Guerra en Medio Oriente: Israel evacúa la frontera norte y se prepara para un segundo frente con Hezbollah
LA NACION recorrió algunas de las 28 localidades cercanas a Líbano donde hay alerta roja y la tensión es altísima
ROSH HANIKRA, frontera con el Líbano.- Es mediodía, el sol pega fuerte y en el mar Mediterráneo, más azul que nunca, hay una nave de guerra. Mirando esa idílica montaña de arbustos verdes que se levanta hacia el oeste, una lúgubre barrera de cemento armado que corta en dos su vegetación, hiper sofisticada, indica que estamos en la frontera con Líbano.
“Tienen que irse de inmediato, es demasiado peligroso acá, nos acaban de alertar que en minutos puede caer un misil de Hezbollah”, advierte un soldado israelí, que echa a los periodistas con chaleco antibala.
Rosh Hanikra es un lugar turístico del norte de Israel: hay playas, grutas para explorar, un teleférico que llevan a la cima de la montaña donde hay un restaurante kosher con un mirador espectacular hacia los acantilados y a Líbano, que está del otro lado de la montaña. Pero está todo cerrado, no se puede pasar, también aquí todo ha cambiado. Hay alerta roja y la tensión es altísima.
Así como en el sur del país, en la zona de la frontera con Gaza –donde por décimo día prosigue la ofensiva “Espada de Hierro” en venganza del brutal asalto de Hamas que causó 1400 muertos–, en donde el ejército israelí ha evacuado a miles de personas de las localidades cercanas en vista de la esperada invasión terrestre, la misma orden ha llegado aquí, a la frontera norte. Otro frente caliente.
En los últimos días, los misiles lanzados por la milicia chiita proiraní Hezbollah, aliada de Hamas, han matado a seis civiles. Incluso ha habido infiltraciones de milicianos, algo que no pasaba desde hace años. Y el ejército israelí, que ha decidido crear una zona de seguridad para impedir que aquí también corra sangre, ha dado la orden de evacuar 28 comunidades que se levantan a los pies de la cadena montañosa, hasta al menos dos kilómetros de la frontera. La situación está al rojo vivo. Dicen que hace dos meses descubrieron en esta zona túneles con los que integrantes del Hezbollah, en acciones sorprendentemente parecidas a lo que ocurrió el sábado 7 de octubre en el sur, intentaban infiltrarse a Israel.
No sorprende entonces que, como sucedió en el sur, aunque en forma menos dramática porque aquí la barbarie sólo se vio por televisión, los residentes hayan dejado sus casas. Se fueron a hoteles de Nahariya, Haifa y otras ciudades que no están tan al tiro de Hezbollah, consideradas más seguras. El Estado israelí se hace cargo de los costos.
Desde que el sábado 7 de octubre el sorpresivo asalto de Hamas dio inicio a una nueva guerra que, como dijo el golpeado premier, Benjamin Netanyahu, cambiará el rostro de Medio Oriente, Hezbollah reapareció del otro lado de la montaña en pie de guerra en solidaridad con los “hermanos” palestinos de Gaza.
Aunque en esta zona se han intensificado los enfrentamientos cruzados, Israel, como destacaron analistas, ha respondido a las “provocaciones” de Hezbollah con contención, es decir, con simples disparos de artillería. No ha utilizado todo su poder de fuego por un simple motivo: evitar abrir otro frente, que significaría una explosiva ampliación del conflicto –hasta ahora concentrado en la franja de Gaza–, mucho más peligrosa, de escala regional, con Irán, Líbano y Siria abiertamente involucrados.
Hacen falta unas dos horas y media para llegar a esta zona desde Jerusalén, que queda a unos 180 kilómetros de la ciudad. En la ruta siguen viéndose decenas de camiones militares llevando hacia el sur material bélico, como tanques, en medio de los bocinazos de la gente, que alienta a sus militares a ir y derrotar y eliminar de la faz de la tierra a los terroristas de Hamas.
Ya en la “zona de seguridad” de la frontera norte, se multiplican los controles. En las rutas, rodeadas de maravillosas Santa Rita color púrpura, olivares y plantaciones de plátanos, no se ve un alma.
