Guerra en Ucrania: El conmovedor entierro de un soldado ucraniano en Bucha
La ciudad símbolo de los horrores de la guerra en Ucrania, sigue sepultando víctimas de los ataques rusos
BUCHA (enviada especial).- Sopla un viento frío al mediodía en el cementerio de Bucha. El silencio es roto por el ruido del celofán que envuelve los ramos de flores que empuñan unos veinte uniformados. Llevan claveles rojos, blancos, rosas, tulipanes, envueltos en lazos con los colores patrios, amarillo y celeste.
Es el entierro de Ihor Diukarev, apodado Nikola, un joven de 24 años que el 20 de febrero pasado, en vísperas del primer aniversario de la “operación especial” de Vladimir Putin que está diezmando a Ucrania, cayó peleando en el Donbass. Nikola, que había nacido el 17 de junio de 1998 -como se lee en la cruz de madera que será colocada en su tumba-, estaba con cuatro compañeros de su brigada de voluntarios de las Fuerzas Territoriales de Defensa (FTD) luchando en el oblast de Lugansk, cerca de la localidad de Kremmina, tomada por los rusos el 19 de abril pasado. Fue el único que cayó cuando fueron embestidos por un disparo de la artillería enemiga. Murió en el momento, no hubo nada que hacer.
Envuelto en una bandera amarilla y celeste, su cajón llega al cementerio, a metros del lugar donde ya alguien ha cavado en la tierra el foso del final, a bordo de un colectivo militar que también trae diversas coronas de flores, algunas de plástico.
Al mismo tiempo, enfundados en camperas, tapados, gorros y llevando también ramos de flores, llegan familiares, amigos, todos tan jóvenes como Nikola. Su familia se había mudado a Bucha, ciudad que queda pocos kilómetros al norte de Kiev, en 2014, cuando estalló la guerra en el Donbass, desde la ciudad de Donetsk.
El entierro de Nikola comienza cuando llega el sacerdote. Enseguida lo reconocemos: es don Andrii, el párroco de la Iglesia ortodoxa de San Andrés, que habíamos conocido en abril pasado, cuando en el jardín de su templo se había encontrado una fosa común repleta de cadáveres de personas masacradas por los rusos. Bucha, que había sido recientemente liberada, se transformó entonces en uno de los peores símbolos del horror de esta guerra. Aunque ahora, un año después de haber quedado en algunas partes arrasada por la batalla que se combatió para resistir al avance ruso, Bucha impresiona porque ha vuelto a vivir. Se ven grúas, obreros trabajando, arreglando, reconstruyendo, familias con chicos que han regresado y que, más allá de los cortes de luz y otras dificultades, vuelven a empezar, demostrando esa extraordinaria resiliencia y resistencia ucraniana.
En el cementerio de Bucha todo el mundo se arrodilla y baja la cabeza cuando el cajón de Nikola es llevado en andas por seis uniformados hasta su tumba. El silencio solo es roto por sollozos. El viento es tan fuerte que hace caer la cruz de madera del difunto y mueve la bandera que envuelve el ataúd.
El féretro es colocado sobre una suerte de camilla. Empieza el ritual del último adiós. El sacerdote pronuncia unas oraciones ortodoxas y comienzan a entonarse letanías fúnebres. Una señora mayor que parece la asistente del sacerdote es la que dirige los cantos y quien le alcanza el aspersor y el agua bendita.
Terminado el ritual religioso, empiezan los discursos y es el momento más dramático. El primero en hablar es el comandante de la brigada, Oleksander, un hombre robusto de pelo corto y barba que, junto a su ramo de claveles rojos, lleva en su mano una foto de su soldado y una bandera. El nombre de batalla del comandante es “Total”. Y, como sus hombres, no esconde estar destruido. No oculta que se siente culpable: él era el responsable de la unidad, de esos hombres, entre ellos, Nikola.
