo líder que decida conquistar a un vecino obtendrá un lugar especial oprobioso en la memoria de la humanidad, mucho peor que un Tamerlán común y corriente. Pasará a la historia como el hombre que destruyó nuestro mayor logro, el infame que nos arrastró de nuevo a la selva justo cuando pensábamos habar salido de ella.
No sé qué pasará en Ucrania. Pero como historiador, yo creo en la posibilidad de cambio. Y no es ingenuidad, sino realismo. La única constante de la historia humana es el cambio. Y eso es algo que tal vez podamos aprender de los ucranianos. Durante muchas generaciones, casi lo único que conocieron los ucranianos fue la tiranía y la violencia. Soportaron dos siglos de autocracia zarista, que finalmente colapsó en medio del cataclismo de la Primera Guerra Mundial.
A continuación, el breve intento de independencia fue velozmente aplastado por el Ejército Rojo, que restableció el dominio ruso. Los ucranianos vivieron entonces la terrible hambruna intencional conocida como el Holodomor, el terror estalinista, la ocupación nazi y décadas y décadas de aplastante dictadura comunista. Cuando colapsó la Unión Soviética, la historia parecía garantizar que los ucranianos volverían a tomar el camino de las tiranías brutales. ¿O acaso conocían otra cosa?
Pero eligieron algo distinto. A pesar de su historia, a pesar de la miseria absoluta y a pesar de obstáculos aparentemente insuperables, los ucranianos adoptaron la democracia. En Ucrania, a diferencia de Rusia y Bielorrusia, candidatos oficialistas y opositores se fueron alternando repetidamente en el poder. Y en 2003 y 2014, cuando se enfrentaron a la amenaza de la autocracia, los ucranianos se rebelaron en ambas oportunidades para defender su libertad. Su democracia es algo nuevo. Como también lo es la “nueva paz”. Ambas son frágiles y pueden durar poco. Pero ambas también son posibles y pueden echar raíces profundas. Todo lo viejo alguna vez fue nuevo. Todo se reduce a una decisión humana.
Yuval Noah Harari
The Economist
Traducción de Jaime Arrambide
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