Cuando la pandemia explotó en Occidente, en marzo, el presidente de Tanzania, John Magufuli, pidió tres días de rezos nacionales para rogar por la protección contra el virus. Casi un mes después, silenció lo números del creciente impacto del Covid-19 sobre el país africano, decretó la victoria y reabrió uno de sus principales sectores económicos, el turismo.
Unos meses después, el presidente serbio, Aleksander Vucic, ordenó un segundo confinamiento obligatorio ante el aumento de contagios en el país europeo. Y Belgrado explotó. La noche del 7 de julio, las calles se llenaron de serbios furiosos con la decisión de una nueva cuarentena y con su mandatario, al que acusaban de haber levantado la cuarentena inicial prematuramente para realizar las elecciones en las que renovó su poder (y su autoritarismo). Un par de días después, Vucic debió dar marcha atrás.
En la peor crisis global en décadas, la gestión sanitaria se mide con las curvas de contagios y de muertes y el manejo económico, con los números de recesión, pobreza, desempleo, desigualdad o gasto público. ¿Y el desempeño político de los gobiernos o de los partidos opositores? ¿Bastarán los índices de aprobación para evaluarla? ¿O también sirve el impacto del pensamiento mágico del presidente tanzano o la reacción de los serbios ante la falta de conexión de Vucic para medir decisiones que resultan ser tan perjudiciales como, por ejemplo, una mala estrategia de testeo, una débil estructuración de los confinamientos o un insuficiente estímulo económico?
Liderazgos, mensajes, consensos, empatía, respuestas eficientes y rápidas, previsibilidad son todos ingredientes que se fueron agregando a la receta de gestión política de la pandemia en cada país. Cuando las curvas empezaban a despuntar y las cuarentenas se imponían, un inédito consenso entre dirigentes y sociedades emergió, unión que se tradujo en una fuerte adhesión a las decisiones de los gobiernos y en imponentes tasas de aprobación de los líderes nacionales y regionales del mundo.
A medida que los meses pasaron, esa popularidad comenzó a diluirse de la mano del hartazgo con el aislamiento, de la profundidad de la disrupción de la vida diaria y de la persistencia del virus. El desafío, sin embargo, para los líderes de todos los países será no desgastar ese capital político antes de tiempo. La pandemia llegó para apoderarse de 2020 y, seguramente, de parte de 2021, y la aprobación, la credibilidad y la confianza social serán esenciales para que los gobiernos y sociedades puedan administrar el esfuerzo común y los sacrificios necesarios para tolerar tanta disrupción hasta que el coronavirus sea encapsulado.
Algunos mandatarios ya dilapidaron ese capital incluso en las etapas iniciales de la pandemia. Los liderazgos erráticos y desinformados por ahora condujeron a varias naciones democráticas a situaciones drásticas, de manera casi previsible: Estados Unidos, Brasil, México o Filipinas. También de forma anticipable, regímenes autoritarios o países en vías de serlo aprovecharon la circunstancia para ajustar sus controles y afianzar su poder: China, Rusia, Venezuela.
Pero otras naciones y sus líderes navegaron estos casi ocho meses de pandemia sin una brújula histórica y sin un manual de acción y fluctuaron entre aciertos y errores. En medio de tanto pesimismo, hubo incluso algunas historias de éxito integrado: liderazgos y cohesión social robustecidos, impacto sanitario limitado y hasta minimizado y daño económico contenido. En todos esos casos, gobernantes y sociedades debieron enfrentar uno de los males que más han moldeado la política nacional y global en la última década: las grietas.
Más de un estudio académico advirtió, al relevar estos meses de pandemia, que las divisiones partisanas dan forma a las actitudes respecto del virus y del distanciamiento social al punto de condicionar las políticas públicas. Anthony Fauci, hoy el científico más respetado en Estados Unidos, asiente. "Cuando no tenés unanimidad en el enfoque a algo, no sos eficaz en el manejo de eso. Si no hubiese tantas divisiones, habría una respuesta más coordinada a la pandemia hoy", dijo la eminencia de la infectología, la semana pasada.
Las grietas no son solo antinomias ideológicas dentro de una sociedad, pueden ser también la desconfianza de los gobernados hacia sus gobernantes o las fracturas y desigualdades entre regiones de un mismo país. Algunas u otras o todas emergieron en los últimos meses en prácticamente cada país del mundo. Pero varias naciones lograron superarlas, algunas no sin sorpresa.
La rendición del líder anticiencia
Los números sanitarios y económicos de Australia no eran imprevisibles. El país cuenta con un sólido sistema de salud pública, una de las economías más dinámicas del mundo, una baja densidad de población, una población joven y, por ser una isla, fronteras muy controlables. Ese combo explica, en parte, sus bajas cifras: 11.235 contagios y 116 muertes (5 muertes por millón de habitantes, la misma tasa que Nueva Zelanda). La recesión, en tanto, será de un 6% este año, entre las más pequeñas del mundo desarrollado, según la OECD.
