Gas y sanciones: la novela geopolítica entre Rusia, Europa y EE.UU. que esconde el caso Navalny
PARÍS.– A orillas del mar Báltico, a 50 kilómetros de la frontera con Polonia, la ciudad de Lubmin tiene ambiciones de paraíso turístico. La pequeña comuna alemana de apenas 2000 habitantes, situada en el land de Mecklemburg Pomerania Occidental, propone al visitante un marco natural de una rara pureza: interminables playas de arena blanca bañadas por suaves olas, pintorescos bosques de pinos y un clima marítimo excepcional, ideal para el descanso y el relax.
Pero Lubmin no es solo eso. A poca distancia de ese paisaje idílico también hay un puerto industrial, una excentral nuclear -la más grandes de la antigua RDA-, una importante fábrica de lubricantes para motores y el punto de llegada de dos gasoductos provenientes de Rusia: NordSream 1, inaugurado en 2011, y NordStream 2, cuyos 1200 kilómetros de extensión por debajo del Báltico están terminados al 94%. Pero nadie, hasta ahora, es capaz de decir si algún día podrá funcionar, debido a las oposiciones que suscita, sobre todo en Washington.
Estados Unidos, en efecto, trata de torpedear desde hace 24 años ese proyecto a fuerza de sanciones contra las empresas que participan, mientras que varios países europeos, como Polonia, ven en él un peligroso instrumento que permitiría a Rusia aumentar su influencia en Europa. Ahora, la tentativa de envenenamiento del opositor ruso Alexei Navalny y su condena a tres años y medio de prisión volvieron a poner en tela de juicio la pertinencia de esa obra, acordada entre Moscú y Berlín en 1997, que debe transportar 55.000 millones de metros cúbicos de gas ruso por año hacia Europa.
Para las autoridades locales, como el alcalde de Lubmin, Axel Vogt, la posibilidad de un abandono del gasoducto, es simplemente “inimaginable”. Ese representante de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) -el partido de la canciller Angela Merkel- lamenta la nueva batería de sanciones votadas el 1° de enero por el Senado norteamericano y conoce la posición igualmente hostil del presidente Joe Biden. Pero también señala que el navío Fortuna dejó el puerto alemán de Wismar hacia las aguas danesas, a mediados de enero, para continuar la construcción del gasoducto, interrumpida desde fines de 2019.
Vogt no deja de señalar que la puesta en servicio de NordStream 2 aportaría 1500 millones de euros por año a su comuna. Pero el apoyo también viene de las autoridades federales alemanas: “Nuestra posición sobre NordStream 2 no ha cambiado”, afirmó Merkel el 21 de enero, cuando se desataron las especulaciones sobre la posibilidad de incluir el proyecto entre las sanciones a Rusia por el tratamiento reservado a Navalny.
Lo mismo dijeron Armin Laschet, nuevo líder de la CDU, y el gobierno regional de Mecklemburg Pomerania Occidental que anunció la creación de una fundación cuyo objetivo será garantizar la continuación de los trabajos gracias a un estatus jurídico que permitirá comprar el material necesario escapando al alcance de las sanciones estadounidenses.
Aunque todos son conscientes de que se trata de una decisión exclusivamente alemana, el debate se intensifica. Por aplastante mayoría (94%), el Parlamento Europeo aprobó una resolución que llama a suspender los trabajos. Para complicar las cosas, NordStream 2, propiedad del gigante ruso Gazprom -de quien Alemania obtiene el 50% de sus importaciones de gas-, está presidido nada menos que por el excanciller socialdemócrata alemán Gerhard Schroeder, amigo asumido del presidente ruso, Vladimir Putin.
Esas tensiones parecen dar la razón a aquellos que consideran que, en un mundo ávido de energía, la geopolítica del gas determina las relaciones de fuerza internacionales. Al punto -afirman- de causar conflictos e intervenciones militares.
En 50 años, el consumo de gas experimentó un crecimiento exponencial. Su parte en la producción en la energía mundial pasó de 16% a 23%. De ahí la multiplicación de gasoductos, cuya importancia política es innegable. La construcción de un gasoducto (como de un oleoducto) facilita la exportación hacia países consumidores y aumenta su dependencia del Estado productor.
“Por eso, la elección del trazado es crucial: los países de tránsito se benefician con un derecho de peaje, pero también pueden amenazar con cortar el aprovisionamiento. Si se trata de una zona de guerra, el gasoducto puede verse amenazado por los combates”, explica Francis Perrin, especialista en hidrocarburos y director de investigación del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS).
La alimentación de Europa de gas ruso -que representa 40% de las importaciones y 19% del consumo- fue siempre una cuestión política. Pero esos diferendos ocultan con frecuencia cuestiones de competencia económica. “El aumento considerable de las exportaciones estadounidenses de gas tiene sin duda mucho que ver en la oposición de Washington al NordStream 2”, analiza Perrin.
En todo caso, tanto Alemania como Rusia se esfuerzan en terminar cuanto antes el proyecto a fin de colocar a Biden ante el hecho consumado. Rusia, que necesita evitar el territorio ucraniano para exportar su gas -como ya lo hizo con Yamal-Europe y NordStream 1-, necesita imperativamente que ese proyecto prospere.
Del otro lado del Atlántico, el expediente de NordStream 2 fue uno de los primeros que encontró sobre su escritorio Anthony Blinken cuando asumió el Departamento de Estado.
Ironía del destino, ese joven, brillante y desconocido diplomado de Harvard y Columbia publicaba en 1987 un libro sobre un episodio reciente de la Guerra Fría, Ally versus Ally (Aliado contra Aliado). El tema: la crisis entre Estados Unidos y Europa por el gasoducto siberiano. Un análisis de la tensión suscitada en 1980 cuando Francia y la República Federal Alemana negociaron con Moscú el aumento de aprovisionamiento de gas soviético a Europa desde un yacimiento en Siberia.
De aquel episodio, Blinken extrajo en su libro una conclusión interesante: “Es verdad, los europeos se hacían falsas ilusiones si creían que la intensificación de relaciones económicas con la URSS podría apaciguar al Kremlin. Pero (el presidente norteamericano Ronald Reagan) asumió el riesgo de sacrificar la relación con sus aliados europeos en aras de su estrategia de presión máxima sobre Moscú. Era la unidad de la Alianza Atlántica que debía haber prevalecido”.
Cuarenta años después, el nuevo jefe de la diplomacia de Estados Unidos tal vez deba tener en cuenta aquella conclusión.
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