“Él se había vuelto como de la familia en este período. Es más. Era lo más precioso que teníamos. Era como nuestro talismán. Era el más joven de todos nosotros. Pero era muy valiente. Por eso, recordémoslo siempre sonriente, siempre positivo”, afirma el comandante, emocionado. “Él es un héroe. ¡Gloria a los héroes!”, arenga. “¡Gloria a los héroes!”, responden los soldados.
“Quiero arrodillarme ante él y decirle ‘Perdóname hermano’”, sigue, inclinándose a abrazar el féretro. Mientras todos lloran o intentan no quebrarse, se acerca y se arrodilla nuevamente ante la esposa de Nikola, una joven rubia que está en primera fila, a quien no le alcanzan las lágrimas, que se protege del frío y del viento debajo de la capucha de su sobretodo negro. El comandante le entrega la bandera del batallón y la foto de su marido. Ella lo abraza devastada, llorando, mientras, como dirigiéndose a Nikola, solloza: “me prometiste que todo iba a salir bien, me prometiste que todo iba a salir bien”.
El comandante invita a quien quiera decir algo sobre “nuestro hermano de armas”, a hacerlo, en una suerte de catarsis colectiva. De a uno, al menos diez uniformados, a quienes evidentemente no les importa mostrarse frágiles, vulnerables, van recordando a su compañero. “Nikola era siempre positivo, siempre sonriente, siempre te daba una mano si tenías dificultades. Y nunca se quejaba. Siempre decía que iba a estar hasta el final con los muchachos. Nos conocimos el 14 de marzo, me acuerdo de que tomó la iniciativa y pidió una bolsa de dormir. Todas las mañanas se levantaba y preparaba la comida para todo el pelotón, junto a Valik. Desayuno, almuerzo y cena, todos los días, sobre una hoguera. Y él no se quejaba nunca. Es un verdadero héroe y un verdadero hermano de armas. Es nuestra familia que estará siempre con nosotros”, van evocando, por turnos.
Su madre, destrozada por dentro, pero entera por fuera, también recuerda a su hijo como a un ser luminoso. “Era un chico bueno, alegre, optimista. Había querido enrolarse como voluntario en las Fuerzas Territoriales de Defensa. Me llamaba siempre por teléfono y me decía que no me preocupara, que estaba bien, que todo iba a salir bien”, afirma, sin detener las lágrimas. “Por Facebook me había hecho conocer a sus nuevos amigos de las FTD, como el ‘tío Dima’ y otros y es un gran honor poder conocerlos ahora acá, personalmente… Él seguro estaría contento”.
Llega la hora de bajar el ataúd a la fosa. Tres uniformados disparan tres tiros de kalashnikov al aire, el saludo militar. Los presentes van dejando sus flores y arrojando un puñado de tierra sobre el féretro. Una tía del difunto entrega una toallita húmeda para que la gente se limpie la tierra de las manos. Los parientes y amigos se abrazan. El dolor es tal que una mujer, seguramente familiar, de repente se descompone. Se desmaya justo al lado de la tumba de Nikola. Es necesario llamar una ambulancia.
Entre los asistentes al entierro también están Ludmila, su marido Oleg y su hija María, de 12 años. No lo conocían a Nikola pero se acercaron para acompañar a esta familia en esta enésima despedida. Cuentan que habían venido al cementerio a visitar a un amigo de ellos, Alexander, capitán del ejército que también murió en combate, antes del año nuevo, en la zona de Kharkiv. “Venimos todas las semanas a visitar su tumba. Cuando empezó la guerra él me había dicho que no nos preocupáramos, que Ucrania iba a seguir siendo un país libre e independiente y que la gente de Ucrania iba a tener la victoria”, dice Ludmila, que es profesora universitaria.
Su marido, Oleg, constructor, en marzo también se sumará al ejército, nos cuenta. ¿No tiene miedo? “Sí, claro, pero es por el futuro de nuestros hijos. Todos los ucranianos piensan sólo en el ejército y todos creemos en la victoria. Y ahora los hombres de Ucrania no tienen miedo”.