Lo que sí fue una sorpresa fue su premier, el conservador Scott Morrison, uno de los dirigentes más cercanos y parecidos a Donald Trump en el escenario global. Acostumbrado a dividir para gobernar, a alinearse con las grandes empresas y a desconfiar de la ciencia, Morrison tuvo que lidiar, en el verano, con una de las tragedias más importantes del año hasta ese momento: los incendios en Australia. En medio de una sequía feroz, cinco millones de hectáreas fueron devoradas por las llamas, mientras Morrison se empecinaba en negar el cambio climático y su gobierno se hundía en las críticas.
Pero la pandemia llegó y, en un imprevisto y sustancial giro, Morrison se transformó en el premier de la ciencia y de la unidad. Actuó rápido, ya en enero, para cerrar los vuelos con China, le dio todo el poder a su principal funcionario de salud (su "chief medical officer") y formó un "gabinete especial" con los líderes de los seis estados y dos territorios australianos y con un equipo multidisciplinario de científicos.
Bajo el consejo de John Howard, gurú de los conservadores y ex premier del país, Morrison decidió olvidarse de las divisiones. "Hoy no se trata de ideologías; a esas las dejamos del otro lado de la puerta", dijo Morrison, en marzo, al imponer la cuarentena de varias semanas en todo Australia. Eso se plasmó en el Parlamento, donde se acercó como nunca a sus rivales de siempre, los laboristas, y en el mundo económico, donde apeló a la cooperación de los sindicatos.
El cambio de Morrison no fue solo político o científico, fue económico. Usualmente identificado con los halcones fiscales, el premier ordenó un paquete de medidas de estímulo y de ayudas a empresas, asalariados, desempleados, que sería de entre 10 y 13% del PBI.
El resultado no fue solo un salto en su popularidad al nivel más alto para un premier en una década (66 de aprobación), sino también la alineación de los australianos con el cumplimiento de las medidas de aislamiento y distanciamiento social.
Como sucedió en otros países, la popularidad sufrió con el paso de los meses, la emergencia económica y algunas polémicas en el Parlamento. Pero el premier logró mantener el capital político, la aprobación para enfrentar los rebrotes y, sobre todo, el "camino del medio" para proteger a Australia de la incidencia del virus.
Mientras la región de Victoria vuelve a la cuarentena cerrada ante el rebrote, Morrison hace equilibrio entre los pedidos de la izquierda de confinar más regiones para "eliminar el Covid-19 como hizo Nueva Zelanda" y los reclamos de la extrema derecha de abrir por completo para salvar la economía. Ni lo uno ni lo otro, responde Morrison, determinado a salvar la salud y la economía por igual y a no exponer su aprobación y el consenso a más riesgos de los que ya enfrenta por la pandemia.
Al consenso lo construyen todos, no solo un mandatario
Si existen los números ideales durante la pandemia, las cifras canadienses están lejos de serlo. Los especialistas creen que la tardanza en las medidas de contención y mitigación y el descuido con los grupos y sectores de riesgo, como los geriátricos, fueron críticos para que el virus se descontrolara inicialmente y la cantidad de muertes sea cerca de 9000. La Argentina acaba de sobrepasar a Canadá en número de contagios, con 114.000 infectados contra 109.000, pero la tasa de mortalidad del país del norte es considerablemente más alta (8% contra el 1,8% argentino).
La economía tampoco presenta proyecciones muy saludables. Caería este año un 8,4%, según el FMI, pese a que el gobierno de Justin Trudeau inyectará en la economía cerca del equivalente al 15% del PBI en paquetes de estímulos a lo largo de 2020.
Sin embargo, por suerte, existen las comparaciones. Y en parte gracias a ellas, a un sistema de salud de acceso universal y al esfuerzo conjunto de dirigentes y sociedad, en lo que Trudeau bautizó como "Team Canada", hoy el país tiene un clima político significativamente más pacífico que hace un año, cuando liberales y conservadores se enfrentaban en una de las campañas electorales más beligerantes de la historia reciente del país, el premier disfruta de un impensado pico de popularidad.
Pese a la fuerte contracción económica, la recesión canadiense será una de las más bajas de Occidente. Y pese también a sus muertes y contagios, las cifras sanitarias son exponencial y sorprendentemente inferiores a la de su vecino Estados Unidos (234 muertos por millón de habitantes contra 428; 2901 contagios por millón de habitantes contra 11332).
