Francis Fukuyama: “Los neoliberales fueron demasiado lejos” y también “hay formas muy intolerantes de política progresista”
El politólogo que a principios de los noventa dictaminó el “fin de la historia” regresa con un libro donde identifica las amenazas al liberalismo clásico: el neoliberalismo desbocado y la política demasiado identitaria
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MADRID.— Francis Fukuyama (Chicago, 69 años) responde rápido y ajustado, con precisión cirujana, mientras entrecierra los ojos: se ve que le ha dado muchas vueltas a lo que dice. A principios de los 90 ganó fama mundial por dictaminar el “fin de la historia”, después de la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. La democracia liberal había triunfado. En su nuevo libro, El liberalismo y sus desencantados, detecta nuevas amenazas al liberalismo clásico que defiende. Por un lado, el neoliberalismo descarriado, que demonizó al Estado, acabó con la solidaridad y todo lo dejo el empuje individual.. Por otro, las corrientes identitarias desbocadas, tanto la derecha nacionalista conspiranoica como la izquierda demasiado centrada en las minorías.
—Cuando hablamos de liberalismo, lo asociamos a la centroderecha, aunque si pensamos en los tiempos de la Revolución Francesa, parece estar en el germen de la izquierda.
—Manejo una definición muy amplia de liberalismo que no está relacionada con la ideología. Es cierto que en Europa el liberalismo se asocia a la centroderecha. En Estados Unidos se asocia con la izquierda. Mi definición dice que es una doctrina que protege los derechos individuales y limita el poder del Estado. Puede ser de derecha o de izquierda, lo importante es el Estado de derecho como fundamento de una sociedad.
—¿Cómo desembocó el liberalismo en ese neoliberalismo que usted critica?
—Llegados los años 70 había un exceso de regulación estatal. Ahí aparecen políticos como Ronald Reagan o Margaret Thatcher, que intentaron limitar algunas de estas regulaciones y se vieron apoyados por economistas muy prominentes como Milton Friedman, con argumentos más sofisticados para limitar al Estado. El problema es que fueron demasiado lejos. Intentaron socavar todo tipo de actuación estatal. Incluso las necesarias, como regular el sistema financiero. El resultado fue una globalización que aumentó la desigualdad y la inestabilidad del sistema financiero global. Y esto provocó una respuesta populista, tanto por la derecha como por la izquierda.
—En ocasiones se escucha, desde posturas liberales, una justificación de la desigualdad económica. ¿Hasta qué punto está justificada esa desigualdad?
—Creo que siempre tiene que haber equilibrio entre el crecimiento económico estable y la protección social de la ciudadanía. Si tienes un Estado que busca redistribuir los ingresos de manera general, inevitablemente va a disminuir el incentivo de las empresas que más arriesgan. Por eso algunas economías se estancan al no permitir este tipo de economía libre.
—Pero en estos momentos la desigualdad comienza a ser problemática.
—No se puede generalizar. En América Latina se ha experimentado el mayor grado de desigualdad que se ha visto en el mundo. Muchas de las políticas que vemos en la Argentina o Venezuela son el resultado de esa desigualdad, que lleva a resultados económicos nefastos y a muy malas políticas, una gran polarización entre la izquierda populista y la derecha conservadora. En otras partes del mundo suceden otras cosas. En Europa, en Escandinavia, ha habido socialdemocracia durante mucho tiempo, que se ha encargado de redistribuir la riqueza, lo que ha evitado la polarización.
—Precisamente, su libro da la impresión de acercarse a la socialdemocracia.
—Nunca me he opuesto a la socialdemocracia. Depende mucho del momento histórico. En los años 60 las sociedades socialdemócratas sufrieron alta inflación y un crecimiento muy lento y en ese punto creo que era importante frenar una parte de eso. En el periodo en el que vivimos ahora sí que necesitamos más socialdemocracia. Sobre todo en Estados Unidos, donde ni siquiera tenemos una sanidad universal, siendo un país democrático y rico.
—En algunos países cuando se habla de política identitaria, como el feminismo o el movimiento LGTBI, a veces se la crítica como colectivista. En su libro parecen hundir sus raíces en el liberalismo clásico, en la afirmación de los individuos.
—La política identitaria surge porque ciertos grupos son discriminados y es perfectamente legítimo utilizar la identidad como un medio para luchar contra esa discriminación. Pero se vuelve problemática cuando la identidad se convierte en lo más esencial, cuando puedes emitir juicios de una persona por su pertenencia a algún grupo y no por lo que es como individuo. Hay una versión aceptable de la política identitaria, pero tiene un lado muy conflictivo.
—A veces se acusa a estos colectivos de fomentar una cultura de la cancelación. ¿Existe tal cultura?
—En Estados Unidos se dan algunas unas formas muy intolerantes de política progresista que no quieren que se expresen visiones alternativas, algo especialmente problemático en las universidades, que son lugares dedicados a la libertad de expresión.
—Hay casos en España, pero no está claro si merecen el nombre de “cultura”.
