“Fracaso estrepitoso”: el recuerdo de la corresponsal de LA NACION que cubrió las guerras contra el terror en Afganistán e Irak
Elisabetta Piqué viajó para cubrir el despliegue de fuerzas ordenado por George Bush después de los atentados del 11 de septiembre; sus impresiones de entonces y de hoy, a veinte años de los ataques
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ROMA. - Así como el 11 de septiembre de 2001 representó un antes y un después para el mundo, también lo fue para mis coberturas. Luego de haber sido testigo de golpes de Estado, caídas de regímenes dictatoriales, tomas de rehenes, el conflicto de los Balcanes, el palestino-israelí, la segunda Intifada, llegaba la hora de cubrir las “guerras contra el terror” del presidente estadounidense George W. Bush en Afganistán, primero, y en Irak, dos años después.
En esos días de asombro mundial, aún no se sabía que la “vendetta” a ese golpe inimaginable al corazón de la entonces única superpotencia comenzaría el 7 de octubre por Afganistán. Allí, el retrógrado régimen talibán –durante años tolerado por Washington- tenía que pagar el precio de haber hospedado al terrorista saudita Osama ben Laden, considerado el autor intelectual del brutal atentado.
Primer destino: Israel
A horas de la espantosa masacre, LA NACION decidió mandarme a Israel, principal aliado de Estados Unidos. Allí, como en el resto del planeta, reinaba el shock ante un atentado terrorista que todo el mundo vinculaba con la explosiva situación en Medio Oriente. Tanto es así que lo primero que hizo Israel después del 11-S fue cerrar su espacio aéreo.
“Todavía no podemos creer lo que pasó en Nueva York, pero ahora Estados Unidos entenderá cómo nos sentimos nosotros, que vivimos el terror cotidianamente”, comentaban en Jerusalén, donde menos de un mes antes, el 9 de agosto, en un enésimo atentado terrorista suicida habían muerto 15 personas y quedado heridas otras 130 en la pizzería Sbarro de la intersección de las calles Jaffa y King George (una suerte de Callao y Santa Fe).
Kazajistán con Juan Pablo II
Después de Israel, viajé a Astana, la capital de Kazajistán, para seguir el 95 viaje internacional de Juan Pablo II, que allí hizo un dramático llamado a la paz y a evitar una represalia, a diez días del 11-S y pocas semanas antes de la operación militar más costosa y larga de la historia de Estados Unidos, cínicamente llamada “Libertad Duradera” (Enduring Freedom). Obstinado, pese a su enfermedad, a la amenaza terrorista y a los tambores de guerra que ya sonaban en Afganistán –que quedaba a 1600 kilómetros-, el papa polaco viajó igual a esta exrepública soviética de mayoría musulmana de Asia central, en medio de impresionantes medidas de seguridad.
La preocupación en el Vaticano era enorme. Tanto, que hasta último momento se pensó que la Santa Sede podía suspender la gira del Pontífice -de 81 años y que ya había sido blanco de un atentado en 1981-, a un sitio demasiado cercano de lo que podría ser teatro de operaciones de una tercera guerra mundial. “¡Con todo mi corazón, ruego a Dios para que haya paz en el mundo! ¡No podemos permitir que lo que pasó traiga más divisiones! ¡La religión no puede ser nunca fuente de conflicto!”, clamó el papa polaco.
Tres viajes a Afganistán
Un mes más tarde, a fines de octubre, luego de una odisea y tras pasar por Uzbekistán y Tayikistán, logré llegar a Afganistán, país “liberado” del terrible régimen talibán -que ahora ha vuelto después de una catastrófica retirada-, donde me sorprendió que quedaba muy poco para bombardear. Era un país ya arrasado por la invasión soviética de 1979 y la posterior guerra civil, donde se veía enorme miseria y atraso. Parecía haber dado un salto atrás en la historia y haber llegado a la Edad de la Piedra. Las mujeres, con o sin burka, eran tratadas como seres de otro planeta. Ya entonces había muchísimos desplazados internos, familias enteras viviendo hacinadas en polvorientas carpas en medio del desierto, sin servicios, sin nada. Gente que ignoraba tanto la existencia de las Torres Gemelas, como el 11-9.
Regresé dos veces más a Afganistán. La última, a un año del comienzo de la guerra, en octubre de 2002. Poco había cambiado. Ben Laden seguía desaparecido, oculto en alguna montaña –fue asesinado por fuerzas norteamericanas mucho más tarde, en 2011, en Paquistán-, los talibanes se habían cortado la barba y sacado el turbante y Afganistán no era más noticia. Ya todo el mundo hablaba de la inminente guerra en Irak. Y los afganos temían quedar en el olvido.
El difícil acceso a Irak
Como jamás obtuve visa, como muchísimos otros corresponsales de guerra imposibilitados para ir a Bagdad, para cubrir la segunda guerra lanzada para (en teoría) desterrar de raíz la red terrorista que amenazaba al mundo, me vi obligada a instalarme en Kuwait. Era marzo de 2003. Desde allí ingresé a Irak una vez comenzada la ofensiva militar, en medio de miles dificultades y riesgos.
En el marco de la operación Libertad Duradera, bautizada ahora “Libertad iraquí” y comenzada luego de la humillación de la ONU –que jamás legitimó la operación querida a toda costa por George W. Bush-, la guerra en Irak tenía como fin eliminar las armas de destrucción masiva que (en teoría) escondía Saddam Hussein. Un dictador apoyado por Estados Unidos durante la guerra contra Irán.
Jamás fueron halladas esas armas de destrucción masiva, que fueron el pretexto –la famosa “pistola humeante” de Bush- para otra intervención militar de Estados Unidos, también en este caso, secundada por una coalición internacional. Esa intervención, que implicó una invasión en otro territorio ya castigado por años de guerra y marcado por divisiones entre la mayoría chiita, los sunnitas y los kurdos, tenía como intención controlar el petróleo, más allá del plan de democratización de Medio Oriente.
Se convirtió en otro pantano para Estados Unidos –como pude ver cuando estuve en marzo pasado, durante un riesgoso viaje del papa Francisco a esta tierra- y podría terminar tan mal como la guerra-vendetta en Afganistán. Un país de nuevo en manos de los talibanes y, como para certificar el fracaso estrepitoso de las guerras contra el terror de Estados Unidos y sus aliados, desde ayer con un gobierno interino formado por jihadistas que se encuentran en la lista negra de la ONU y de la Unión Europea, que incluso estuvieron en la cárcel de Guantánamo.
Gino Strada, médico italiano que falleció recientemente, creador de Emergency, una ONG que cura a heridos de guerra, presente tanto en Afganistán como en Irak, fue hace veinte años una de las pocas voces que advirtió que la guerra contra el terror posterior al 11-S iba a ser “un desastre para todos”. Al ver a Afganistán, donde vivió siete años, caer de nuevo en manos de los talibanes, en un artículo que escribió justo en vísperas de morir, volvió a denunciar la agresión sufrida en 2001 por el país, donde en los últimos 20 años hubo más de 241.000 muertos y cinco millones de refugiados. Y consideró que si los cientos de miles de millones de dólares que se gastaron para esta fallida aventura militar –que, como en Irak, enriqueció a la industria de armamentos-, hubieran llegado a la población local, la historia habría sido distinta.
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