Canadá y Estados Unidos tienen una frontera muy porosa y dos líderes de estilos antagónico. La comparación es instantánea y allí donde Trump busca dividir, Trudeau intenta unir a pesar de que el premier perdió el aura con la que llegó al poder en 2015 para convertirse en un dirigente polémico. Cabeza de un país de corte muy federal, el gobierno del premier progresista se transformó en una suerte de supervisor general del plan antipandemia, facilitando recursos y coordinando las respuestas de las provincias, que gozan de una fuerte autonomía. Precisamente en esa coordinación territorial, Canadá se diferenció del caos que domina la respuesta conjunta de los estados norteamericanos.
La primera medida del mandatario fue establecer un gabinete de emergencia que incluye a las encargadas de la salud canadiense, al ministro de Finanzas, al ministro de Seguridad Pública y todos los premiers provinciales y que está conducido por Christya Freeland, la número dos del gobierno nacional. Ella fue la encargada de construir los puentes con los mandatarios provinciales, lazos que dinamizaron la respuesta contra el virus y que aplacaron la hostilidad política de 2019, al punto de que tejió una relación casi de "psicólogos mutuos" con el ultraconservador premier de la poderosa Ontario, Doug Ford.
Este consenso inédito y eficaz de la clase dirigente local no fue solo gestión de Trudeau sino también de los mandatarios provinciales, y los canadienses premiaron a todos ellos con inusuales niveles de popularidad; el premier de Québec, Francois Legault, alcanzó, por ejemplo, un impresionante 96%.
Con una fuerte presencia pública, alimentada por 81 discursos en 110 días de pandemia, el salto de popularidad de Trudeau fue de entre 6 y 9 puntos y le sirvió para recuperar aliento luego de lograr apenas alcanzar un gobierno de minoría, en las elecciones de octubre pasado. Como a Morrison, el paso de los meses trajo tensiones que golpearon esa tasa de aprobación, en especial las surgidas por el intento del premier de poderes no supervisados sobre el gasto de emergencia.
De todas maneras, la popularidad de Trudeau permanece en niveles que le permitirían adelantar las elecciones (previstas para 2023) para formar un gobierno de mayoría, que le garantizaría conducir Canadá con más margen. Pero el entorno del premier cree que semejante movida sería vista como un "oportunismo político"-en especial en momentos de recambio de liderazgo entre los conservadores- que atentaría contra los consensos que sacaron al país del pozo de la pandemia.
El país que recuperó la confianza
Las historias antigrieta que ayudaron a limitar el daño de la pandemia no pertenecen solo al mundo desarrollado, no son propias solamente de naciones de fuerte arraigo democrático y economías afianzadas. Se encuentran también en escenarios impensados, como una nación de casi 100 millones de habitantes, muy densamente poblada, con un cuarto del PBI per cápita de la Argentina, con una historia de décadas de violencia y represión y con una amplia frontera con el epicentro del coronavirus, China.
Como pocas otras naciones, Vietnam tiene –aún con todo ese listado de desventajas- un resultado sanitario hasta ahora extraordinario: 382 contagios y ningún muerto. Las cifras son tan excepcionales que suenan a irreales. Eso puede no ser descabellado: de sesgo crecientemente autoritario, el gobierno controla los medios y la información. Sin embargo, los epidemiólogos, dentro y fuera del país, advierten que los números no se alejan de la realidad. Con toda su insinuación autoritaria, Vietnam no es China (pero tampoco Australia); tiene una de las mayores tasas de penetración de redes sociales, a través de cuales los vietnamitas verbalizan cada vez más sus críticas al gobierno.
Precisamente, condicionado por esos cuestionamientos, el gobierno del premier Nguyen Phuc respondió a la pandemia en el momento mismo que irrumpió en el país, el 23 de enero. Fronteras y escuelas cerradas fueron las primeras medidas de un plan que se basó en cuatro ejes: transparencia a la hora de comunicar, mensajes permanentes, énfasis en el testeo y en el rastreo de los contactos y aislamientos de esos contactos.
El pasado también le ayudó a Vietnam, de dos maneras bien diferentes. La experiencia traumática con el SARS, en 2003 y 2004, despertó al Estado ante la necesidad de tener un sistema de salud pública de alta penetración, ágil ante las amenazas de epidemias y limpio de la corrupción que entorpece el funcionamiento de todo. Y las intensas protestas por el desempeño del gobierno ante un desastre ambiental en 2016 marcaron la respuesta de Phuc, consciente de que (a falta de una verdadera esencia democrática) su desempeño en la pandemia puede afectar la crucial elección de autoridades en el Partido Comunista, a principios del año próximo. Eso llevó al gobierno a reforzar la respuesta en todos los niveles, nacional, regional y local, y a los vietnamitas respaldar como nunca a su gobierno. De acuerdo con un índice de evaluación global de las respuestas oficiales a la pandemia de la consultora Dalia, son ellos los que más valoran la ofensiva de su gobierno.
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