Guerra en Medio Oriente: A dos semanas del ataque, el kibutz convertido en símbolo del horror todavía descubre atrocidades de Hamas
LA NACION recorrió Be’eri, pegado a la Franja de Gaza y que se convirtió en una zona de guerra; los dramáticos relatos del personal que trabaja en esa comunidad evacuada
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BE’ERI, Israel.- Una pelota de fútbol tirada, un saltarín, una hamaca, una parrilla. Jardines de pasto verde con plantas muy cuidadas y florecientes pese a que estamos en el desierto del Negev. En un patio donde seguramente vivía una familia con chicos -se ven juguetes tirados-, la mesa para comer afuera, en el jardín, ha sido arrasada. Todavía huele a quemado. No se entiende bien si es el olor fuerte que aún largan los techos e interiores de las casas carbonizadas o el que llega desde esa columna de humo negro que se ve en el horizonte, del otro lado de la cerca, donde está la Franja de Gaza. Cada tanto un golpe de artillería de un tanque israelí rompe el silencio.
A casi dos semanas del horripilante ataque sorpresa del grupo terrorista Hamas -en el que murieron 1400 israelíes y más de 200 fueron secuestrados-, LA NACION pudo ingresar al kibutz de Be’eri, pegado al enclave palestino y que se ha vuelto uno de los símbolos del horror del 7 de octubre.
Es la una de la tarde, el termómetro marca 28°C y aunque este lugar antes famoso por sus productos agrícolas -se ven olivares, plátanos, frutales, viveros, en pleno desierto-, se convirtió en una zona de guerra, el kibutz ha sido evacuado y en su alrededor se ven centenares de tanques y soldados listos para la invasión terrestre de Gaza, un centenar de periodistas ha sido autorizado a ingresar.
“Si hay alerta roja, tirénse enseguida cuerpo a tierra”, advierte Fay Goldstein, soldado del Ejército israelí que escolta a los dos ómnibus de periodistas que asisten al “tour” organizados por la Oficina de Prensa del Gobierno israelí (GPO, por sus siglas en inglés). Desde Gaza siguen lanzando cohetes, así que hay estar preparado con casco y chaleco antibalas. También hay que firmar una declaración del GPO en la que, tras consignar número de pasaporte y medio, uno se hace responsable de cualquier cosa que pueda pasar: estamos en guerra.
En ruta hacia uno de los kibutz pegados ala franja de Gaza símbolo de la masacre de Hamas, en tour organizado por @GPOIsrael #IsraelGazaWar pic.twitter.com/uJ4A4OosoO
— Elisabetta Piqué (@bettapique) October 20, 2023
En Be’eri, kibutz fundado en 1946, como puede leerse en un cartel que quedó en pie en su ingreso -una reja amarilla ennegrecida por el fuego-, vivían unas 1000 personas. “Los terroristas de Hamas, que son la versión local del ISIS [Estado Islámico], mataron a 108 vecinos de Be’eri, mataron a uno de cada diez, el 10% de la comunidad”, denuncia Eitam Schwartz, que antes de llegar explica a grandes rasgos dónde estamos y qué pasó, mostrando diapositivas con las imágenes de la barbarie.
Este kibutz -que en los últimos años siempre fue blanco de cohetes desde Gaza- es un lugar parecido a cualquier country argentino. Con sus casas, una al lado de la otra, sus jardines, sus calles arboladas, contaba con un sistema de seguridad que, evidentemente, no funcionó. Cubiertos por una lluvia de cohetes, los terroristas irrumpieron aquí agujereando parte del alambrado-cerca-barrera metálica que rodeaba el lugar. No sirvieron los rollos de alambres de púas, ni esa garita blindada que se ve en la entrada, ni la seguridad interna.
“¿Cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo se explica? No lo sé, lo veremos más adelante, ahora estamos todavía en la fase de supervivencia, estamos enterrando a nuestros muertos”, admite Ramy Gold, uno de los kibutzim de Be’eri, de 70 años, que fue parte de esa patrulla que en la mañana del 7 de octubre intentó defender a los vecinos de ese asalto jamás imaginado ni en la peor pesadilla.
Con chaleco antibala, metralleta y una gorra de Bruno Mars, Gold cuenta que, porque es demasiado viejo, no estaba en el grupo “comando” que suele cuidar al kibutz, ni estaba armado. Pero esa mañana, cuando se desató el infierno, sin dudarlo se sumó a esa lucha desigual. Cuando llegó a una de las entradas del kibutz, donde los terroristas habían irrumpido con pick-ups y metralletas y ya habían ejecutados a muchos kibutzim, agarró del piso un rifle abandonado por uno de los vecinos asesinados y, él también, comenzó a disparar.
“¿Si maté a alguien? Puede ser, había 14 terroristas y los eliminamos a todos. Estuvimos 12 horas, hicimos lo que pudimos, nos quedamos sin municiones, no sé cuántos terroristas entraron, eran miles, pero matamos como a 14 terroristas”, evoca Ramy, que ahora sí está armado y que destaca que en esa batalla perdió a un amigo mucho más joven, Hagi, de 37 años.
“Estuve 12 horas con él, murió en mis brazos”, precisa este hombre que en su vida anterior al 7-10 solía construir caminos para mountain-bikes. Ese día fue herido por una esquirla y ahora camina cojeando. “Pero no estoy tan mal, yo tuve suerte, sobreviví”.