—Bueno, no es una cultura general. En Estados Unidos probablemente es un fenómeno más extendido que en otros países, pero tiene que ver con nuestra historia de desigualdad racial, que se convirtió en un patrón para otras reivindicaciones. Pero estoy de acuerdo en que no está claro que sea una cultura como tal. Es algo que sucede en algunas instituciones, medios, universidades, Hollywood, pero no es una cultura arraigada en la sociedad.
—¿Cómo ha afectado Internet a la forma en la que hablamos de política?
—Creo que Internet ha hecho posible la amplificación de ciertas voces en una escala sin precedentes. Pero también ha podido silenciar otras. Porque las redes sociales son el medio más potente de crítica política y eso es problemático. Queremos que todas las voces tengan un peso similar, pero no parece legítimo que una empresa tecnológica privada tenga ese poder.
—¿Vivimos en una crisis de confianza provocada por las redes?
—La confianza en las instituciones ha estado en declive durante los últimos 50 años. En los últimos tiempos ese declive se ha acelerado: hay fuerzas antidemocráticas que quieren acabar con esa confianza. La polarización política muchas veces es fruto de un intento deliberado de polarizar en las redes. Hay veces que la pérdida de confianza está bien merecida, como en el caso de la Iglesia católica y la falta de su responsabilidad e hipocresía de su jerarquía.
—El liberalismo defiende la autonomía del individuo. ¿Hasta qué punto deben ser individualistas las sociedades?
—Creo que todas las sociedades deben tener valores sociales comunes. Un idioma común, un conjunto de referencias comunes, para poder interactuar. Cuando los individuos se inventan sus propios valores o viven en comunidades burbuja, creo que es un exceso de individualismo. Y eso ha sido la tendencia en las sociedades liberales: se ha promovido al individuo hasta que ha perdido el sentido.
—¿Cómo se puede moderar?
—Creo que hay que confiar en el hecho de que los seres humanos somos seres sociales. Hay que navegar entre un individualismo excesivo y un grado de conformidad social excesivo.
—¿Hasta qué punto se puede limitar la libertad individual, tan importante para los liberales?
—Todas las sociedades liberales tienen que conservar sus propias instituciones, así que cuando aparece un partido político que es antidemocrático o antiliberal sabes que va a socavar la libertad de expresión. Una sociedad liberal tiene el derecho de defenderse. En la Guerra Fría había un montón de partidos comunistas que eran antiliberales, y había mucha resistencia a la hora de dejarles participar en el sistema, porque existía el miedo a que cuando tomaran el poder no lo abandonaran. La sociedad liberal tiene que protegerse de fuerzas iliberales.
—¿Existe el riesgo de ir hacia un mundo iliberal?
—Hay dos amenazas. La más severa viene por parte del nacionalismo populista: Orban, Erdogan o Trump. Toda esta gente, elegida democráticamente, utiliza su poder para amenazar las instituciones democráticas. La otra viene de la izquierda, y tiene que ver, sobre todo, con el terreno cultural.
—¿Son siempre compañeros de viaje liberalismo y democracia?
—Son aliados, y se apoyan, pero no tienen por qué existir necesariamente a la vez. Orban quiere una democracia iliberal, con elecciones, pero sin libertad de prensa o de creencia, ni oposición libre. También hay sociedades liberales sin democracia, como Singapur: hay libertad individual, pero no hay elecciones.
—¿Qué opina del recientemente fallecido Mijaíl Gorbachov?
—Deja un legado muy mezclado. No quería que la URSS se descompusiera, pero entre los comunistas era de tendencias muy liberales. También hizo un llamamiento a una mayor libertad de expresión y eso acabó erosionando la Unión Soviética: cuando se pudo hablar libremente, lo que dijeron en muchos lugares es que querían la independencia de su país. Creo que sin Gorbachov esos países seguirían estancados en una dictadura soviética, así que a nivel histórico le estoy muy agradecido.
—Usted habló entonces del famoso fin de la historia. Ahora hablamos más del fin del mundo.
—Nunca dije que la democracia liberal fuera a triunfar en todas partes, ni que fuera el sistema que acabaría con todos nuestros problemas. Si coges algo como el cambio climático, sobre todo generado por el crecimiento económico, no creo que la democracia liberal sea peor para gestionarlo que un gobierno autoritario, como a veces se piensa. Las democracias han sido más eficientes a la hora de reducir las emisiones. La economía china, por ejemplo, se basa en combustibles fósiles.
—¿Cómo ve el futuro de la civilización?
—Supongo que soy optimista en el sentido de que ha habido mucho progreso histórico. Y creo que seguirá pasando en el futuro. Creo, por ejemplo, que muchos de los problemas que provoca la tecnología podrán ser resueltos por la propia tecnología. Pero no sé qué va a pasar. Tampoco creo que sea especialmente productivo adoptar una visión pesimista. Si pensamos que todo va a ir mal, no haremos ningún esfuerzo por corregir lo que no va bien.
Por Sergio C. Fanjul
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