En Shlomi, una de las 28 localidades pegadas a la frontera con el Líbano que deben ser evacuadas, sólo se ve gente alrededor de una estación de servicio repleta de militares y periodistas con chaleco antibala y cascos. “¿Por qué no me voy? Porque no tengo miedo, creo en el ejército, creo en Israel, creo que son Líbano y Hamas los que van a perder, no nosotros”, dice a LA NACION Gabriel Ben Muja, que trabaja en la única tienda abierta que vende comida.
“Se va la gente anciana, los enfermos, porque si tienen que salir corriendo, no pueden. Yo puedo salir corriendo y me quedo”, agrega este hombre de 66 años, que viste una remera de la serie La Casa de Papel.
Haim Ben Muja, israelí de origen marroquí, de 28 años, dueño del local de comida –donde entran soldados con ametralladoras colgadas en la espalda a cuestas a comprar facturas–, dice que tampoco se va a ir. “Sería una irresponsabilidad, este es el único lugar abierto que vende leche, pan, facturas, así que tampoco pienso irme”, asegura. “No creo que sea necesario, esta orden de evacuación sólo crea más pánico y miedo entre la gente”, critica.
Haim cuenta que los misiles de Hezbollah suelen caer de este lado de la montaña entre las cuatro y las cinco de la tarde. Pelo corto, morocho y varios aritos, Haim dice que no tiene refugio. Pero cuando suenan las sirenas antiaéreas tiene tiempo suficiente como para salir corriendo a cobijarse al lado de una pared que hay a 100 metros. “No tengo miedo, nunca me voy a ir. Nací aquí y esta es mi tierra. Si mi destino es morir, nadie lo puede cambiar. Además, acá estamos acostumbrados a los misiles. Es más peligroso tener miedo que morir”, sentencia.
No piensan lo mismo los dueños del mini-mercado que se levanta a una cuadra. Allí, contrarreloj, varios empleados están levantando campamento. “Cerramos, nos vamos”, dice un hombre que prefiere no dar su apellido, mientras está atando con una cadena las mesas y las sillas de plástico que hay afuera del local. “Vuelvo cuando termine la guerra, ahora es demasiado peligroso, me voy a Eilat. Los misiles cayeron demasiado cerca, es claro que tenemos miedo y sería inconsciente quedarme tras la orden de evacuación”, explica.
Aunque no hay un despliegue bélico visible y apabullante como el que se ve el alrededor de la Franja de Gaza –donde en los últimos días se amasaron tropas, tanques y blindados, en vista de la invasión terrestre–, también se ven varios uniformados. “No puedo decir cuántos soldados somos, venimos desde todo el país, pero lo que te puedo decir es que nunca vi un número tan grande”, confiesa a LA NACION Aaron Marwani, soldado de 32 años con kipá y arma, que llegó desde una base en Hebrón.
Si bien el clima se corta con cuchillo, Marwani, padre de cuatro y con su mujer embarazada, mientras se concede una pausa y toma café, intenta transmitir optimismo. “La situación es muy buena, somos muy fuertes, tenemos fuerzas masivas en la frontera y pese a lo que ha pasado, estamos contentos porque hoy estamos unidos”, dice, sin mencionar el asalto de Hamas del 7 de octubre, como queriendo exorcizar esa falla colosal de inteligencia que pesará como un macizo en la historia militar y política de Israel.
“Debido a lo que pasó en el sur, todos estamos unidos. La verdadera historia no es Hamas en Gaza o Hezbollah acá, en la frontera norte, sino que la verdadera historia es que los israelíes estamos unidos. Lo vimos a lo largo de miles y miles de años: si la gente está unida, nadie nos puede tocar”, asegura.
Su retórica llena de patriotismo choca con ese trauma que reina en el país más de una semana después de su 9-11. Gabriel, el hombre con la remera de La Casa de Papel, en efecto, que como todos los israelíes por supuesto sirvió en el ejército y peleó en varias guerras, cuando no lo filmamos con el celular, no oculta que está shockeado. “Todavía no puedo creer las imágenes que vi por televisión con los terroristas masacrando a chicos, bebés, ancianos, incendiando casas. Es nazismo lo que pasó”, dice.
Y, como muchos que no logran recuperarse, se pregunta: “¿Dónde estaba nuestro ejército? Es una vergüenza lo que pasó, una verdadera vergüenza. Metafóricamente, los terroristas nos pusieron la bota en la cabeza y nos la pisotearon, nos la aplastaron. Una vergüenza, una humillación”.