Su casa está entre ese 75% de las del kibutz que quedó en pie, que se salvó. Sólo perdió su gazebo, el quincho que tenía en el jardín, dice. Y mataron a su cuñada, Tami, de 74 años. “La enterramos ayer”, dice, pero no en el cementerio del kibutz -que ahora se ha vuelto una zona en la que se desplegaron tanques y soldados para preparar la invasión de Gaza-, sino en otro cementerio, provisorio, que queda a unos 20 minutos.
“Yo peleé en varias guerras, y la gran diferencia comparando con hace 30 años es que eran países contra países, soldados contra soldados. Aquí irrumpieron pasando por esa cerca con armas pesadas, vinieron con pick-ups, rifles, ametralladoras y empezaron a disparar contra civiles, mujeres, niños. Algunos vinieron con hachas, martillos. Acribillaron a tiros hasta a un bebé que estaba en brazos de su madre”, denuncia.
Aunque Be’eri, como las demás localidades pegadas a la Franja de Gaza, ha sido evacuado, este sobreviviente asegura que los kibutzim van a volver. “¿Cuándo? Cuando nos sintamos seguros”, contesta.
Ahora vive, como la gran mayoría de los residentes de este kibutz, en un hotel cerca del Mar Muerto. Vino a recuperar medicamentos, papeles, ropa, de algunos de ellos, que siguen por supuesto shockeados. “Los terroristas, que secuestraron gente de Be’eri, hasta mataron a dos mujeres que eran voluntarias de la organización Women For Peace, pacifistas, que solían llevar a niños palestinos enfermos a tratarse a un hospital de Jerusalén”, lamenta.
Casas destruidas
En la zona del kibutz a la que dejan acceder, que queda al lado de la cerca violada, donde hay decenas de casas destruidas, asaltadas brutalmente, hay cuatro expertos forenses con mamelucos blancos y guantes de plástico celestes que siguen trabajando.
“Imaginen cuerpos, imaginen un camión y llénenlo con 70, 80 cuerpos, como el que pueden ver aquí: seguimos llenándolos de cuerpos y esto sigue desde hace dos semanas”, señala Yossi Landau, jefe de Zaka, organización que desde hace años recolecta los cadáveres de personas muertas no por causas no naturales. Aunque desde hace 33 años hace este trabajo durísimo, Landau, con chaleco antibalas y casco, barba blanca, no oculta que algo como lo del 7 de octubre nunca lo había visto.
“Cuando llegamos lo que vimos fue terrible. Cuerpos, sangre, agujeros de bala, casas destruidas. No sabíamos qué estaba pasando y de repente era recolectar y llenar y volver a llenar camiones de cuerpos, sin distinguir cómo habían sido matados”, dice Landau, pintando un cuadro dantesco.
“Pasaron casi dos semanas y yo huelo cadáveres, todos nosotros estamos oliendo cadáveres, no podemos comer, no podemos dormir”, confiesa, al destacar que los voluntarios de Zaka aún siguen trabajando. “No terminamos, hay desaparecidos, por supuesto la identificación de los cuerpos no se hace acá. Ayer encontramos al de una mujer y un niño debajo de los escombros de una casa, pero no sabemos cuándo vamos a terminar”, añade.
Mientras de repente el estruendo de un golpe de artillería o el ruido de motor de un tanque que pasa del otro lado de la cerca, rompen el silencio, llama la atención la presencia de un batallón militar de una decena de soldados. Armados hasta los dientes, los soldados parecen estar haciendo un show para las cámaras de televisión: avanzan agazapados hacia esa cerca violada, se suben al montículo de tierra que ha sido puesto donde los terroristas violaron el alambrado, como para que la prensa, sedienta de imágenes y que espera una ofensiva terrestre anunciada, pero que no llega, no pierda la paciencia.
Recorrer el lugar es fuerte. Se ven casas que eran pulcras, cuidadas, ahora abandonadas y es imaginarse una normalidad, una vida común, rota para siempre. En una casa acribillada a tiros, hasta se ve una pintada en árabe: es una firma dejada con aerosol por las Brigadas Ezzedine al-Qassam, el brazo armado de Hamas.
En un rincón de un patio se ven los utensilios para la jardinería y en un caminito de asfalto, entre unos sauces llorones, una máquina de cortar el pasto abandonada. Más allá, un par de zapatillas tiradas, un casco y un chaleco antibalas de un soldado israelí que fue raptado o murió, dos tendedores de ropa de plástico blancos dados vuelta, también dejados ahí, en medio del polvo y la desolación.
En una calle, al lado de una vereda que también fue uno de los testigos mudos del horror, se ven las marcas negras de los autos que estaban estacionados y de los carritos tipo de golf, carbonizados, que usaban aquí para desplazase sin contaminar. En el interior de muchas casas, todas de dos pisos, como las de cualquier country, salvajemente quemadas, destruidas, se ve la misma destrucción. Un estante con libros, una mesa donde probablemente un adolescente estudiaba, un colchón, una cocina -refaccionada porque parece nueva-, con su despensa asaltada, se ven latas, cereales, botellas.
Lo más escalofriante es un cuadro abandonado en el suelo con un póster con Albert Einstein que empuña un cartel con la leyenda: “Love is the answer” (”El amor es la respuesta”).
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