En 1989, antes de la caída del Muro de Berlín, unas dos millones de personas en Estonia, Letonia y Lituania protagonizaron una manifestación histórica para independizarse de la Unión Soviética
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Tres décadas después, parece un desenlace natural: el colapso de una Unión Soviética con un sistema resquebrajado, incapaz de responder a las demandas de su gente. Pero en tiempos de la Guerra Fría, cuando el presidente norteamericano Ronald Reagan (1981-1989) afirmaba que la paz con la URSS se iba a alcanzar gracias a la más grande carrera armamentista de la historia (“Peace through strength”), hubiera sido ingenuo pensar que una cadena humana de manos enlazadas, o multitudes que cantaban al unísono en las periféricas repúblicas bálticas, podrían ser señaladas hoy como el momento inicial del derrumbe del poderoso bloque al que Reagan definió como “el imperio del mal”.
El fotógrafo letón Aivars Liepins, que en agosto de 1989 tenía 35 años, tuvo el privilegio de ser la única persona que con su cámara en mano pudo registrar desde un helicóptero el hecho histórico conocido como la “Cadena báltica”. En esa gesta, un impresionante desafío contra Moscú, unas dos millones de personas unieron sus manos, sin interrupción a lo largo de 671 kilómetros -un récord que figura en el Libro Guinness-, atravesando las entonces repúblicas soviéticas de Lituania, Letonia y Estonia, para expresar su deseo independentista.
“La tarde del 23 de agosto de 1989 estaba trabajando en el laboratorio de fotografía en el subsuelo del diario opositor Atmoda [”Despertar”], en el centro de Riga [capital de Letonia] cuando recibí la llamada de una persona a la que no conocía y me dijo que si me interesaba fotografiar la ‘Cadena báltica’ desde un helicóptero tenía que estar en 15 minutos en el aeropuerto Spilve”, recordó Liepins en diálogo telefónico desde Riga con LA NACION.
Hasta ese momento, el prestigioso fotógrafo estaba resignado a cubrir la convocatoria, que se anunciaba como masiva, en el tramo sobre el puente del río Daugava, con lo que tendría un buen marco de fondo con la línea de edificios históricos de la capital letona. En tiempos en que los rollos de fotos debían ser revelados en un laboratorio, la cercanía con la redacción del diario le permitiría contar rápidamente con las imágenes para la edición del día siguiente.
De todas maneras, Liepins confiesa que en un principio no tomó conciencia -seguramente al igual que muchos otros bálticos- de que estaba por ser testigo de un evento histórico.
“En aquella época los hechos sucedían de manera muy alocada, muy rápida. Ni siquiera entendíamos muy bien el sentido de la convocatoria a formar una cadena humana. Y resulta hoy que ese día fue un antes y después para el colapso de la Unión Soviética”, dijo Liepins.
Por aquellos meses, todavía estaba en pie el muro de Berlín y era inimaginable una desintegración pacífica de la segunda súper potencia del planeta. Pero fueron tiempos en que el anhelo independentista, siempre presente, se vio fogoneado en el Báltico por una brutal crisis de desabastecimiento.
Cuando Liepins llegó al aeropuerto de Spilve, el rotor del helicóptero ya estaba girando. El fotógrafo que llevaba dos cámaras Canon de 35 mm, se agachó, entró corriendo, y la nave se dirigió inmediatamente a la carretera que une Riga con la vecina Estonia. “Cuando el helicóptero comenzó a sobrevolar junto a la interminable fila de gente, la imagen fue algo impactante”, recuerda Liepins, que no daba a tiempo a apretar el disparador de la cámara para registrar cada detalle. La longitud de la cadena era tal, que no había manera de captar más que unos pocos kilómetros de la marea humana en esa tarde de verano boreal.
“En algunos momentos incluso me enojaba con la gente porque cuando nos acercábamos con el helicóptero se soltaban las manos y empezaban a saludarnos, y no era esa la imagen que yo quería tomar”, señaló el fotógrafo letón, que luego recibió numerosos premios por su trabajo.
Esa cadena humana que enlazó las tres repúblicas sobre el Mar Báltico no fue más que la expresión de una unidad de tres naciones que históricamente fueron como cuentas de un mismo collar. Las tres tienen distintos idiomas, culturas diversas y diferentes religiones mayoritarias. Pero las une la historia. Las tres habían declarado su independencia en 1918. El ejército soviético las ocupó completamente en junio de 1940. Al año siguiente fueron invadidas por las fuerzas nazis durante tres años, y los soviéticos recuperaron el pleno control sobre ellas en 1944.
Cuando en 1985 el presidente Mikhail Gorbachov introdujo la política de glasnost (“apertura”) y perestroika (“reestructuración”) para intentar estimular la fallida economía soviética, las 15 repúblicas que integraban la URSS reaccionaron de manera diferente. Mientras las del Cáucaso se hundieron en la violencia y la guerra civil, en las bálticas tomó más fuerza aún el anhelo independentista. Varios proyectos impulsados desde Moscú fueron vistos en el Báltico como una amenaza al medio ambiente y a su identidad nacional. Y, en forma coincidente, en las tres comenzó a manifestarse ese descontento especialmente en los festivales de música de todo tipo -desde rock hasta folclore o canto religioso-, que siempre concluían con alguna melodía patriótica local que la multitud entonaba al unísono.
Junto con los festivales se iba consolidando el movimiento separatista por lo que el proceso de independencia de las bálticas fue conocido como “La revolución cantada”.
La porteña Lia Olljum, hija de inmigrantes estonios radicados en 1955 en Villa Ballester, vivió por aquellos años en Tallinn, y participó de varios de estos festivales. Además, a los 31 años, cuando cursaba lingüística estonia en la universidad local, tuvo el privilegio de formar parte de la “Cadena báltica”.
“Los festivales de coros son una antigua tradición báltica, en Estonia desde 1869, que sigue vigente aún hoy. En tiempos de la ocupación soviética, como el himno estonio estaba prohibido, al final del festival siempre nos poníamos de pie para cantar ‘Mi patria es mi amor’, con letra de la poetisa Lydia Koidula [1843-1886]. Los censores rusos no dominaban el idioma, por eso no entendían muy bien la letra y podíamos cantarla sin problemas”, comentó Olljum en diálogo telefónico con LA NACION desde Estocolmo, donde vive actualmente.
Olljum, que trabaja como diplomática de la Unión Europea, recuerda muy bien la jornada del 23 de agosto de 1989, una fecha elegida por los grupos separatistas bálticos en repudio al 50º aniversario del pacto secreto firmado por el canciller soviético Viacheslav Molotov, con el nazi Joachim von Ribbentrop, por el cual se habían repartido el control sobre el este europeo.
En tiempos en que no había redes sociales, la convocatoria se hizo a través de las radios y carteles pegados en las calles. Junto con un compañero de la universidad decidieron sumarse en el sector céntrico de la capital estonia. “La convocatoria era a las 19. Y por 15 minutos, hasta las 19.15, todos debíamos permanecer tomados de las manos sin soltarnos”, recordó Olljum.
En tanto, los organizadores ya habían dado indicaciones a algunos grupos desde horas tempranas para que se trasladaran con sus vehículos a los lugares más alejados de las ciudades para que la cadena no se interrumpiera en ningún sector.
“Los estonios somos muy de cantar. Así que el ambiente era de alegría y música. Muchos fueron vestidos con ropas típicas. Éramos tantos miles de personas, que no teníamos miedo a la represión. Había una sensación de mucha esperanza, de que esta vez podíamos ganar nuestra independencia”, recuerda.
Cuando la ola independentista cobró fuerza tras la “Cadena báltica”, Gorbachov se vio ante el dilema de reprimir brutalmente a los separatistas o resignarse al comienzo del fin… que fue lo que finalmente ocurrió.
El pacífico proceso culminó con el pleno reconocimiento internacional de estos tres países independientes en 1991, tres meses antes de la desintegración total de las 15 repúblicas que formaban la URSS. El 25 de diciembre la bandera soviética fue arriada por última vez del Kremlin para ser reemplazada por la histórica insignia rusa.
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